David Bloor (1983) se apoya en Wittgenstein para fundar una teoría de la ciencia según la cual la racionalidad, la objetividad y la verdad son unas normas socioculturales locales, unas convenciones adoptadas e impuestas por unos grupos concretos: recupera los conceptos wittgensteinianos de «language game» y «form of life», que desempeñan un papel central en las Investigaciones filosóficas, y los interpreta como si se refirieran a unas actividades sociolingüísticas asociadas a unos grupos socioculturales concretos cuyas prácticas estuvieran reguladas por unas formas convencionalmente adoptadas por los grupos implicados. Las normas científicas tienen los mismos límites que los grupos en cuyo interior han sido aceptadas. Copiaré de Yves Gingras (2000) una presentación sintética de los cuatro principios del «programa fuerte»: «David Bloor en su libro Knowledge and Social Imagery, aparecido en 1976 y reeditado en 1991, enuncia cuatro grandes principios metodológicos que tienen que ser seguidos para construir una teoría sociológica convincente del conocimiento científico: 1) causalidad: la explicación propuesta tiene que ser causal: 2) imparcialidad: el sociólogo tiene que ser imparcial respecto a la “verdad” o la “falsedad” de los enunciados debatidos por los autores; 3) simetría: este principio estipula que deben ser utilizados “los mismos tipos de causas” para explicar tanto las creencias consideradas “verdaderas” por los autores como aquellas que consideran “falsas”; y, finalmente, 4) la reflexividad exige que la sociología de la ciencia esté a su vez sometida, en principio, al tratamiento que aplica a las restantes ciencias. En el curso de los numerosos estudios de casos basados en esos principios, la causalidad ha sido interpretada de manera bastante amplia para incluir la idea de comprensión (evitando de ese modo la antigua dicotomía “explicación contra comprensión”). Mientras que el principio de imparcialidad es obvio en el plano metodológico y no ha planteado realmente ningún debate, los filósofos han debatido mucho acerca del sentido preciso y la validez del principio de simetría. Finalmente, el principio de reflexividad no desempeña, en realidad, ningún papel en los estudios de casos, y sólo ha sido tomado realmente en serio por Woolgar y Ashmore, que, en consecuencia, se han visto obligados a estudiar en mayor medida la sociología de las ciencias y sus prácticas de escritura que las mismas ciencias». Me apropiaré por completo de esta exposición y de los comentarios que contiene, limitándome a añadir que, en mi opinión, es imposible hablar de reflexividad a propósito de los análisis de la sociología de las ciencias (de los demás) que se parecen más a la polémica que a la «polémica de la razón científica» en la medida en que, como sugiere Bachelard, esta polémica está orientada en primer lugar contra el propio investigador.
Barry Barnes (1974), que explicita el modelo teórico subyacente en el análisis de Kuhn, omite, al igual que éste, el planteamiento de la cuestión de la autonomía de la ciencia, aunque se refiere primordialmente (por no decir de manera exclusiva) a los factores internos en su investigación de las causas sociales de las creencias-preferencias de los científicos. Los intereses sociales suscitan unas tácticas de persuasión, unas estrategias oportunistas y unos dispositivos culturalmente transmitidos que influyen en el contenido y el desarrollo del conocimiento científico. Lejos de estar determinadas de manera inequívoca por la «naturaleza de las cosas» o por «puras posibilidades lógicas», como pretendía Mannheim, las acciones de los científicos, al igual que la emergencia y la cristalización de paradigmas científicos, están influidas por factores sociales intrateóricos y extrateóricos. Barnes y Bloor (1982) se apoyan en la subdeterminación de la teoría por los hechos (las teorías jamás están completamente determinadas por los hechos que invocan, y siempre hay más de una teoría que puede ampararse en unos mismos hechos); insisten también en el hecho (que es una banalidad para la tradición epistemológica continental) de que la observación está orientada por la teoría. Las controversias (que pueden existir, una vez más, gracias a la subdeterminación) muestran que el consenso es fundamentalmente frágil, que muchas controversias terminan sin haber sido zanjadas por los hechos y que los campos científicos estables suponen siempre la existencia de cierto número de descontentos que atribuyen el consenso al mero conformismo social.
Collins y la escuela de Bath no ponen tanto el acento en la relación entre los intereses y las preferencias como en el proceso de interacción entre los científicos en y a través de los cuales se forman las creencias o, más exactamente, en las controversias científicas y en los métodos no racionales que se utilizan para dirimirlas. Por ejemplo, Harry Collins y Trevor Pinch muestran, respecto a una controversia entre científicos del establishment y parapsicólogos, que unos y otros utilizan procedimientos tan extraños como deshonestos: todo se desarrolla como si los científicos hubieran instaurado unas fronteras arbitrarias para impedir la entrada a unas maneras de pensar y de actuar diferentes de las suyas. Critican el papel de la «replication» (o unas experiencias cruciales) en la ciencia experimental. Cuando los científicos intentan reproducir las experiencias de otros científicos, modifican a menudo las condiciones originales de la experimentación, equipo y procedimientos, para seguir sus propios programas, una «replication» perfecta que supone, en realidad, unos agentes intercambiables (convendría analizar desde esta perspectiva la confrontación entre Pasteur y Koch). Por otra parte, si no se tiene una grandísima familiaridad con el problema en cuestión, es muy difícil reproducir los procedimientos experimentales a partir de un informe escrito. En efecto, las transcripciones científicas tienden a respetar las normas ideales del protocolo científico más que a narrar las cosas tal como se han desarrollado. Los científicos pueden conseguir en más de una ocasión unos «buenos» resultados sin ser capaces de decir cómo los han conseguido. Cuando otros científicos no consiguen «replicar» una experiencia, los primeros pueden argumentar que sus procedimientos no han sido observados correctamente. En realidad, la aceptación o el rechazo de un experimento depende tanto del crédito concedido a la competencia del experimentador como de la fuerza y la significación de las pruebas experimentales. Para alcanzar la convicción no pesa tanto la fuerza intrínseca de la idea verdadera como la fuerza social del verificador. Esto quiere decir que el hecho científico es obra de quien lo produce y lo propone, pero también de quien lo recibe (una nueva analogía con el campo artístico).
En suma, al igual que Bloor y Barnes, también insisten en el hecho de que los datos experimentales no bastan por sí solos para determinar en qué medida una experiencia vale para acreditar o invalidar una teoría, y que son las negociaciones en el seno de un núcleo central (core set) de investigadores interesados lo que determina si una controversia está zanjada. Tales negociaciones dependen en buena medida de juicios sobre las cuestiones de honestidad personal, de competencia técnica, de pertenencia institucional, de estilo de presentación y de nacionalidad. O sea, el «falsificacionismo» popperiano ofrece una imagen idealizada de las soluciones aportadas por el core set de sabios a lo largo de sus disputas.
Collins tiene el mérito inmenso de recordar que el hecho es una construcción colectiva, y que es en la interacción entre el que produce el hecho y aquel que lo recibe, y que intenta «replicarlo» para negarlo o confirmarlo, donde se construye el hecho verificado y certificado, así como de mostrar que procesos análogos a los que descubrí en el terreno del arte se observan también en el mundo científico. Pero su trabajo adolece de unas limitaciones que proceden del hecho de que permanece encerrado en una visión interaccionista que busca en las interacciones entre los agentes el principio de sus acciones e ignora las estructuras (o las relaciones objetivas) y las disposiciones (casi siempre conectadas con la posición ocupada en tales estructuras) que constituyen el auténtico principio de las acciones y, entre otras cosas, de las propias interacciones (que pueden ser la mediación entre las estructuras y las acciones). Encerrado en los límites del laboratorio, no se interroga en absoluto acerca de las condiciones estructurales de la producción de la creencia, por ejemplo, de hasta qué punto influye en ella lo que se podría llamar el «capital laboratorio», puesto en evidencia por los mertonianos que han mostrado, como ya hemos visto, que si un descubrimiento determinado se realiza en un laboratorio conocido de una universidad prestigiosa tiene mayores posibilidades de ser aceptado que si se consigue en otro menos considerado.