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Olivia era una mesera de Stallia que ayudaba a sus padres a sostener la casa sirviendo jarras de cerveza y vino a los peores hombres de mar, en un establecimiento cercano a un área portuaria. Aquella noche ella volvía a casa tras un día agotador en que habían vomitado alcohol tres veces en su delantal.
Se sentía cansada y apestosa, el cabello pegajoso, oloroso a tabaco. Estaba loca por llegar a casa y lavarse lo mejor posible con una bacía y una esponja en aquella noche de temperatura agradable para los estándares de Stallia, pero fría para otros lugares. Sin embargo, no resultaría tan fácil, aunque la joven Olivia no tenía manera de saberlo.
La estaban siguiendo.
A cada paso que daba en su trayecto rutinario, tres hombres iban detrás de ella. Armados, con láminas tan afiladas como para cortar una lengua cual si fuera de queso. En realidad, mientras esperaba, aquel trío se había fijado en otra mujer, sólo que para mala suerte de la mesera se habían interesado mucho más en ella.
Olivia pasó delante del primero. Se sintió extrañada, pero siguió su camino, pues no hay mucho que una mujer pueda hacer ante un sospechoso cuando se encuentra sola y aislada en la noche. La única posibilidad es continuar el camino con prisa, a la espera de encontrar un alma que represente un puerto seguro.
Un puerto seguro que ella no encontraría aquella noche.
El primero le tapó la boca y la arrastró detrás de unas inmensas pilas de cajas en aquel muelle sombrío y silencioso. El segundo espantó al grupo de mendigos que se calentaban en una hoguera improvisada. El tercero vigiló los alrededores mientras aguardaba su turno.
Entonces el primero la apoyó contra un muro descascarado.
Olivia lloró.
El hombre sonrió.
Y murió.
Olivia gritó cuando la flecha le entró por la nuca y salió por el cuello. Aquel hombre que antes la presionaba contra la pared ahora se ahogaba con su propia sangre. El que vigilaba los alrededores cayó muerto, sin enterarse, a manos de dos chamacos que ni siquiera habían cumplido diecisiete años. Y el tercero…
Bueno, el tercero, completamente desorientado y confundido, se fue apartando hasta verse como un animal acorralado. Alrededor de él había por lo menos quince adolescentes, todos ellos de aspecto sombrío, con ropa oscura, que parecían hallar divertido aquello.
Al fondo había un hombre más grande, con un arco.
Sin embargo, para el acorralado la mayor preocupación eran aquellos muchachos con láminas afiladas que se aproximaban paso a paso, cual emisarios de la muerte. Se aproximaban cada vez más.
Y en aquella noche fría, cuando el primero de ellos se preparaba para asestar el primer golpe, se escuchó un…
—¡No! Ese de ahí no —dijo una voz baja y ronca—. Ese es mío…
Un negro fortachón, con un pañuelo en la cabeza, surgió entre las sombras entrechocando láminas de cuchillos. Los jóvenes abrieron paso para que se aproximara, como si se tratara de un rey.
Snail Galford se colocó frente al hombre y le lanzó un cuchillo. Ambos se miraron.
Y el combate comenzó.
Antes incluso del primer golpe uno de los dos contrincantes ya lloraba por un solo lado de la cara.