Aunque, en principio, sea historiador de las ciencias, Thomas Kuhn ha alterado muy profundamente el espacio de los teóricos posibles en materia de ciencia de la ciencia. Su contribución principal consiste en haber mostrado que el desarrollo de la ciencia no es un proceso continuo, sino que está marcado por una serie de rupturas y por la alternancia de períodos de «ciencia normal» y de «revoluciones» (Kuhn, 1972). Con ello introdujo en la tradición anglosajona una filosofía discontinuista de la evolución científica que rompía con la filosofía positivista que consideraba el progreso de la ciencia como un movimiento de acumulación continuo. Ha elaborado, además, la idea de «comunidad científica» al explicar que los científicos forman una comunidad cerrada cuya investigación se refiere a un abanico muy definido de problemas y que utilizan unos métodos adaptados a dicha tarea: las acciones de los científicos en las ciencias avanzadas están determinadas por un «paradigma», o «matriz disciplinaria», es decir, un estado de la realización científica que es aceptado por una fracción importante de científicos y que tiende a imponerse a todos los demás.
La definición de los problemas y la metodología de investigación utilizada proceden de una tradición profesional de teorías, de métodos y de competencias que sólo pueden adquirirse al cabo de una formación prolongada. Las reglas del método científico tal como son explicitadas por los lógicos no corresponden a la realidad de las prácticas. Al igual que en otras profesiones, los científicos dan por supuesto que las teorías y los métodos existentes son válidos y los utilizan para sus necesidades. No trabajan en el descubrimiento de nuevas teorías, sino en la solución de unos problemas concretos, considerados como enigmas (puzzles): por ejemplo, medir una constante, analizar o sintetizar una composición, o explicar el funcionamiento de un organismo viviente. Para ello utilizan como paradigma las tradiciones existentes en su ámbito.
El paradigma es el equivalente de un lenguaje o de una cultura: determina las cuestiones que pueden ser planteadas y las que quedan excluidas, lo que se puede pensar y lo que es impensable; al ser a un mismo tiempo una adquisición (received achievement) y un punto de partida, representa una guía para la acción futura, un programa de investigaciones a emprender, más que un sistema de reglas y normas. A partir de ahí el grupo científico está tan distanciado del mundo exterior que es posible analizar muchos problemas científicos sin tomar en consideración las sociedades en las que trabajan los científicos. [De hecho, Kuhn introduce la idea, aunque sin elaborarla como tal, de la autonomía del universo científico. Llega así a afirmar que ese universo escapa puro y simplemente o la necesidad social, y, por lo tanto, a la ciencia social. No ve que, en realidad (es lo que permite entender la noción de campo), una de las propiedades paradójicas de los campos muy autónomos, como la ciencia o lo poesía, es que tienden a tener como único vínculo con el mundo social las condiciones sociales que aseguran su autonomía respecto a ese mundo, es decir, las condiciones muy privilegiadas de que hay que disponer para producir o apreciar una matemática o una poesía muy avanzada, o, más exactamente, las condiciones históricas que han tenido que confluir para que aparezca una condición social tal que permita que las personas que gozan de ella puedan hacer cosas semejantes.]
Como ya he dicho, el mérito de Kuhn es haber suscitado la atención sobre las rupturas y las revoluciones. Pero, como se limita a describir el mundo científico en una perspectiva casi durkheimiana, una comunidad dominada por una norma central, no me parece que proponga un modelo coherente para explicar el cambio. Aunque una lectura especialmente generosa pueda construir un modelo semejante y descubrir el motor del cambio en el conflicto entre la ortodoxia y la herejía, los defensores del paradigma y los innovadores, estos últimos pueden verse reforzados, en los períodos de crisis, por el hecho de que entonces caen las barreras entre la ciencia y las grandes corrientes intelectuales en el seno de la sociedad. Soy consciente de haber atribuido a Kuhn, a través de esa reinterpretación, la parte esencial de mi representación de la lógica del campo y de su dinámica. Pero puede que también sea una buena manera de hacer ver la diferencia entre las dos visiones y la aportación específica de la noción de campo.
Dicho eso, si nos referimos estrictamente a los textos de Kuhn, descubriremos una representación claramente internalista del cambio. Cada uno de los paradigmas alcanza un punto de agotamiento intelectual; la matriz disciplinaria ha producido todas las posibilidades que era capaz de engendrar (es un tema que también aparecía, respecto a la literatura, en los formalistas rusos), a la manera de una esencia hegeliana que se realiza, de acuerdo con su propia lógica, sin intervención externa. Eso no impide que persistan algunos enigmas y que no encuentren solución.
Pero quiero detenerme un momento en un análisis de Kuhn que me parece muy interesante —sin duda, una vez más, porque lo reinterpreto en función de mi propio modelo—, el de «tensión esencial», a partir del título que dio a una recopilación de artículos (Kuhn, 1977). Lo que crea la tensión esencial de la ciencia no es que exista una tensión entre la revolución y la tradición, entre los conservadores y los revolucionarios, sino que la revolución implique a la tradición, que las revoluciones arraiguen en el paradigma: «Las transformaciones revolucionarias de una tradición científica son relativamente escasas, y su condición necesaria son largos períodos de investigación convergente Sólo las investigaciones firmemente arraigadas en la tradición científica contemporánea tienen alguna posibilidad de romper esa tradición y de dar nacimiento a otra nueva» (Kuhn, 1977: 307). «El científico productivo tiene que ser un tradicionalista, amante de entregarse a complejos juegos gobernados por reglas preestablecidas, si quiere ser un innovador eficaz que descubra nuevas reglas y nuevas piezas con las que poder seguir jugando» (Kuhn, 1977: 320). «Si bien el cuestionamiento de las opiniones fundamentales de los investigadores sólo se produce en la ciencia extraordinaria, es la ciencia normal, sin embargo, la que revela tanto el objeto a experimentar como la manera de hacerlo» (Kuhn, 1977: 364). Equivale a decir que un (auténtico) revolucionario en materia científica es alguien que tiene un gran dominio de la tradición (y no alguien que hace tabla rasa del pasado o que, más simplemente, lo ignora).
Así pues, las actividades de resolución de enigmas («puzzle-solving») de la «ciencia normal» se apoyan en el paradigma comúnmente aceptado que define entre otras cosas, de manera relativamente indiscutida, lo que puede servir como una solución correcta o incorrecta. En las situaciones revolucionarias, por el contrario, el marco de fondo, el único capaz de definir la «corrección», está también en cuestión. (Es exactamente el problema que planteó Manet al operar una revolución tan radical que ponía en cuestión los propios principios a través de los cuales podía valorarse.) En tal caso nos enfrentamos a la elección entre dos paradigmas concurrentes y desaparecen los criterios trascendentes de racionalidad (no hay conciliación ni compromiso: es el tema, que ha provocado muchas discusiones, de la inconmensurabilidad de los paradigmas). Y la emergencia de un nuevo consenso sólo puede explicarse, en opinión de Kuhn, mediante factores no racionales. Pero de la paradoja de la «tensión esencial» cabe concluir, reinterpretando muy libremente a Kuhn, que el revolucionario es alguien que posee necesariamente un capital (esto se desprende de la existencia de un derecho de admisión en el campo), es decir, un gran dominio de los recursos colectivos acumulados, y que, a partir de ahí, conserva necesariamente lo que supera.
Así pues, todo ocurre como si Kuhn, llevando hasta el límite el cuestionamiento de los estándares universales de racionalidad, ya prefigurados en la tradición filosófica que había evolucionado de un universalismo «trascendental» de tipo kantiano hacia una noción de la racionalidad ya relativizada —por ejemplo, como mostraré a continuación, por Carnap (1950)—, recuperara, con la noción de paradigma, la tradición kantiana del apriorismo, pero tomada en un sentido relativizado, o, más exactamente, sociologizada, como en el caso de Durkheim.
Gracias a que lo que ha aparecido como el tema central de la obra, a saber, la tensión entre el establishment y la subversión, era afín al mood «revolucionario» de la época, Kuhn, que no tenía nada de revolucionario, fue adoptado como un profeta, un poco a su pesar, por los estudiantes de Columbia e integrado en el movimiento de la «contracultura» que rechazaba la «racionalidad científica» y reivindicaba la imaginación frente a la razón. Por el mismo motivo, Feyerabend era el ídolo de los estudiantes radicales de la Universidad Autónoma de Berlín (Toulmin, 1979: 155-156, 159). La invocación de esas referencias teóricas se entiende si vemos que el movimiento estudiantil lleva la contestación política al propio terreno de la vida científica, y ello dentro de una tradición universitaria en la que el corte entre la scholarship y el committment está especialmente señalado: se trata de liberar el pensamiento y la acción del control de la razón y de las convenciones, en todo el mundo social, sin excluir la ciencia.
En suma, este pensamiento científico ha debido menos su fuerza social al contenido propio de su mensaje —exceptuando tal vez el título: «La estructura de las revoluciones»— que al hecho de que ha caído en una coyuntura en la que una población cultivada, los estudiantes, ha podido apropiársela y transformarla en mensaje revolucionario específico contra la autoridad académica. El movimiento del 68 desarrolló en el terreno privilegiadísimo de la universidad una contestación capaz de cuestionar los principios más profundos y más profundamente indiscutidos sobre los que reposaba aquélla, comenzando por la autoridad de la ciencia. Utilizó armas científicas o epistemológicas contra el orden universitario que debía una parte de su autoridad simbólica al hecho de que era una episteme instituida, que se basaba, en última instancia, en la epistemología. En el orden académico, esa revolución fallida ha quebrantado cosas esenciales, y, muy especialmente, las estructuras cognitivas de los dominadores del orden académico y científico. Uno de los blancos de la contestación fue la ortodoxia de las ciencias sociales y el esfuerzo de la tríada capitolina, Parsons, Merton, Lazarsfeld (de la que jamás se han recuperado), por apropiarse el monopolio de la visión legítima de la ciencia social (con la sociología de la ciencia como falso cierre y coronación reflexiva).
Pero la principal fuerza de resistencia al paradigma estadounidense aparecerá en Europa, con la escuela de Edimburgo, David Bloor y Barry Barnes, y el grupo de Bath, Harry Collins, en el campo anglófono, y, en Francia, mi artículo de 1975 sobre el campo científico (1975a).