4. Un secreto a voces bien guardado

Los estudios de laboratorio tienen una importancia manifiesta en la medida en que han roto con la visión un tanto lejana y global de la ciencia para aproximarse estrechamente a los lugares de producción. Así pues, representan una aportación incontestable que me gustaría recordar gracias a las manifestaciones de uno de los miembros de dicha corriente, Karin Knorr-Cetina: «Los objetos científicos no sólo son fabricados técnicamente en los laboratorios, sino que también son construidos de manera inseparablemente simbólica y política mediante unas técnicas literarias de persuasión determinadas que pueden encontrarse en los artículos científicos, mediante unas estratagemas políticas con las que los científicos aspiran a establecer unas alianzas o a movilizar unos recursos, o mediante las selecciones que construyen los hechos científicos desde dentro». Entre los «pioneros» de los estudios de laboratorio, me gustaría recordar los trabajos de Mirko D. Grmek (1973) y Frederic L. Homes (1974), que se han apoyado en los apuntes de laboratorio de Claude Bernard para analizar diferentes aspectos de la obra de este sabio. Allí vemos que los mejores científicos descartan los resultados desfavorables como aberraciones que hacen desaparecer de los informes oficiales y transforman a veces experiencias equívocas en resultados decisivos o modifican el orden en el que las experiencias han sido realizadas, etcétera, y que todos se doblegan a las estrategias retóricas comunes que se imponen en el paso de los apuntes privados de laboratorio a las publications.

Conviene citar aquí a Medawar, que resume muy bien las distorsiones que se cometen al apoyarse únicamente en los informes publicados: «Los resultados parecen más decisivos, y más honestos; los aspectos más creativos de la investigación desaparecen, y da la impresión de que la imaginación, la pasión y el arte no han desempeñado ningún papel y que la innovación no procede de la actividad apasional, de unas manos y de unas mentes profundamente implicadas, sino de la sumisión pasiva a los preceptos estériles del supuesto “método científico”. Este efecto de empobrecimiento conduce a ratificar una visión empirista o inductivista, a la vez anticuada e ingenua, de la práctica de la investigación» (Medawar, 1964).

Karin Knorr-Cetina, a partir de un trabajo sobre un laboratorio en el que estudia minuciosamente los estados sucesivos de un draft que culmina en su publicación después de dieciséis versiones sucesivas, analiza con detalle las transformaciones de la retórica del texto, el trabajo de despersonalización realizado por los autores, etcétera. (Sólo podemos lamentar que, en lugar de entregarse a largas discusiones teórico-filosóficas con Habermas, Luhman, etcétera, no se le ocurra transmitir las informaciones propiamente sociológicas sobre los autores y sobre su laboratorio, que permitirían relacionar las estrategias retóricas utilizadas con la posición del laboratorio en el campo científico y con las disposiciones de los agentes implicados en la producción y la circulación de los drafts.)

Pero es en G. Nigel Gilbert y Michael Mulkay (1984) donde he encontrado la exposición más exacta y más completa de las características de dicha tradición. Muestran que los discursos de los científicos varían según el contexto, y diferencian dos «repertorios» (me parece que sería mejor decir dos retóricas). El «repertorio empírico» es característico de los textos formales de investigación experimental que están escritos de acuerdo con la representación empírica de la acción científica: el estilo tiene que ser impersonal, y hay que minimizar la referencia a los actores sociales y a sus creencias de manera que ofrezca todas las apariencias de la objetividad; las referencias a la dependencia de las observaciones respecto a la especulación teórica desaparecen; todo contribuye a subrayar la distancia del científico respecto a su modelo; la descripción en la sección metodológica está expresada mediante fórmulas generales. El otro repertorio, el «contingente» (contingent repertoire), coexiste con el primero: cuando hablan informalmente, los científicos insisten en la dependencia de un «sentido intuitivo de la investigación» (intuitive feel for research), que es inevitable, dado el carácter práctico de las operaciones consideradas (Gilbert y Mulkay, 1984: 53). Esas operaciones no pueden ser escritas y, realmente, sólo es posible llegar a entenderlas gracias a un estrecho contacto personal. Los autores hablan de «practical skills», de mañas y habilidades tradicionales, de recetas (los investigadores utilizan a menudo la comparación con la cocina). La investigación es una práctica consuetudinaria cuyo aprendizaje se realiza por medio del ejemplo. Se establece una comunicación entre personas que comparten el mismo background de problemas y de presupuestos (assumptions) técnicos. Es curioso que, como observan los autores, los científicos recuperen el lenguaje del «repertorio contingente» cuando hablan de lo que hacen los demás o para explicar su lectura del protocolo oficial de sus colegas (del tipo: «Es un conversador empedernido»…).

En suma, los científicos utilizan dos registros lingüísticos: en el «repertorio empírico» escriben de una manera convencionalmente impersonal; al reducir al mínimo las referencias a la intervención humana, construyen unos textos en los cuales el mundo físico parece actuar y hablar, literalmente, por sí mismo. Cuando el autor está autorizado a aparecer en el texto, es presentado bien como obligado a emprender las experiencias o a alcanzar las conclusiones teóricas por las exigencias inequívocas de los fenómenos naturales que estudia, bien como rígidamente obligado por las reglas del procedimiento experimental. En unas situaciones menos formales, dicho repertorio es completado y, a veces, contradicho por otro repertorio que pone el acento en el papel desempeñado por las contingencias personales en la acción y la creencia. El informe asimétrico que presenta la creencia correcta como si surgiera de manera indiscutible de la prueba experimental, y la creencia incorrecta como el efecto de factores personales, sociales y, generalmente, no científicos, reaparece en los estudios sobre la ciencia (que casi siempre se apoyan en los informes formales).

En realidad, lo que la sociología descubre es conocido y pertenece incluso al orden del «common knowledge», como dicen los economistas. El discurso privado sobre el lado privado de la investigación parece que ni pintado para devolver la modestia al sociólogo tentado de creer que descubre «los intríngulis» de la ciencia y debe, en cualquier caso, ser tratado con gran reflexión y delicadeza. Sería preciso desplegar los tesoros de una fenomenología refinada para analizar estos fenómenos de doble conciencia que asocian y combinan, como todas las formas de mala fe (en el sentido sartriano) o de self-deception, saber y rechazo de saber, saber y rechazo de saber que se sabe, saber y rechazo de que otros digan lo que se sabe o, peor aún, de que lo sepan. (Convendría decir otro tanto de las «estrategias» de carrera y, por ejemplo, de las elecciones de especialidad o de objeto, que no pueden ser descritas siguiendo las alternativas normales de la conciencia y de la inconsciencia, del cálculo y de la inocencia.) Todos esos juegos de la mala fe individual sólo son posibles mediante una profunda complicidad con un grupo de científicos.

Pero me gustaría tratar con más detalle el último capítulo, titulado: Joking Apart. Los autores observan que cuando entran en un laboratorio descubren, a menudo pegados en la pared, textos extravagantes, como un Dictionary of useful research phrases que circulan de laboratorio en laboratorio y recuerdan los discursos irónicos y paródicos a propósito del discurso científico que producen los propios científicos: Post-prandial Proceedings of the Cavendish Physical Society, Journal of Jocular Physics, Journal of Irreproducible Results, Revue of Unclear Physics.

Según el modelo de las listas de «debe decirse/no debe decirse» de los manuales de idiomas, los autores establecen un cuadro comparativo que confronta dos versiones de la acción: la producida para la presentación formal y la descripción informal de lo que ha sucedido realmente. A un lado «lo que escribió» (what he wrote); al otro, «lo que pensaba» (what he meant) (Gilbert y Mulkay, 1984: 176):

  1. Sabemos desde hace tiempo… //No me he tomado la molestia de buscar la referencia.
  2. Aunque todavía no sea posible ofrecer unas respuestas definitivas a esas preguntas… // El experimento no ha funcionado, pero he pensado que, por lo menos, podría aprovecharlo para una publicación.
  3. Han sido elegidas tres de las muestras para un estudio detallado… // Los resultados de las otras carecían de todo sentido y han sido ignorados.
  4. Dañado accidentalmente durante el montaje… // Se cayó al suelo.
  5. De gran importancia teórica y práctica… // Interesante para mí.
  6. Sugerimos que… Sabemos que… Parece… // Creo.
  7. Se cree generalmente que… // También lo piensan otros tíos.

Este divertido cuadro permite descubrir la hipocresía de la literatura formal. Pero la doble verdad de la experiencia que los agentes pueden tener de su propia práctica tiene algo de universal. Conocemos la verdad de lo que se hace (por ejemplo, el carácter más o menos arbitrario o, en cualquier caso, contingente de las razones o de las causas que determinan una decisión judicial), pero para estar en regla con la idea oficial de lo que se hace, o con la idea obvia y evidente, es preciso que esa decisión parezca que ha sido motivada por unas razones, unas razones lo más elevadas (y jurídicas) posible. El discurso formal es hipócrita, pero la tentación del «radicalismo chic» lleva a olvidar que las dos verdades coexisten, con mayor o menor dificultad, en los propios agentes (es una verdad que me costó mucho trabajo aprender y que aprendí, paradójicamente, gracias a los cabileños, tal vez porque es más fácil descubrir la hipocresía colectiva de los extraños que la propia). Entre las fuerzas que apoyan las reglas sociales figura el imperativo de regularización, visible en el hecho de «estar en regla» que conduce a presentar como realizadas de acuerdo con las reglas prácticas que pueden transgredir por completo dichas reglas, porque lo esencial es salvar las reglas (y por ese motivo el grupo aprueba y respeta esa hipocresía colectiva). Se trata, en efecto, de salvar los intereses concretos del científico concreto que ha roto su pipeta; pero también, y al mismo tiempo, de salvar la creencia colectiva en la ciencia que hace que, aunque todo el mundo sepa que las cosas no han ocurrido de la manera que se dice que han ocurrido, finge ignorarlo. Lo que plantea el problema, muy general, de la función o del efecto de la sociología que, en muchos casos, hace públicas unas cosas «denegadas» que los grupos conocen y «no quieren conocer».

Sentiría, pues, la tentación de ratificar la verificación que se me antoja, en lo esencial, muy poco discutible de Gilbert y Mulkay, o de Peter Medawar, si no estuviera asociada, con gran frecuencia, a una filosofía de la acción (y a una visión cínica de la práctica) que encontrará su culminación en la mayoría de los trabajos dedicados a la «vida de laboratorio». Así, por ejemplo, si bien es indudablemente cierto que, tal como afirma Karin Knorr, el laboratorio es un lugar en el que se realizan unas acciones con la preocupación de «hacer funcionar las cosas» («La expresión coloquial “making things work” sugiere una contingencia de los resultados a propósito de la producción: “Hacer funcionar” provoca una selección de esos “efectos” que pueden ser referidos a un conjunto de contingencias racionales al ignorar los intentos que contradicen los efectos»), no se puede aceptar la idea que expresa en la frase que acabo de citar, en la que prescinde de la afirmación, que ocupa el centro de mi primer artículo, del carácter inseparablemente científico y social de las estrategias de los investigadores e introduce furtivamente la afirmación de una construcción simbólica y política sustentada en unas «técnicas de persuasión» y unas «estratagemas» encaminadas hacia la formación de alianzas. Las «estrategias» a un tiempo científicas y sociales del habitus científico están pensadas y tratadas como estratagemas conscientes, por no decir cínicas, orientadas hacia la gloria del investigador.

Pero tengo que referirme ahora, para terminar, a una rama de la sociofilosofía de la ciencia que se ha desarrollado sobre todo en Francia, pero que ha conocido cierto éxito en los campus de las universidades anglosajonas: quiero hablar de los trabajos de Latour y Woolgar y, en especial, de Laboratory Life, que ofrece una imagen ampliada de todos los vicios de la nueva sociología de la ciencia (Latour y Woolgar, 1979). Esa corriente está fortísimamente marcada por las condiciones históricas, de manera que temo encontrarme con muchas dificultades para distinguir, como he hecho en las corrientes anteriores, el momento del análisis de los temas considerados y el momento del análisis de las condiciones sociales de su producción. [Por ejemplo, en un «resumen» que se presenta como favorable al libro de Latour y Woolgar Laboratory Life, se lee: «El laboratorio manipula unas inscripciones (en referencia a Derrida), unos enunciados (en referencia a Foucault); unas construcciones que crean las realidades que evocan. Tales construcciones se imponen mediante la negociación de los pequeños grupos de investigadores implicados. La verificación (assay) es autoverificación; crea su propia verdad; es autoverificante porque no hay nada para verificarla. Laboratory Life describe el proceso de verificación como un proceso de negociación.»]

Se da por sentado que los productos de la ciencia son el resultado de un proceso de fabricación y que el laboratorio, un universo artificial, aislado del mundo de mil maneras, físicamente, socialmente, así como por el capital de instrumentos que en él se manipulan, es el lugar de la construcción, por no decir de la «creación», de los fenómenos gracias a los cuales elaboramos y ponemos a prueba unas teorías que no existirían sin el equipo instrumental del laboratorio. «La realidad artificial que los participantes describen como una entidad objetiva, de hecho, ha sido construida.»

A partir de esta verificación, que, para un lector asiduo de Bachelard, no tiene nada de sorprendente, podemos, jugando con las palabras o haciéndolas jugar a ellas, pasar a unas proposiciones de aire radical (adecuadas para ocasionar grandes consecuencias, sobre todo en los campus de la otra orilla del Atlántico dominados por la visión logicista-positivista). Al decir que los hechos son artificiales en el sentido de fabricados, Latour y Woolgar dan a entender que son ficticios, y no objetivos o auténticos. El éxito de sus afirmaciones proviene del «efecto de radicalidad», como dice Yves Gingras (2000), que nace de un cambio furtivo de sentido sugerido y estimulado por una hábil utilización de conceptos anfibológicos. La estrategia de paso al límite es uno de los recursos privilegiados de la investigación de ese efecto (pienso en la utilización que, en los años 1970, se hizo de las tesis de Illitch sobre la abolición de la escuela para combatir la descripción del efecto reproductor de la escuela); pero puede conducir a posiciones insostenibles e indefendibles, por ser, simplemente, absurdas. De ahí una estrategia típica, la que consiste en exponer una posición muy radical (del tipo: el hecho científico es una construcción o —cambio furtivo de sentido— una fabricación, y, por tanto, un artefacto, una ficción) para después, ante la crítica, batirse en retirada replegándose tras una serie de banalidades, es decir, tras la cara más vulgar de nociones anfibológicas como construcción, etcétera.

Pero para producir este efecto de «desrealización» no se contenta con hacer hincapié en el contraste entre el carácter improvisado de las prácticas reales en el laboratorio y el razonamiento experimental tal como es racionalmente reconstruido en los textbooks y en los informes de investigación. Latour y Woolgar ponen en evidencia el importantísimo papel que, en el trabajo de fabricación de los hechos como ficción, corresponde a los textos. Argumentan que los investigadores que examinaron durante su etnografía del Instituto Salk no tenían como objeto las cosas en sí mismas, sino unas «inscripciones literarias» producidas por unos técnicos que trabajan con unos instrumentos de grabación: «Entre los científicos y el caos sólo existe un muro de archivos, de etiquetas, de libros de protocolos, de figuras y de papeles». «Pese al hecho de que los investigadores creían que las inscripciones podían ser representaciones o indicadores de cierta entidad dotada de una existencia independiente “en el exterior”, creemos haber demostrado que tales entidades están constituidas únicamente gracias a la utilización de esas inscripciones.» En suma, la creencia ingenuamente realista de los investigadores en una realidad exterior al laboratorio es una pura ilusión de la que sólo puede liberarlos una sociología realista.

Así que el producto final ha sido elaborado y hecho circular, las etapas intermedias que lo han hecho posible, y, en especial, la amplia red de negociaciones y de maquinaciones que han existido al principio de la aceptación de un hecho, son olvidadas, gracias, especialmente, a que el investigador borra tras de sí las huellas de su trabajo. Como los hechos científicos son construidos, comunicados y evaluados en forma de proposiciones escritas, la parte esencial del trabajo científico es una actividad literaria e interpretativa: «Un hecho no es más que una proposición (statement) sin modalidad —M— y sin huella de autor»; el trabajo de circulación conducirá a borrar las modalidades, es decir, los indicadores de referencia temporal o local (por ejemplo: «Estos datos pueden indicar que…», «creo que esta experiencia muestra que…»); en suma, todas las expresiones referenciales. El investigador tiene que reconstruir el proceso de consagración-universalización mediante el cual el hecho acaba poco a poco por ser reconocido como tal, las publicaciones, las redes de citas, las discusiones entre laboratorios rivales y las negociaciones entre los miembros de un grupo de investigación (o sea, por ejemplo, las condiciones sociales en las que la terapia de sustitución hormonal se ha desembarazado de todas las calificaciones conflictivas); tiene que describir «cómo una opinión ha sido transformada en un hecho y, con ello, liberada de las condiciones de su producción» (que, a partir de ese momento, son olvidadas tanto por el productor como por los receptores).

Latour y Woolgar pretenden situarse en el punto de vista de un observador que ve lo que ocurre en el laboratorio sin compartir las creencias de los investigadores. Poniendo al mal tiempo buena cara, describen lo que les parece inteligible en el laboratorio: los indicios, los textos, las conversaciones y los rituales, así como el extraño material (uno de los grandes momentos de ese trabajo es la «ingenua» descripción de un sencillo instrumento, una pipeta…; Woolgar, 1988b: 85). De ese modo pueden tratar la ciencia natural como una actividad literaria y recurrir, para describir e interpretar esta circulación de los productos científicos, a un modelo semiológico (el de A. J. Greimas). No atribuyen la condición privilegiada que se concede a las ciencias naturales a la validez especial de sus descubrimientos, sino al costoso equipo y a las estrategias institucionales que transforman los elementos naturales en textos prácticamente invulnerables al ser el autor, la teoría, la naturaleza y el público otros tantos efectos del texto.

La visión semiológica del mundo que los lleva a enfatizar las huellas y los signos los conduce también a esa forma paradigmática del sesgo escolástico llamada textismo, que constituye la realidad social como texto (a la manera de los etnólogos, como Marcus, (1986), o incluso Geertz, o de los historiadores, con el linguistic tum, que, por la misma época, comenzaron a decir que todo es texto). Así pues, la ciencia sólo seria un discurso o una ficción entre tantas otras, capaz, sin embargo, de ejercer un «efecto de verdad» producido, como todos los demás efectos literarios, a partir de características textuales como los tiempos verbales, la estructura de los enunciados, las modalidades, etcétera (la ausencia de cualquier intento de prosopografía condena a buscar el poder de los textos en los propios textos). El universo de la ciencia es un mundo que consigue imponer universalmente la creencia en sus ficciones.

La opción semiológica se aprecia con la máxima claridad en The Pasteurization of France (Latour, 1988), donde Latour trata a Pasteur como un significante textual inserto en una historia que teje una red heterogénea de instituciones y de entidades, la vida cotidiana en la granja, las prácticas sexuales y la higiene personal, la arquitectura y el régimen terapéutico de la clínica, las condiciones sanitarias de la ciudad y las entidades microscópicas descubiertas en el laboratorio, en suma, todo un mundo de representaciones que Pasteur construye y mediante el cual se constituye como el sabio eminente. [Me gustaría, en cierto modo a contrario sensu, mencionar aquí un trabajo que, apoyándose en una lectura minuciosa de buena parte de los «laboratory notebooks» de Pasteur, ofrece una visión realista y bien informada, aunque sin un despliegue ostentoso de efectos teóricos gratuitos, de la obra y también del «mito» (capítulo 10) pasteuriano: G. L. Geison, The Private Science of Louis Pasteur (1995).]

Lo semiológico se combina con una visión ingenuamente maquiavélica de las estrategias de los científicos: las acciones simbólicas que éstos realizan para hacer reconocer sus «ficciones» son, al mismo tiempo, estrategias de influencia y de poder mediante las cuales promueven su propia grandeza. Así pues, se trata de entender cómo un hombre llamado Pasteur ha construido unas alianzas y hecho proselitismo para imponer un programa de investigación. Con toda la ambigüedad resultante del hecho de tratar a unas entidades semiológicas como descriptores sociohistóricos, Latour trata a Pasteur como una especie de entidad semiológica que actúa históricamente, y que actúa como actúa cualquier capitalista (podríamos leer, dentro de esta perspectiva, la entrevista titulada «Le dernier des capitalistes sauvages» (Latour, 1983) en la que Latour se esfuerza en mostrar que el científico consciente de sus intereses simbólicos sería la forma más perfecta del empresario capitalista cuyas acciones van totalmente encaminadas a conseguir la maximización del beneficio). Al no buscar el principio de las acciones allí donde realmente reside, es decir, en las posiciones y en las disposiciones, Latour sólo puede encontrarlo en unas estrategias conscientes (por no decir cínicas) de influencia y de poder (y de ese modo retrocede de un finalismo de los colectivos, a la manera de Merton, a un finalismo de los agentes individuales). Y la ciencia de la ciencia se ve reducida a la descripción de las alianzas y de las luchas por el «crédito» simbólico.

Después de verse acusado por los defensores del «programa fuerte» de cultivar la desinformación y de utilizar unas estrategias científicas desleales, Latour, que, en todo el resto de su obra, aparece como un constructivista radical, se ha convertido recientemente en defensor del realismo invocando el papel social que atribuye a los objetos y, en especial, a los objetos manufacturados, en el análisis del mundo científico. Propone, ni más ni menos, la recusación de la distinción entre los agentes (o las fuerzas) humanos y los agentes no humanos. Pero el ejemplo más asombroso es el del mecanismo de portero automático, que Latour, en un artículo titulado «Where are the missing Masses?» (1993), invoca con la intención de encontrar en las cosas las coerciones que faltan (las «masas ausentes», referencia científica chic) en el análisis corriente del orden político y social. Aunque se trate de objetos mecánicos, las puertas y los objetos técnicos actúan como coerciones constantes sobre nuestro comportamiento, y los efectos de la intervención de tales «agentes» son indiscernibles de los que ejerce un control moral o normativo: una puerta nos permite pasar sólo por un determinado lugar de la pared y a una determinada velocidad; un policía de cartón regula el tráfico de la misma manera que un policía real; el ordenador de mi despacho me obliga a escribir unas instrucciones dirigidas a él en una forma sintáctica determinada. Las «missing masses» (análogas a las que explican la velocidad de expansión del universo, ni más ni menos…) residen en los objetos técnicos que nos rodean. Nosotros delegamos en ellos poder y capacidad de actuar. Para entender esos objetos técnicos y su poder, ¿es preciso abordar la ciencia técnica de su funcionamiento? (Resulta, sin duda, más fácil en el caso de una puerta o de una pipeta que en el de un ciclotrón…) Si no lo es, ¿qué método hay que utilizar para descubrir el hecho de la «delegación» y lo que se delega en esos famosos «agentes»? Basta con recurrir al método, muy utilizado por los economistas, de las «hipótesis contrafactuales» y, si se trata de entender el poder de las puertas, imaginar qué ocurriría si no estuvieran ahí. Es como una contabilidad de doble columna: a un lado, lo que habría que hacer si no existiera la puerta; al otro, el ligero esfuerzo de tirar o empujar que permite realizar las mismas tareas. Así pues, se transforma un gran esfuerzo en otro más pequeño y la operación descubierta por este análisis es lo que Latour propone llamar desplazamiento o traslado o delegación: «Hemos delegado a los goznes el trabajo de reversibilidad que resuelve el dilema del agujero en la pared». Y para acabar, culmina en una ley general: «Cada vez que se quiere saber lo que hace un no humano, hay que limitarse a imaginar lo que otros humanos u otros no humanos tendrían que hacer si ese personaje no estuviera presente». La imaginación (científica) al poder. Se ha hecho desaparecer la trivial diferencia entre los agentes humanos y los agentes no humanos (el portero automático sustituye a una persona y moldea la acción humana al prescribir que tiene que cruzar la puerta) y cabe disertar libremente sobre la manera como delegamos el poder en los objetos técnicos… (Sé que hay en la sala jóvenes que hacen el curso de ingreso en la Escuela Normal Superior, justo al lado: he aquí una historia que, por una vez, podrá entrar directamente en sus «disertaciones» y causar cierto efecto; será como si volvieran al curso de ingreso en el instituto…) Habría podido, para mostrar que lo que podría parecer un mero juego literario es, en realidad, la expresión de una auténtica opción «metodológica» de «Escuela», recordar también a Michel Callon (1986), que, en su estudio sobre las vieiras sitúa en el mismo plano a los pescadores, las vieiras, las golondrinas y el viento, en tanto que elementos de un «sistema de agentes». Pero no llegaré a ese extremo.

[No puedo dejar de experimentar al llegar aquí cierta sensación de malestar ante lo que acabo de hacer: por un lado, no querría conceder a esa obro la importancia que ella misma se otorga y arriesgarme de ese modo a contribuir, a mi pesar, a su valorización llevando el análisis crítico más allá de lo que ese tipo de texto merece, pero creo, sin embargo, que es bueno que existan personas que, como Jacques Bouveresse (1999) ha hecho a propósito de Debray, o Gingras (1995) a propósito del propio Latour, acepten malgastar tiempo y energías para desembarazar a la ciencia de los efectos funestos de la hybris filosófica; pero, por otra parte, recuerdo un bellísimo artículo de Jane Tompkins (1988), que describe la lógica de la «righteous wrath» —que se podría traducir como la «santa ira»—, es decir, el «sentimiento de suprema rectitud» (sentiment of supreme righteousness) del héroe de western que, «injustamente maltratado» (unduly victimized) en un principio, puede sentirse llevado a hacer «contra los “malos” (against the villains) lo mismo que, unos instantes antes, éstos le habían hecho» (things which a short while ago only the villains did): en el mundo académico o científico este sentimiento puede llevar a quien se siente investido de una misión de justiciero a una «violencia sin derramamiento de sangre» (bloodless violence) que, aunque permanezca dentro de los límites de la buena educación académica, se inspira en un sentimiento absolutamente idéntico al que conducía al héroe del western a tomarse la justicia por su mano. Y Jane Tompkins subraya que este furor legitimo puede llevar a sentirse justificado para atacar no sólo los defectos o los errores de un texto, sino también las características más personales de la persona. Y no oculto que también aquí, a través del discurso de importancia (una porte esencial del cual está dedicada a explicar la importancia del discurso; remito en este momento al análisis que he realizado de la retórica de Althusser-Balibar, 2001b), sus fórmulas hechiceras y autolegitimadoras (se proclama «radical», «contraintuitivo», «nuevo»), su tono perentorio (hay que ser arrollador), yo apuntaba a las disposiciones asociadas estadísticamente a determinado origen social (es seguro que fas predisposiciones a la arrogancia, al bluff, por no decir a la impostura, a la búsqueda del efecto de radicalidad, etcétera, no están equitativamente distribuidas entre los investigadores a partir de su origen social y su sexo, o, mejor dicho, a partir de su sexo y su origen social). No podía dejar de sugerir que si esa retórica ha llegado a conocer un éxito social desproporcionado respecto a sus méritos, tal vez se deba a que la sociología de la ciencia ocupa una posición muy especial en la sociología, en una frontera imprecisa entre la sociología y la filosofía, de manera que se puede prescindir de una auténtica ruptura con la filosofía y con todos los beneficios sociales asociados al hecho de aparecer como filósofo en determinados mercados; ruptura larga y costosa, que supone la adquisición, difícil, de instrumentos técnicos y numerosas inversiones ingratas en unas actividades consideradas inferiores, por no decir indignas. Estos disposiciones social mente constituidas en la audacia y en la ruptura que, en otros campos científicos más capaces de imponer sus controles y sus censuras, habrían tenido que temperarse y sublimarse, han encontrado ahí un terreno que les ha permitido expresarse sin maquillaje y sin freno. Dicho eso, la sensación de righteouness que podía inspirar mi «santa ira» encuentra ante mis ojos su fundamento en el hecho de que esa gente, que rechaza con frecuencia el nombre y la calificación de sociólogo sin ser realmente capaz de someterse a las exigencias del rigor filosófico, puede llegar a tener éxito ante unos cuantos neófitos y retrasar el progreso de la investigación sembrando a los cuatro vientos unos falsos problemas que hacen perder mucho tiempo, globalmente, metiendo a unos en callejones sin salida, y a otros, que tendrían mejores cosas que hacer, en un trabajo de crítica, a menudo un poco desesperado, dado lo poderosos que son los mecanismos sociales propensos a defender el error. Pienso, sobre todo, en la alodoxia, ese error sobre la identidad de las personas y de las ideas que hace estragos muy especialmente entre quienes ocupan esos regiones imprecisas entre la filosofía y las ciencias sociales (así como el periodismo), y que, situados a caballo de la frontera, con un pie fuera, como Régis Debray, con sus metáforas científicas que imitan los signos externos de la cientificidad (el teorema de Gödel, que ha provocado la «santa ira» de Jacques Bouveresse), su etiqueta pseudocientífica, «la mediología», o con un pie dentro, como nuestros sociólogos-filósofos de la ciencia, que son especialmente hábiles y están especialmente bien situados para inspirar una creencia engañosa, alodoxia, jugando con todos los dobles juegos, garantes de todos los dobles beneficios que permiten asegurar la combinación de varios léxicos de autoridad y de importancia, entre ellos el de la filosofía y el de la ciencia.]