5. Historia y verdad

La objetividad es un producto social del campo que depende de los presupuestos aceptados en ese campo, especialmente, en lo que se refiere a la manera legítima de regular los conflictos (por ejemplo, la coherencia entre los hechos y la teoría o la replicabilidad). Los principios de la lógica y del método experimental intervienen permanentemente en su puesta en práctica con motivo de las transacciones y de las negociaciones que acompañan el proceso de publicación y de universalización. Las reglas epistemológicas no son más que las reglas y las regularidades sociales inscritas en las estructuras y/o en los habitus, especialmente, en lo que se refiere a la manera de conducir una discusión (las reglas de argumentación) y de regular un conflicto. Los investigadores detienen su experimentación cuando piensan que su experimento es adecuado a las normas de su ciencia y puede afrontar las críticas anticipadas. [Vemos que el discurso científico está sometido a la ley general de la producción de discurso, producción que siempre está orientada por la anticipación (inconsciente, a partir de las disposiciones) de los beneficios, positivos o negativos, propuestos por un mercado determinado, y que cada participante se enfrenta a un determinado estado del mercado, es decir, de censura social que anticipa [Bourdieu, 1982, 2001b).] El conocimiento científico es lo que ha sobrevivido a las objeciones y es capaz de resistir a las objeciones futuras. La opinión validada es la que es reconocida, por lo menos negativamente, porque ya no suscita objeciones pertinentes, o carece de mejor explicación. En unas luchas que aceptan como árbitro el veredicto de la experiencia, es decir, de lo que los investigadores concuerdan en considerar como lo real, lo verdadero es el conjunto de las representaciones consideradas verdaderas porque son producidas de acuerdo con las reglas que definen la producción de lo verdadero; es aquello en lo que concuerdan unos competidores que concuerdan en los principios de verificación, en los métodos comunes de legitimación de las hipótesis.

En un universo como el de la ciencia las construcciones individuales, que siempre son, en realidad, construcciones colectivas, están comprometidas en unas transacciones que no están reguladas por las reglas trascendentes de una epistemología o de una metodología, y ni siquiera, de la lógica, sino por los principios de sociabilidad impuestos específicamente por la pertenencia al campo, los que hacen que si los ignoramos o los transgredimos quedemos excluidos de él. Pienso en este momento en una descripción de los terribles tratamientos, a veces tremendamente agresivos, a los que puede verse sometido el autor de una comunicación en un seminario, y que son perfectamente legítimos, irreprochables incluso, en la medida en que son ejercidos, de manera formalmente impecable, por los poseedores del dominio de las reglas implícitas tácitamente aceptadas por todos aquellos que entran en el juego (Tompkins, 1988).

El tácito derecho de admisión asociado a la illusio ordinaria que define la pertenencia al campo científico lleva implícita la aceptación del estado de las normas que se refieren a la validación de un hecho científico, y, más exactamente, al reconocimiento del principio mismo de la razón dialéctica: el hecho de jugar el juego de la discusión, del diálogo (en su sentido socrático), de someter sus experiencias y sus cálculos al examen crítico, de comprometerse a responder de su pensamiento ante los demás, y eso de manera responsable, es decir, en la constancia con uno mismo, sin contradicción, en suma, obedeciendo a los principios prácticos de un éthos de la argumentación. El conocimiento no se basa en la evidencia subjetiva de un individuo aislado, sino en la experiencia colectiva, regulada a partir de las normas de comunicación y argumentación.

Se deduce de ahí que la visión bachelardiana del trabajo científico, que he resumido en la fórmula «el hecho científico es conquistado, construido y verificado», tiene que ser ampliada y completada. Pensamos tácitamente que la construcción debe ser validada por la experiencia, en una relación entre el experimentador y su objeto. En realidad, el proceso de validación del conocimiento como legitimación (que asegura el monopolio de la opinión científica legítima) implica la relación entre el sujeto y el objeto, pero también la relación entre los sujetos y, muy especialmente, las relaciones entre los sujetos en relación al objeto (insistiré sobre ello). El hecho es conquistado, construido y verificado en y por la comunicación dialéctica entre los sujetos, o sea, a través del proceso de verificación y de producción colectiva de la verdad, en y por la negociación y la transacción, así como por la homologación, que es su ratificación mediante el consenso explícitamente expresado —homologéin— (y no sólo en la dialéctica entre la hipótesis y el experimento). El hecho sólo se convierte realmente en hecho científico si es reconocido. La construcción está determinada socialmente por partida doble: en primer lugar, por la posición del laboratorio o del científico en el campo; y, en segundo lugar, por las categorías de percepción asociadas a la posición del receptor (el efecto de imposición y de autoridad es tanto mayor cuanto peor es la posición del receptor).

El hecho científico sólo queda completamente realizado como tal cuando se realiza por la totalidad del campo y todo el mundo colabora por convertirlo en un hecho conocido y reconocido: por ejemplo, los receptores de un descubrimiento colaboran en su verificación al intentar (inútilmente) destruirla, refutarla. Verificado, significa colectivamente validado en un trabajo de comunicación que culmina en el reconocimiento universal (dentro del límite del campo, es decir, del universo de los conocedores competentes). La idea verdadera posee una fuerza intrínseca en el interior del universo científico en determinadas condiciones sociales. Es una fuerza de convicción que se impone al adversario competidor que intenta refutarla y que se ve obligado a rendir las armas. Los adversarios colaboran en el trabajo de verificación mediante las tareas de crítica, corrección y refutación que desarrollan.

¿Cómo es posible que unos investigadores que compiten entre sí por el monopolio de la verdad lleguen a la homologéin, a decir lo mismo, a estar de acuerdo? [Paréntesis: a las ciencias sociales, y muy especialmente a la sociología, les cuesta trabajo imponer esa ambición del monopolio, inscrita, sin embargo, en el hecho de que «la verdad es una», porque en nombre, entre otras cosas, de una contaminación de orden científico por unos principios del orden político y de la democracia, se querría que la verdad fuera «plural», como se dice actualmente, y que diferentes poderes de dimensiones simbólicas, políticas y religiosos, sobre todo, y, de manera muy especial, periodísticos, estuvieron armados socialmente para reivindicar con posibilidades de éxito el derecho a decir lo verdadero sobre el mundo social.] La homologéin, el acuerdo racional, es el producto del diálogo, de la discusión, pero no de cualquier diálogo, sino de un diálogo sometido a las reglas de la dialéctica (he recordado en las Méditations pascaliennes (1997), dentro de un breve resumen de una investigación emprendida por mí hace ya bastante tiempo, en colaboración con Jean Bollack, sobre el paso de la razón analítica a la razón lógica en la Grecia antigua, que el desarrollo progresivo de la dialéctica y del diálogo regulado acompaña la aparición de un campo filosófico en el que se construye progresivamente la educación del pensamiento educado en y mediante la cual los adversarios aprenden a ponerse de acuerdo sobre los terrenos de desacuerdo y sobre los medios de regular las diferencias).

El trabajo de verificación y la homologéin que lo ratifica y lo consagra suponen el acuerdo de los observadores sobre el principio de la homologación. Jacques Merleau-Ponty describe la aparición, en las ciencias de los siglos XIX y XX, de la idea de una «comunidad que se define mediante las operaciones que permiten a cada uno de sus miembros ponerse de acuerdo con los demás» (Merleau-Ponty, 1965). La invariante ya no se define mediante lo inmutable, sino por medio de «la identidad para toda una clase de observadores». La definición de la objetividad que se deduce de ahí ya no se basa en la operación de un individuo aislado que está pendiente de la naturaleza, sino que hace intervenir «la idea de identidad para una clase de observadores y de comunicabilidad en una comunidad intersubjetiva». La objetividad depende del «acuerdo de una clase de observadores respecto a lo que está registrado en los aparatos de medición en una situación experimental bien precisa». Así que podemos decir que no existe una realidad objetiva independiente de las condiciones de su observación sin poner en duda el hecho de que lo que se manifiesta, una vez determinadas dichas condiciones, conserva un carácter de objetividad.

Cabe también invocar, en esta perspectiva, los análisis de Jean-Claude Passeron que muestran las maneras especiales con que el lenguaje teórico se articula sobre los protocolos empíricos (Passeron, en prensa: 106-107), o la idea de Ian Hacking según la cual existe una correspondencia entre una teoría y los instrumentos que utiliza: «Creamos un instrumental que engendra unas situaciones que confirman las teorías; juzgamos este instrumental a partir de su capacidad para producir unas situaciones que encajen» (Hacking, 1992: 54). La inconmensurabilidad procede del hecho de que «los fenómenos son producidos por unas técnicas fundamentalmente diferentes y unas teorías diferentes que responden a unos fenómenos diferentes que sólo están débilmente (loosely) conectados» (Hacking, 1992: 57).

Vemos que, si bien han tenido el mérito de subrayar la contribución que el proceso de circulación, olvidado por la epistemología tradicional, aporta a la construcción del hecho científico, los estudios de laboratorio han olvidado o considerablemente infravalorado la lógica inseparablemente social e intelectual de esa circulación y los efectos de control lógico y empírico, y, a través de ahí, de universalización que produce. La circulación crítica es un proceso de desprivatización, de publicación, en el doble sentido de oficialización y de universalización, que culmina en lo que Eugene Garfield denomina «la obliteración de la fuente de las ideas, de los métodos y de los descubrimientos mediante su incorporación al conocimiento admitido» (Garfield, 1975). (La mayor consagración que puede conocer un investigador consiste en poder llamarse autor de conceptos, de efectos, etcétera, que han pasado a ser anónimos, sin sujeto.) A este respecto, cabe recordar el bellísimo análisis de Gerald Holton que muestra cómo Roben Millikan conquistó el asentimiento (assent) respecto a su trabajo con gotas de aceite porque se preocupó de publicar sus experiencias privadas (Holton, 1978). Desde esta perspectiva adquieren todo su sentido los estudios que tienden a entender la compleja transición de la «privacy» del laboratorio a la «publicity» del campo, como los de Owen Hannaway (1988) o Stephen Shapin (1988). Los epistemólogos desconocen este paso y la transmutación que origina, pero los sociólogos que identifican publicación con publicidad tampoco tienen mejores medios de entender su lógica, inseparablemente epistemológica y social, la misma que define el proceso sociológico de verificación.

[En efecto, si bien es conveniente tomar en consideración el papel de la «publicación», entendida como el hecho de hacer público, de darse a conocer (Öffentlichkeit), ésta no es una forma de publicidad o de relaciones públicas, como parecen creer algunos defensores de la nueva sociología de la ciencia, sin duda, de buena fe, cuando intentan poner su idea de éxito al servicio del éxito de sus ideas y actúan de acuerdo con su imagen de los científicos, que ven a su imagen y semejanza… Al poner en práctica su visión del mundo científico, pretenden crear unas redes en las cuales se constituya el reconocimiento de su importancia: la verdad social se encuentra al término del enfrentamiento, y es preciso, por tanto, disfrutar de una posición fuerte en las revistas, las editoriales, etcétera, para derrotar socialmente a los adversarios.]

Pero existe otra manera de pervertir la lógica de la oficialización-universalización que ha pasado a ser posible gracias a que cabe copiar e imitar las apariencias de la universalidad. En mi trabajo sobre Heidegger, L’ontologie politique de Martin Heidegger (1988a), intenté describir el proceso mediante el cual cabe conferir las apariencias de la sistematización y de la necesidad a un léxico, que, de ese modo, se presenta como independiente del agente histórico que lo produce y de las condiciones sociales de las que es producto. Podría dar mil ejemplos, sacados de la literatura sociológica y, sobre todo, económica, de trabajo social de neutralización semejante que, imitando los efectos de universalización de las ciencias de la naturaleza, puede producir unos efectos científicos absolutamente engañosos. Me habría gustado disponer de tiempo para leer y comentar en este lugar una extensa carta de Wassily Leontief titulada «Academic Economics» (Leontief, 1982), a propósito de la economía, que muestra que esa disciplina sustenta su autoridad científica en una organización colectiva autoritaria que tiende a mantener la creencia colectiva y la disciplina de los «miembros más jóvenes del profesorado universitario» (younger faculty members).

El proceso de despersonalización, de universalización y de desparticularización cuyo resultado es el hecho científico tiene un número de posibilidades de realizarse directamente proporcional al grado de autonomía y de internacionalización del campo (de todos los campos especializados, el científico es, sin duda, el que está menos encerrado en las fronteras nacionales y aquel donde el peso relativo de los «nacionales» es menor: el grado de internacionalización, que podemos medir con diferentes indicadores, como, por ejemplo, la lengua utilizada, los lugares de publicación, nacionales o extranjeros, etcétera, es uno de los buenos índices del grado de autonomía). Citaré aquí a Ben-David: «La consecución del reconocimiento científico es, generalmente, un proceso supraracional y, por lo menos hasta cierto punto, supradisciplinario; los efectos de cualquier prejuicio en el juicio resultan, por tanto, minimizados» (Ben-David, 1997: 283). Como, según he dicho anteriormente, el capital temporal está más vinculado a las organizaciones nacionales, a las instituciones temporalmente dominantes, como las academias, y dependientes de unas autoridades temporales, sean económicas o políticas, el proceso de universalización adquirirá casi necesariamente la forma de una internacionalización vista como desnacionalización.

En efecto, lo internacional es un recurso contra los poderes temporales nacionales, especialmente, en las situaciones de autonomía débil. Y citaré aquí, una vez más, a Ben-David: «El científico expulsado de su disciplina por una autoridad tenía varios tribunales de apelación a su disposición. Podría proponer su artículo a varias revistas, presentarlo en forma de libro a toda la comunidad científica, como hizo Darwin, o confirmar su teoría mediante experimentos sensacionales, como Pasteur y Koch. Todos estos recursos se presentaban ante organismos y públicos completamente independientes de los organismos de enseñanza y de investigación, y, frecuentemente, con objetivos interdisciplinarios y de composición internacional» (Ben-David, 1997: 279).

¿Cuáles son las consecuencias propiamente epistemológicas de esos análisis? Las luchas a propósito de la representación científicamente legítima deben su especificidad (convendría decir su excepcionalidad) al hecho de que, a diferencia, y de manera muy especial, de lo que se observa en el campo artístico, la lógica de la competencia conduce (o fuerza) a los científicos a utilizar en cada momento todos los instrumentos de conocimiento disponibles y todos los medios de verificación acumulados a lo largo de toda la historia de la ciencia, y a conceder, de ese modo, toda su eficacia al poder de arbitraje de la «realidad» (construida y estructurada de acuerdo con unos principios socialmente definidos).

Sustituir la relación entre un sujeto (el científico) y un objeto por una relación entre los sujetos (el conjunto de los agentes comprometidos en el campo) acerca de la relación entre el sujeto (el científico) y su objeto conduce a rechazar, simultáneamente, tanto la ingenua visión realista, según la cual el discurso científico es un reflejo directo de la realidad, un mero registro, como la visión constructivista relativista, según la cual el discurso científico es el producto de una construcción, orientada por unos intereses y unas estructuras cognitivas, que producirá unas visiones múltiples, subdeterminadis por el mundo, de dicho mundo. [Cabría observar de pasada que el relativismo se basa en un realismo, o sea, por ejemplo, en la verificación de que existen interpretaciones diversas y variables de una realidad que no ha cambiado; o que lo que los científicos dicen se opone a lo que, en realidad, hacen.] La ciencia es una construcción que hace aparecer un descubrimiento irreductible a la construcción y a las condiciones sociales que lo han hecho posible.

De la misma manera que es preciso superar la alternativa del constructivismo idealista y del positivismo realista en pos de un racionalismo realista que sostiene que la construcción científica es la condición del acceso a la llegada de lo «real» que llamamos descubrimiento, es preciso superar la oposición entre la visión ingenuamente idealizada de la «comunidad científica» como reino encantado de los fines de la razón y la visión cínica que reduce los intercambios entre científicos a la brutalidad calculada de las correlaciones de fuerzas políticas. La visión pesimista de la ciencia sólo ve la mitad de la verdad: olvida que, tanto en la ciencia como en la existencia común, las estrategias de oficialización a través de las cuales nos «ponemos en regla» forman parte de la realidad de la misma manera que las transgresiones de la regla oficial, y contribuyen a la perpetuación y a la afirmación de la regla y de la creencia en la regla, sin lo cual desaparecen la regularidad y la conformidad mínima, exterior y formal, a la regla.

La estratagema de la razón científica consiste en convertir el azar y la contingencia en necesidad, y hacer de esa necesidad social una virtud científica. La visión oficial de la ciencia es una hipocresía colectiva adecuada para garantizar el mínimo de creencia común que se precisa para el funcionamiento de un orden social; la otra cara de la ciencia es a un tiempo universalmente conocida por todos aquellos que intervienen en el juego y unánimemente disimulada, como un secreto a voces (los economistas hablarán de common knowledge) celosamente guardado. Todos conocen la verdad de las prácticas científicas, que los nuevos sociólogos de la ciencia descubren y desvelan a bombo y platillos, y todos seguimos fingiendo que la desconocemos y que las cosas ocurren de otra manera. Y si el homenaje que el vicio tributa a la virtud es tan unánime y tan indiscutido, y está tan poderosamente asentado en todas las estrategias de universalización, se debe a que lo esencial, al margen incluso de que estemos obligados a transgredir la regla, consiste en evitar la denuncia de la regla que sustenta la creencia (illusio) del grupo al ratificar las prácticas, sin embargo comunes, que la transgreden y la contradicen. En muy buena parte la ciencia avanza porque se consigue creer y hacer creer que avanza tal como se dice que avanza, en especial, en los libros de epistemología, y porque esta ficción colectiva mantenida colectivamente sigue constituyendo la norma ideal de las prácticas.

Podemos regresar ahora a la cuestión que había planteado al comienzo, la de las relaciones entre la verdad y la historia, que está en el centro de la lucha secular entre la filosofía y las ciencias sociales; comenzando, como no he dejado de repetir, por rechazar los dos términos de la alternativa habitualmente admitida, por un lado el absolutismo logicista que pretende dar unos fundamentos lógicos a priori al conocimiento científico, y por otro el relativismo historicista. Pero, en primer lugar, tengo que trazar a grandes rasgos la línea general de la trayectoria que quiero seguir: en un primer momento he sustituido las condiciones universales y los apriorismos kantianos por unas condiciones y unos apriorismos socialmente constituidos, igual que hizo Durkheim en el caso de la religión y los principios religiosos de clasificación y de construcción del mundo en Les formes élémentaires de la vie religieuse y en su artículo sobre «Les formes primitives de classification»; en un segundo momento, me gustaría mostrar de qué manera el proceso de historización del interrogante kantiano está obligado a concluir con una objetivación científica del sujeto de la objetivación, una sociología del sujeto que conoce en su generalidad y en su particularidad, es decir, en suma, por lo que denomino una tentativa de reflexividad, que apunta a objetivar el inconsciente trascendental que el sujeto que conoce invirtió sin saberlo en sus actos de conocimiento o, si se prefiere, su habitus como trascendental histórico, del que cabe decir que existe a priori en tanto que estructura estructurante que organiza la percepción y la estimación de cualquier experiencia y a posteriori en tanto que estructura estructurada producida por toda una serie de aprendizajes colectivos o individuales.

Para evitar que, como sucede con tanta frecuencia, la aportación de la sociología coexista en un plano paralelo, pero social e intelectualmente inferior (la jerarquía también está presente en los cerebros), con una tradición de reflexión dominante prácticamente intacta e inmutable, recordaré que, en una perspectiva kantiana, la objetividad es intersubjetividad, validación intersubjetiva, y se opone, por tanto, a cualquier forma de realismo que tienda a fundar la verdad en la «adecuación de la cosa y de la mente»; pero Kant no describe los procedimientos empíricos con los que consigue este acuerdo intersubjetivo, del que se admite, o plantea a priori, en nombre del corte entre lo trascendental y lo empírico, que está basado en el acuerdo de las conciencias trascendentales que, teniendo las mismas estructuras cognitivas, se han puesto de acuerdo universalmente sobre lo universal. La objetividad, la verdad y el conocimiento no se refieren a una relación de correspondencia entre el espíritu humano y una realidad independiente del espíritu. Al insistir sobre el hecho de que no tenemos acceso al conocimiento de las «cosas en sí», Kant rechaza cualquier interpretación realista. Pero con ello no pretende proponer una explicación del funcionamiento de la ciencia natural considerada como un fenómeno empírico; distingue, por el contrario, entre la misión «trascendental» de la filosofía, o sea, la enunciación de las condiciones necesarias del conocimiento auténticamente científico, de la estructura espacio-temporal que permite los fenómenos, y la misión «empírica» de las diferentes ciencias.

Es, sin embargo, dentro de una perspectiva kantiana, aunque totalmente excluida por Kant en nombre del corte entre lo trascendental y lo empírico, donde me he situado al asumir como objeto la búsqueda de las condiciones sociotrascendentales del conocimiento, es decir, de la estructura social o sociocognitiva (y no únicamente cognitiva), empíricamente detectable (el campo, etcétera), que permite la existencia de fenómenos como los que aprehenden las diferentes ciencias o, más exactamente, la construcción del objeto científico y del hecho científico.

Los positivistas lógicos siguen planteando que la objetividad científica sólo es posible gracias a una construcción matemática a priori que debe ser impuesta a la naturaleza para que una ciencia empírica de la naturaleza sea posible. Pero esa estructura matemática subyacente no es, como pretendía Kant, la expresión de leyes eternas y universales del pensamiento. Esas construcciones apriorísticas tienen que ser descritas mediante lenguajes. Y aquí es donde reencontramos a Henri Poincaré, que, al reflexionar acerca de la geometría no euclidiana, insiste en el hecho de que tales construcciones tienen que ser descritas como «convenciones libres». [Henri Poincaré llama «convenciones» a los principios científicos que no son ni evidencias, ni generalizaciones experimentales, ni hipótesis planteadas a modo de conjeturo con la intención de lograr su verificación. «Los axiomas matemáticos no son opiniones sintéticas apriorísticas ni hechos experimentales. Son convenciones, y nuestra elección, entre todas las convenciones posibles, está guiada por hechos experimentales; pero sigue siendo libre, y sólo está limitada por la necesidad de evitar cualquier contradicción» (Poincaré, 1968, segunda parte, capítulo III). La geometría euclidiana no es la más verdadera, sino la más cómoda (Poincaré, 1968, segunda parte, capítulo IV). Insiste también en el hecho de que tales convenciones no son «arbitrarias», sino que tienen un «origen experimental».] En realidad, Poincaré introduce el lobo sociológico en el rebaño matemático y en la visión siempre un poco bucólica que ese rebaño estimula con la palabra «convención», cuyas implicaciones sociales no acaba de desarrollar, pues se limita a poner en cuestión la idea de validez universal y a invitar a preguntarse las condiciones sociales de dicha validez convencional.

Poincaré está muy cerca del Rudolf Carnap que, en 1934, plantea que no existe una noción de validez universal independiente de las reglas concretas y diversas de los cálculos formalmente especificables, todos ellos posibles y legítimos por un igual. Las nociones de «racionalidad» o de objetividad son «relativas» a la elección de tal o cual lenguaje o marco lingüístico. Las especiales reglas lingüísticas de un campo lingüístico determinado definen lo que se considera correcto. La elección entre diferentes marcos sólo puede ser el efecto de una libre convención gobernada por criterios pragmáticos y no racionales. De ahí el principio de tolerancia. En un artículo titulado «Empiricism, Semantics and Ontology» (1950), Carnap distingue las cuestiones internas y las cuestiones externas: las primeras se plantean en los límites de un marco lingüístico y cabe responderles dentro de los límites de las reglas lógicas de ese marco lingüístico ya elegido y aceptado, respecto a las cuales las nociones de objetividad, de racionalidad, de validez y de verdad tienen un sentido. Las cuestiones externas afectan a la elección entre diferentes marcos lingüísticos, elección que obedece a criterios puramente pragmáticos de ajuste a tal o cual fin.

La diferenciación de Carnap es absolutamente análoga a la diferenciación de Kuhn entre ciencia normal y ciencia revolucionaria: las actividades de resolución de enigmas («puzzle-solving») de la ciencia normal se apoyan en el trasfondo de un paradigma generalmente aceptado que define, de manera relativamente indiscutida, lo que puede valer como una solución correcta o incorrecta. En las situaciones revolucionarias, por el contrario, el único marco de trasfondo que puede definir la «corrección» es a su vez cuestionado. Entonces es cuando nos enfrentamos a la elección entre unos paradigmas concurrentes y fallan los criterios trascendentes de racionalidad. Y la aparición de un nuevo consenso sólo puede explicarse mediante factores no racionales.

Así pues, el cuestionamiento de los criterios universales de racionalidad ya estaba prefigurado en la tradición filosófica que había evolucionado de un universalismo «trascendental» de tipo kantiano a una noción de la racionalidad ya relativizada, como en el caso de Carnap. Kuhn se limita a recuperar la tradición kantiana del apriorismo, pero tomado en un sentido relativizado e historizado, o, más exactamente, sociologizado, como en el caso de Durkheim, a quien cabría atribuir la paternidad de la idea de condiciones sociotrascendentales. La filosofía, estrechamente ligada con la ciencia, ha evolucionado hacia una concepción de la racionalidad relativizada y convencionalista, próxima a la sociología de la ciencia, pero que no toma en consideración los factores sociales responsables de la aceptación consensual del marco lingüístico de Carnap o el paradigma de Kuhn.

Aquí es donde cabe plantear la cuestión de la lectura sociológica de Wittgenstein, que, como se ha visto, ocupa un lugar muy importante en la intersección de la filosofía y de la sociología de la ciencia desde que David Bloor se apoyó en él para fundar una teoría de la ciencia según la cual la racionalidad, la objetividad y la verdad son nociones socioculturales locales, convenciones adoptadas e impuestas por unos grupos concretos: los conceptos de «juego de lenguaje» y de «forma de vida», que desempeñan un papel central en las Investigaciones filosóficas, son interpretados como si se refirieran a unas actividades sociolingüísticas asociadas a unos grupos socioculturales concretos en los que las prácticas estuvieran reguladas por unas normas convencionalmente adoptadas por los grupos implicados (Bloor, 1983).

En contra de la lectura de Bloor se invoca el hecho de que Wittgenstein procura presentar únicamente ejemplos imaginarios y concibe la filosofía que propone como fundamentalmente no empírica: como no cesa de recordar, su trabajo no se refiere a la «ciencia natural», ni tampoco a la «historia natural», ya que está capacitado para «producir una historia natural ficticia» para las necesidades de su investigación (Wittgenstein, 1953). Se limitará a describir las múltiples utilizaciones del lenguaje en nuestra comunidad lingüística (y no unas comunidades sociocognitivas competidoras).

En las Observaciones filosóficas, especie de lógica trascendental de tipo kantiano que tiende a describir los presupuestos o condiciones de posibilidad absolutamente necesarias de cualquier pensamiento sobre lo real (Friedman, 1996), Wittgenstein abandona el absolutismo lógico del Tractatus en favor de una especie de pluralismo lingüístico: no sólo existen varios marcos lógico-matemáticos, como en el caso de Carnap, sino también varios lenguajes que permiten construir el mundo. Pero los comentaristas de Wittgenstein tienen razón al observar que si bien rechaza todas las justificaciones y todos los fundamentos últimos y sostiene con firmeza que somos nosotros quienes damos sentido y fuerza a las leyes lógico-matemáticas a través de la manera de aplicárnoslas, no llega hasta el punto de sustentar la necesidad de esas leyes en el acuerdo y la convención. Son «leyes del pensamiento» que expresan la esencia del espíritu humano y que, por dicha razón, deben ser objeto de una investigación no empírica, o, como dice Wittgenstein, «gramatical».

Pero más que elegir entre una lectura «sociológica» (a la manera de Bloor) y una lectura «gramatical» de Wittgenstein, preferiría mostrar que es posible mantener la normatividad de los principios «gramaticales», sin los cuales no existe pensamiento posible, sin dejar de reconocer el carácter histórico y social de cualquier pensamiento humano; que es posible plantear la historicidad radical de las normas lógicas y salvar la razón, y eso sin ningún juego de manos transcendental y sin eximir a la propia razón sociológica del cuestionamiento que la sociología hace experimentar a cualquier pensamiento.

[Entre paréntesis, deseo decir que la referencia a las dos lecturas posibles de Wittgenstein tiene el mérito de plantear con absoluta claridad la cuestión de las relaciones entre la presión lógica y la presión social, a través de la cuestión de los universos de prácticas, de las «formas de vida», en los que las presiones lógicas se presentan en forma de presiones sociales, como el mundo de las matemáticas o, más ampliamente, de la ciencia. Y, al observar que todos los ejemplos de «juegos de lenguaje» que propone Wittgenstein están tomados de nuestras sociedades, me gustaría, llevando hasta el límite la ruptura wittgensteiniana con el logicismo, intentar esbozar una solución de inspiración wittgensteiniana a la cuestión de la historicidad de la razón y de la relación entre las presiones lógicas y las presiones sociales. Bastaría para ello reconocer en lo que llamo los campos unas realizaciones empíricas de esas «formas de vida» en las que se juegan unos «juegos del lenguaje» diferentes; y observar que, entre esos campos, los hay que, como el científico, favorecen o imponen unos intercambios en los cuales las presiones lógicas adoptan la forma de coacciones sociales; y eso porque están inscritas en los procedimientos institucionales que regulan la entrada en el juego, en las presiones que pesan sobre los intercambios en los cuales los productores sólo tienen como clientes a los más competentes y los más críticos de sus competidores, y, en último lugar y sobre todo, en las disposiciones de los agentes que son, en parte, el producto de los mecanismos del campo y de la severa educación que éstos imparten.]

Cabe salvar la razón sin necesidad de invocar, como un deus ex máchina, tal o cual forma de la afirmación del carácter trascendental de la razón. Y eso al describir la emergencia progresiva de universos en los que para tener razón hay que hacer valer unas razones y unas demostraciones reconocidas como consecuentes, y donde la lógica de las correlaciones de fuerza y de las luchas de intereses está regulada de manera que la «fuerza del mejor argumento» (de la que habla Habermas) tiene unas posibilidades razonables de imponerse. Los campos científicos son universos en cuyo interior las correlaciones de fuerza simbólicas y las luchas de intereses que favorecen contribuyen a conferir su fuerza al argumento mejor (y en el interior de los cuales la teoría de Habermas es verdadera, con la salvedad de que no plantea la cuestión de las condiciones sociales de posibilidad de tales universos y de que inscribe esa posibilidad en unas propiedades universales del lenguaje a través de una forma falsamente historizada de kantismo).

Existen, por tanto, universos en los cuales se instaura un consenso social respecto a la verdad, pero que están sometidos a presiones sociales que favorecen el intercambio racional y que obedecen a unos mecanismos de universalización como los controles mutuos; en los cuales las leyes empíricas de funcionamiento que rigen las interacciones implican la puesta en práctica de controles lógicos; en los cuales las relaciones de fuerza simbólicas adoptan una forma tan absolutamente excepcional que, por una vez, aparece una fuerza intrínseca de la idea verdadera, que puede alimentarse de la fuerza en la lógica de la concurrencia; en los cuales las antinomias normales entre el interés y la razón, la fuerza y la verdad, etcétera, tienden a debilitarse o a abolirse. Y citaré aquí a Popper, quien, sin duda, con una intención y una lógica diferentes, sostiene, al igual que Polanyi, que la naturaleza social de la ciencia es responsable de su objetividad: «De manera bastante paradójica, la objetividad está estrechamente ligada al carácter social del método científico porque la ciencia y la objetividad científica no proceden (y no pueden proceder) de los intentos de un científico individual por ser “objetivo”, sino de la cooperación amistosamente hostil de numerosos científicos; la objetividad científica puede ser descrita como la intersubjetividad del método científico» (Popper, 1945).

De ese modo hemos reintroducido en la intersubjetividad kantiana las condiciones sociales que la fundamentan y le confieren su eficacia típicamente científica. La objetividad es un producto intersubjetivo del campo científico: basada en los presupuestos compartidos en ese campo, es el resultado del acuerdo intersubjerivo en el campo. Cada uno de los campos (disciplinas) es el lugar de una legalidad específica (nómos) que, producto de la historia, está encarnada en las regularidades objetivas del funcionamiento del campo y, para ser más precisos, en los mecanismos que rigen la circulación de la información, en la lógica de la distribución de las recompensas, etcétera, y en los habitus científicos producidos por el campo que son la condición del funcionamiento del campo. Las reglas epistemológicas son las convenciones establecidas en materia de resolución de las controversias: rigen la confrontación del científico con el mundo exterior, es decir, entre la teoría y la experiencia, pero también con los restantes científicos, y permiten anticiparse a las críticas y refutarlas. Un buen científico es aquel que posee el sentido del juego científico, y que puede anticipar la crítica y adaptarse, de antemano, a los criterios que definen los argumentos admisibles, estimulando de ese modo el proceso de reconocimiento y de legitimación; que deja de experimentar cuando estima que la experimentación ya cubre las normas socialmente definidas de su ciencia y cuando se siente lo bastante seguro para comparecer ante sus iguales. El conocimiento científico es el resultado de las proposiciones que han sobrevivido a las objeciones.

Los criterios llamados epistemológicos son la formalización de las «reglas de juego» que deben ser contempladas en el campo, es decir, unas reglas sociológicas de las interacciones en el campo, especialmente, unas reglas de argumentación o unas normas de comunicación. La argumentación es un proceso colectivo realizado ante un público y sometido a unas reglas. No hay nadie que esté menos aislado, entregado a sí mismo, a su originalidad singular, que un científico; no sólo porque siempre trabaja con otras personas, en el seno de laboratorios, sino porque está vinculado a toda la ciencia pretérita y presente de todos los restantes científicos, de los que pide y a los que da permanentemente, y que está imbuido por una especie de superego colectivo, inscrito en unas instituciones en forma de llamadas al orden e insertado en un grupo de iguales a un tiempo muy críticos, para los que se escribe, ante los cuales existe el temor de comparecer, y muy tranquilizadores, ya que son garantes, y avalistas (son las referencias), y aseguran la garantía de la calidad de los productos.

El trabajo de desparticularización y de universalización que se realiza en el campo, a través de la confrontación regulada de los competidores más propensos y más adecuados a reducir a la particularidad contingente de una opinión singular cualquier opinión que pretenda la validación y, con ello, la validez universal es lo que hace que la verdad reconocida por el campo científico sea irreductible a sus condiciones históricas y sociales de producción. Una verdad que ha experimentado el examen de la discusión en un campo donde se ha enfrentado a unos intereses antagónicos, prácticamente unas estrategias de poder enfrentadas, no se ve en absoluto afectada por el hecho de que los que la han descubierto estaban interesados en descubrirla. Hay que admitir incluso que las pulsiones, a menudo las más egoístas, son el motor de la máquina que las transforma y las transmuta a favor de una confrontación arbitrada por la referencia a la realidad construida. La verdad se presenta como trascendente en relación a las conciencias que la acogen y la aceptan como tal, en relación a los sujetos históricos que la conocen y la reconocen, porque es el producto de una validación colectiva realizada por las condiciones absolutamente singulares que caracterizan el campo científico, es decir, en y a través de la cooperación conflictiva, pero regulada, que la competencia le impone y que es capaz de imponer la superación de los intereses antagonistas y, si es preciso, la desaparición de todas las marcas vinculadas a las condiciones específicas de su emergencia. Diría que es lo que se entiende, cuando se observa que los físicos del ámbito cuántico no tienen la menor duda respecto a la objetividad del conocimiento que dan por el hecho de que sus experiencias son reproducibles por unos investigadores pertrechados de la competencia necesaria para invalidarlos.