4. Una lucha regulada

Los agentes, con su sistema de disposiciones, con su competencia, su capital, sus intereses, se enfrentan, dentro de ese juego llamado campo, en una lucha para conseguir el reconocimiento de una manera de conocer (un objeto y un método), y contribuyen de ese modo a conservar o a transformar el campo de fuerzas. Un pequeño número de agentes y de instituciones concentran un capital suficiente para apropiarse prioritariamente de los beneficios procurados por el campo, para ejercer un poder sobre el capital poseído por los restantes agentes, sobre los pequeños portadores de capital científico. El poder sobre el capital se ejerce, en realidad, mediante el poder sobre la estructura de la distribución de las posibilidades de beneficios. Los dominantes imponen, gracias a su mera existencia, como norma universal, los principios que introducen en su propia práctica. Esto es lo que hace cuestionar la innovación revolucionaria, que altera la estructura de la distribución de las posibilidades de beneficio, y, con ello, reduce los beneficios de aquellos cuyos beneficios están vinculados a la antigua estructura. Una gran innovación científica puede destruir infinidad de investigaciones y, de paso, de investigadores, a pesar de no tener la menor intención de perjudicar a nadie: no siempre es cierta la visión mezquina que puede sugerir el análisis de las estrategias científicas como maneras de «rivalizar», inspiradas por el deseo de ser el primero o de derrotar a unos adversarios. Se entiende que las innovaciones no sean bien acogidas, que susciten resistencias formidables, que pueden recurrir incluso a la difamación, muy eficaz contra un capital que, como cualquier capital simbólico, es fama, reputación, etcétera.

Los dominantes imponen de facto, como norma universal del valor científico de las producciones de los sabios, los principios que ellos utilizan, de manera consciente o inconsciente, en sus prácticas, especialmente, en la elección de sus objetivos, de sus métodos, etcétera. Se han constituido en ejemplos, en realizaciones ejemplares de la práctica científica, en ideal realizado, en normas hechas hombre; su propia práctica se convierte en la medida de todas las cosas, la buena manera de hacer que tiende a desacreditar las otras maneras. Consagran algunos objetos consagrándoles sus inversiones y, a través del objeto mismo de sus inversiones, tienden a actuar sobre la estructura de las opciones de beneficio y, a partir de ahí, sobre los beneficios procurados por las diferentes inversiones. [Así, en la actualidad, el CNIC aprovecha las estructuras y sobre todo, más bien, el léxico de la ciencia estadounidense, e impone, como si fuera obvia, la idea de «programa» (de investigación) o unos modelos institucionales como «el Fondo Nacional de la Ciencia» (y eso, cada vez con mayor frecuencia, a través de personalidades que, después de haber sido consagradas en los Estados Unidos, reproducen como lo mejor o lo único posible el modelo que las ha consagrado).]

Los revolucionarios, en lugar de contentarse con jugar en los límites del juego tal como es, con sus principios objetivos de formación de los premios, transforman el juego y los principios de formación de los premios. Por ejemplo, una de las maneras de cambiar el modo de formación de los premios en vigor, consiste en cambiar el modo de formación de los productores. Esto explica la violencia que pueden alcanzar las luchas respecto al sistema de enseñanza superior (como podemos comprobar así que participamos en una comisión sobre los programas, situación experimental absolutamente apasionante: he visto a personas a las que les faltaba un año para la jubilación y que, aparentemente, no tenían ningún interés directo en el asunto, enzarzarse para defender el mantenimiento de una hora de ruso, de geografía o de filosofía en los programas, en combates que tendían a perpetuar todo un sistema de creencias o, mejor dicho, de inversiones al perpetuar la estructura del sistema de enseñanza).

Las luchas de prioridad suelen enfrentar a quien ha descubierto un hecho en estado bruto, a menudo una anomalía respecto al estado del conocimiento, y a quien, gracias a un instrumental teórico más avanzado, lo ha convertido en un hecho científico, constitutivo de una nueva manera de concebir el mundo. Más de una vez las guerras epistemológicas son de ese tipo y se enfrentan en ellas unos adversarios dotados de propiedades sociales diferentes que los predisponen a sentirse afines con uno u otro campo. Uno de los objetivos permanentes de las luchas epistemológicas es la valorización de una especie de capital científico, de teórico o de experimentador, por ejemplo (al ser cada uno de los impugnadores propenso a defender el tipo de capital de que está especialmente dorado).

La definición de los retos de la lucha científica forma parte de los retos de la lucha científica. Los dominadores son aquellos que consiguen imponer la definición de la ciencia según la cual la realización más acabada de la ciencia consiste en tener, ser y hacer lo que ellos tienen, son o hacen. Por eso se choca sin cesar con la antinomia de la legitimidad: en el campo científico, al igual que en muchos otros, no existe ningún procedimiento para legitimar las pretensiones de legitimidad.

Las revoluciones científicas conmocionan la jerarquía de los valores sociales relacionados con las diferentes formas de práctica científica, y, por tanto, la jerarquía social de las diferentes categorías de científicos. Una de las particularidades de las revoluciones científicas es que introducen una transformación radical al tiempo que conservan las adquisiciones anteriores. Las revoluciones, por tanto, conservan las adquisiciones, sin ser por ello revoluciones conservadoras que tiendan a alterar el presente para restaurar el pasado. Sólo pueden realizarlas personas que sean, en cierto sentido, capitalistas específicos, es decir, personas capaces de dominar todas las adquisiciones de la tradición.

Las revoluciones científicas tienen el efecto de transformar la jerarquía de las importancias: cosas consideradas sin importancia pueden verse reactivadas por una nueva manera de practicar la ciencia, e, inversamente, sectores enteros de la ciencia pueden caer en la inactualidad, la obsolescencia. Las luchas en el interior del campo son luchas en busca de ser o mantenerse actual. Aquel que introduce una nueva manera legítima de hacer revoluciona las correlaciones de fuerza e introduce el tiempo. Si no ocurriera nada, el tiempo no existiría; los conservadores quieren abolir el tiempo, eternizar el estado actual del campo, el estado de la estructura conveniente a sus intereses, ya que en él ocupan la posición dominante, mientras que los innovadores, sin necesidad de preocuparse de competir con nadie, introducen, simplemente con su intervención, el cambio y crean la temporalidad específica del campo. De ello se desprende que cada campo tiene su tiempo propio, una cronología única que tiende a nivelar en una falsa unilinealidad unas temporalidades diferentes, las series independientes correspondientes a los diferentes campos que pueden, por otra parte, encontrarse, con motivo, especialmente, de las crisis históricas, que tienen como efecto sincronizar unos campos dotados de historias y de temporalidades diferentes.

Hasta aquí he dado por supuesto que el sujeto de la lucha científica era exclusivamente un individuo, un científico individual. En realidad, también, puede ser una disciplina o un laboratorio. Conviene detenerse un instante en la disciplina. En la práctica habitual, cabe hablar indiferentemente, refiriéndose a niveles muy diferentes de la división del trabajo científico, de disciplina o de subcampo o de especialidad (por ejemplo, se hablará de disciplina para designar la química en su conjunto, o la química orgánica, la química física orgánica, la química cuántica, etcétera). Daryl E. Chubin diferencia (Nye, 1993: 2) la disciplina (física), el subcampo (la física de las altas energías o de las partículas), la especialidad (interacciones débiles), la subespecialidad (estudios experimentales contrapuestos a estudios teóricos).

La disciplina es un campo relativamente estable y delimitado, y, por tanto, relativamente fácil de identificar: tiene un nombre reconocido escolar y socialmente (es decir, está presente de manera clara en las clasificaciones de las bibliotecas, como la sociología en oposición, por ejemplo, a la «mediología»); está inscrita en unas instituciones, unos laboratorios, unos departamentos universitarios, unas revistas, unas organizaciones nacionales e internacionales (congresos), unos procedimientos de certificación de las competencias, unos sistemas de retribución, unos premios.

La disciplina se define mediante la posesión de un capital colectivo de métodos y de conceptos especializados cuyo dominio constituye el derecho de admisión, tácito o implícito, en el campo. Produce un «trascendental histórico», el habitus disciplinario como sistema de esquemas de percepción y de apreciación (la disciplina incorporada actúa como censura). Se caracteriza por un conjunto de condiciones sociotrascendentales, constitutivas de un estilo. [Abro aquí un paréntesis sobre el concepto de estilo: los productos de un mismo habitus se caracterizan por una unidad de estilo (estilo de vida, maneras, escritura de un artista). En la tradición de la sociología de la ciencia, el tema del estilo está presente en Mannheim y en Ludwig Fleck (1980), que habla de «estilo de pensamiento», es decir, de una «tradición de presupuestos compartidos» en gran parte invisibles y jamás cuestionados, así como de «colectivo de pensamiento», comunidad de individuos que intercambian regularmente ideas: las ideas compatibles con los presupuestos fundamentales del colectivo son integradas, y las restantes rechazadas. Obtenemos de ese modo toda una serie de hábitos muy próximos que valen a veces para el conjunto de una disciplina, y otras para un grupo, un colectivo de pensamiento que comparte un saber y unos presupuestos sobre la metodología, la observación, las hipótesis aceptables y los problemas importantes, Ian Hacking (1992) habla también de «sistemas cerrados de práctica de la investigación» (closed systems of research practice).] El concepto de «estilo» es importante para, por lo menos, designar, señalar con el dedo una propiedad de las diferentes ciencias, o disciplinas, que ha sido aplastada y obnubilada en toda la reflexión sobre la ciencia, debido a que la física y, más exactamente, la física cuántica ha quedado constituida como modelo, exclusivo de la cientificidad, en nombre de un privilegio social convertido en privilegio epistemológico por los epistemólogos y los filósofos, escasamente pertrechados para pensar los efectos de imposición social que se ejercían sobre su pensamiento.

Las fronteras de la disciplina están protegidas por un derecho de admisión más o menos codificado, estricto y elevado; más o menos visibles, son a veces el objetivo de disputas con las disciplinas vecinas. Pueden existir algunas intersecciones entre las disciplinas, algunas de ellas vacías y otras colmadas, que ofrecen la posibilidad de extraer unas ideas y unas informaciones de un número y de una variedad más o menos grande de fuentes. (La innovación de las ciencias se engendra a menudo en las intersecciones.)

La noción de campo científico es importante porque recuerda, por un lado, que existe un mínimo de unidad de la ciencia, y, por otro, que las diferentes disciplinas ocupan una posición en el espacio (jerarquizado) de las disciplinas y que lo que ocurre allí depende parcialmente de esa posición. Me referiré en primer lugar a la cuestión de la unidad: el campo científico puede ser descrito como un conjunto de campos locales (disciplinas) que comparten unos intereses (por ejemplo, un interés de racionalidad que se enfrenta al irracionalismo, la anticiencia, etcétera) y unos principios mínimos. Entre los principios unificadores de la ciencia creo que hay que conceder un espacio muy amplio a lo que Therry Shinn (2000) denomina los «instrumentos troncales» (ultracentrifugadora, espectroscopia mediante transformadas de Fourier, láser, contador de destellos), «instrumentos genéricos», «cosas epistémicas» (epistemic things) que constituyen «una forma coagulada de conocimiento teórico» (Shinn, 2000), en la que es preciso englobar también todas las formas racionalizadas, formalizadas y estandarizadas de pensamiento, como las matemáticas, susceptibles de funcionar como instrumento de descubrimiento, y las reglas del método experimental. Este capital científico de procedimientos estandarizados, de modelos experimentados, de protocolos reconocidos, que los investigadores toman prestado y combinan para concebir nuevas teorías o nuevos dispositivos experimentales (su originalidad puede consistir, a menudo, en una nueva combinación de elementos conocidos), actúa como factor de unificación y antídoto contra las fuerzas centrífugas al imponer la incorporación de las reglas que presiden su práctica (protocolos de utilización). Otro principio unificador es, sin duda, el «efecto de demostración» que ejerce la ciencia dominante en todo momento y que constituye el principio de los préstamos entre las ciencias.

Una disciplina no sólo se define por unas propiedades intrínsecas, sino también por unas propiedades que debe a su posición en el espacio (jerarquizado) de las disciplinas. Uno de los más importantes principios de diferenciación entre las disciplinas es la importancia del capital de recursos colectivos (y, en especial, de recursos de tipo teórico-formal) que ha acumulado cada una de ellas, y, correlativamente, la autonomía de que dispone respecto a las presiones externas, políticas, religiosas o económicas. Señalaré, sin más precisiones, que existen dos principios de diferenciación/jerarquización entre las disciplinas: el principio temporal y el principio propiamente científico.

Para ilustrar el efecto de los recursos científicos teórico-formales, recordaré las relaciones entre la física y la química apoyándome en los libros de Nye (1993) y de Pierre Lazlo (2000). La oposición entre la física y la química aparece en todos los niveles de diferenciación y, en especial, entre la física mecánica, basada en fundamentos axiomáticos y matemáticos, y una mera ciencia taxonómica y clasificatoria, que se basa en fundamentos descriptivos y empíricos. Pierre Lazlo evoca la experiencia vivida de esa relación objetiva cuando habla (Lazlo, 2000: 243) de «síndrome de Lavoisier» para describir el malestar de los químicos al ser llamados químicos: Lavoisier, el gran químico del siglo XVIII, prefería llamarse físico. Ciencia descriptiva y empírica, que se ocupaba en tareas prácticas y aplicadas (abonos, medicamentos, cristal, insecticidas) y utilizaba recetas (de ahí la analogía con la cocina), la química siempre es descrita como una sirvienta (Nye, 1993: 3, 57). Lazlo recuerda el «aspecto infantil y lúdico de la química» (Lazlo, 2000: 243), que, al igual que las restantes características ya mencionadas, se inscribe en una homología con la oposición entre lo masculino y lo femenino (que reaparece con toda claridad en la oposición entre física teórica y química orgánica; véase Nye, 1993: 6-7). Al principio de los años treinta del siglo pasado, la vigorosa entrada en la química de los físicos (London, Oppenheimer) favoreció la aparición entre los químicos de una «física molecular» relacionada con la física, dorada de sus revistas periódicas y rebautizada de acuerdo con la definición dominante.

Me ha parecido importante introducir la disciplina porque las luchas disciplinarias pueden ser un factor de cambio científico a través de toda una serie de efectos, de los que citaré un único ejemplo, descrito por Ben-David y Collins en un famoso artículo respecto a lo que se ha denominado «hibridación»: la hibridación, o sea, el hecho de «ajustar los métodos y las técnicas de un papel antiguo a los materiales de uno nuevo, con la intención deliberada de crear un papel nuevo», se produce cuando el campo A (la fisiología) ofrece ventajas competitivas en relación al campo B (la filosofía) y goza de una consideración inferior a la de éste (Ben-David y Collins, 1997): «La movilidad de los científicos de un ámbito a otro se producirá cuando las posibilidades de éxito (por ejemplo, ser reconocido, obtener una cátedra siendo aún relativamente joven, aportar una contribución excepcional) parezcan escasas en una disciplina determinada, a menudo a causa de la abundancia de candidatos en un terreno en el que el número de puestos permanece estable. Buscarán mejores condiciones de competición. En determinados casos, eso significa que se irán a un terreno cuya consideración sea relativamente inferior a la de su ámbito de origen. Eso crea las condiciones de un conflicto de papeles» (Ben-David y Collins, 1997: 80). El investigador resuelve el conflicto vinculado a la pérdida de una condición superior en el plano intelectual y, tal vez, social «innovando, o sea, adaptando al nuevo papel los métodos y las técnicas del antiguo, con la intención deliberada de crear un papel nuevo» (Ben-David y Collins, 1997: 80), con lo que se opera «una hibridación de su papel en la que los métodos de la fisiología serán aplicados al material de la filosofía (en su punto de mayor convergencia, es decir, la psicología), de manera que el innovador se diferencia de los profesionales más tradicionales de la disciplina menos considerada» (Ben-David y Collins, 1997: 81). En suma, si abandonamos el lenguaje inadecuado del «conflicto de papeles» y de la «hibridación de papeles» y la filosofía de la acción que supone, podríamos decir (confío que se percibirá que no se trata de un mero cambio de lenguaje) que ese fenómeno aparece cuando los representantes de una disciplina dominante (la filosofía en el caso de Fechner o de Durkheim) se dirigen hacia una disciplina dominada (la psicología o la sociología), lo que les provoca una pérdida de capital y los obliga, en cierto modo, para recuperar sus inversiones y proteger su capital amenazado, a ensalzar la disciplina invadida introduciendo en ella las adquisiciones de la disciplina importada.

Pero la construcción de una disciplina también puede ser el objetivo de una empresa colectiva, orientada por unos agentes que tienden a asegurarse los medios económicos y sociales para realizar un gran proyecto científico y descubrir «el secreto de la vida» si se da el caso. Me gustaría recordar muy brevemente —convendría poder entrar en todos los detalles— la historia de los denominados «phage workers» (trabajadores de los pagos), grupo dotado de una cultura diferenciada y de una estructura normativa, las cuales desempeñaron el papel de factores de integración, especialmente para los estudiantes formados por el grupo (Mullins, 1972). Historia ejemplar que muestra el error teórico y práctico que cometen los que creen que es posible extraer del estudio de los laboratorios unos principios de estrategias calculadas de «engrandecimiento de uno mismo» y de «golpes políticos» en el universo científico. Se evidencia en este caso que, si bien existe todo un trabajo organizativo de constitución de redes, etcétera, todo eso se desarrolla de acuerdo con una lógica que no es, en absoluto, la de la intencionalidad, la del cálculo, o, para decirlo en una sola palabra, la del cinismo. En primer lugar, tenemos un «grupo paradigma» (paradigm group) que se interesa por el mismo problema de investigación y constituye una reserva de contactos potenciales. A continuación se instauran unas relaciones reales a través de una «red de comunicaciones» (network for communications) que aumenta mediante cooptaciones sucesivas. Acto seguido, vemos crearse poco a poco un auténtico «grupo» (cluster) por impulso de Max Delbrück, que organiza el «curso de verano sobe los pagos» (summer phage course). El reconocimiento como grupo se basa en la existencia de un estilo intelectual común (dogma central) y de una vida social (summer phage course) así como, evidentemente, en los primeros inventos. Al carisma del líder le corresponde un papel determinante, pues, aunque cometió numerosos errores (por ejemplo, al intentar desviar a Watson de la química), acertó en su elección del «phage problem» y en su intención de encontrar «el secreto de la vida». El paso del estado de cluster a la condición de «especialidad» (speciality) se vio facilitado por la tradición universitaria estadounidense de descentralización y de competición: «La biología molecular consiguió la condición de departamento al comienzo de los años 1960». En suma, el éxito está marcado por la conversión del carisma en algo habitual. Y así vemos que sólo cabe entender el ascenso o el declive de una disciplina si se toma en consideración tanto su historia intelectual como su historia social, yendo desde las características sociales del líder y de su entorno inicial hasta las propiedades colectivas del grupo, como su atractivo social y su capacidad de conseguir discípulos.

Eso se debe a que el campo científico es, desde algunos puntos de vista, un campo como los demás, aunque obedece a una lógica específica, que se puede entender sin necesidad de apelar a ninguna forma de trascendencia, y a que es un lugar histórico en el que se producen unas verdades transhistóricas. La primera, y, sin duda, la fundamental de las propiedades singulares del campo científico es, como ya se ha visto, la mayor o menor limitación de los que tienen acceso a él, que hace que cada investigador tienda a no tener más receptores que los investigadores más adecuados para entenderlo, pero también para criticarlo, por no decir refutarlo y desmentirlo. La segunda, que da su forma especial al efecto de censura que supone esa limitación, es el hecho de que la lucha científica, a diferencia de la lucha artística, tiene como objetivo el monopolio de la representación científicamente legítima de lo «real», y los investigadores, en su confrontación, aceptan tácitamente el arbitraje de lo «real» (tal como puede ser producido por el equipo teórico y experimental efectivamente disponible en el momento considerado). Todo se plantea como si al adoptar una actitud próxima a lo que los fenomenólogos llaman la «actitud natural» los investigadores se pusieran de acuerdo, tácitamente, sobre el proyecto de ofrecer una representación realista de lo real; o, más exactamente, aceptaran de modo tácito la existencia de una realidad objetiva por el hecho de aceptar el proyecto de buscar y de decir la verdad del mundo y de aceptar ser criticados, contradichos, refutados, en nombre de la referencia a lo real, constituido de ese modo en árbitro de la investigación.

[Este postulado ontológico implica otro, el hecho de que exista un sentido, un orden, una lógica, en suma, algo que entender en el mundo, sin excluir el mundo social (en contra de lo que Hegel denominaba «el ateísmo del mundo social»); de que no se puede decir cualquier cosa respecto al mundo («anything goes», por utilizar la fórmula predilecta de Feyerabend), porque no todo es posible en el mundo. Es bastante sorprendente encontrar una expresión perfecta de ese postulado en Frege: «Si todo estuviera en un flujo continuo y nada se mantuviera fijo para siempre, no habría ninguna posibilidad de conocer el mundo y todo estaría sumido en la confusión» (Frege, 1953: VII). Este postulado, que no siempre ha sido aceptado para el mundo natural, sigue siendo contestado —en nombre, especialmente, de la denuncia del «determinismo»— respecto al mundo social.]

Si el análisis sociológico del funcionamiento del campo científico no condena, en absoluto, un relativismo radical, si se puede y se debe admitir que la ciencia es un hecho social totalmente histórico sin concluir por ello que sus producciones se refieren a las condiciones históricas y sociales de su aparición, está claro que el «sujeto» de la ciencia no es un colectivo integrado (como creían Durkheim y la tradición mertoniana), sino un campo, y un campo absolutamente singular, en el que las correlaciones de fuerza y de lucha entre tos agentes y las instituciones están sometidas a unas leyes específicas (dialógicas y argumentativas) que se desprenden de dos propiedades fundamentales, estrechamente vinculadas entre sí: la limitación de los que tienen acceso a él (o la concurrencia de los iguales) y el arbitraje de lo real, que he enunciado anteriormente. La propia lógica, la necesidad lógica, es la norma social de una categoría especial de universos sociales, los campos científicos, y se ejerce a través de las presiones (las censuras, en especial) socialmente instituidas en esos universos.

Para sustentar esa proposición es preciso cuestionar todo un conjunto de hábitos mentales como, por ejemplo, el que inclina a percibir la relación de conocimiento como una relación entre un científico individual y un objeto. El sujeto de la ciencia no es el científico individual, sino el campo científico en cuanto universo de relaciones objetivas de comunicación y de concurrencia reguladas en materia de argumentación y de verificación. Los científicos jamás son los «genios singulares» en que los convierte la historia hagiográfica: son sujetos colectivos que, en tanto que historia colectiva incorporada, actualizan toda la historia pertinente de su ciencia —pienso, por ejemplo, en Newton o en Einstein—, y que trabajan en el seno de colectivos con unos instrumentos que son en sí mismos la historia colectiva objetivada. En suma, la ciencia es un inmenso aparato de construcción colectiva utilizado de modo colectivo. En un campo científico muy autónomo, donde el capital colectivo de recursos acumulados es enorme, el campo es lo que «elige» los habitus adecuados para realizar sus propias tendencias —lo que no quiere decir que los habitus carezcan de importancia, en la medida en que determinan la orientación de las trayectorias individuales en el espacio de las posibilidades ofrecidas por un determinado estado del campo—, mientras que en un campo cuya autonomía esté incesantemente amenazada —como el de la sociología, que interesa a muchas personas que quisieran ponerlo a su servicio, etcétera— los habitus contribuyen mucho, a menos que se ejerza una vigilancia especial, a orientar las prácticas.

La lucha científica también debe su especificidad (y éste podría ser el tercer principio de diferencias respecto a la lucha artística, también caracterizada, en sus estadios más avanzados, por la limitación de los que tienen acceso a ella) al hecho de que los competidores por el monopolio de la representación legítima de la realidad objetiva (legítimo significa susceptible de ser reconocido, aceptado o, mejor aún, homologado, en el sentido literal de la raíz griega, por el conjunto de los instrumentos de comunicación, de conocimiento y de crítica) disponen de un inmenso equipo colectivo de construcción teórica y de verificación o falsificación empírica cuyo dominio se exige a todos los participantes en la competición. (Deseo citar, una vez más, a Terry Shinn: la ciencia cada día depende más de toda la tecnología de la investigación [«research technology»], que tiende progresivamente a su autonomía para convertirse en una disciplina que ofrece, siguiendo la lógica de su propio desarrollo, nuevas posibilidades a las restantes disciplinas.) Ese equipo no cesa de incrementarse con las nuevas conquistas de la investigación, conquistas en materia de conocimiento del objeto que son inseparables de las conquistas en materia de instrumentos de conocimiento.

[Se precisa menos tiempo para apropiarse de los recursos acumulados en el estado objetivado (en los libros, los instrumentos, etcétera) del que ha hecho falta para acumularlos, lo que es (junto con la división del trabajo) una de los razones de la capacidad acumuladora de la ciencia y del progreso científico. Si un matemático de veinte años puede dominar suficientemente las conquistas históricos de su disciplina para aportar cosas nuevas, se debe, en parte, a las virtudes de la formalización y a las capacidades de condensación generativa que proporciona. Leibniz había intuido ese fenómeno cuando defendía, en contra de Descartes, el papel de lo que él denominaba la evidentia ex terminis, la evidencia que surge de la propia lógica de las fórmulas lógicas de tipo algebraico, de sus transformaciones, de sus desarrollos, y que se opone a la evidencia cartesiana (especialmente, en cuanto es independiente de las fluctuaciones de la inteligencia o de la atención), de la que permite prescindir.]