3. El capital científico, sus formas y su distribución

Las relaciones de fuerza científicas son unas relaciones de fuerza que se realizan especialmente a través de las relaciones de conocimiento y de comunicación (Bourdieu, 1982, 2001b). El poder simbólico de tipo científico sólo se ejerce sobre unos agentes que tienen las necesarias categorías de percepción para conocerlo y reconocerlo. Es un poder paradójico (y, en cierto sentido, heterónomo) que supone la «complicidad» de quien lo soporta. Pero tengo que recordar, en primer lugar, las propiedades esenciales del capital simbólico. El capital simbólico es un conjunto de propiedades distintivas que existen en y mediante la percepción de agentes dotados de las categorías de percepción adecuadas, categorías que se adquieren especialmente a través de la experiencia de la estructura de la distribución de ese capital en el interior del espacio social o de un microcosmos social concreto, como el campo científico. El capital científico es un conjunto de pertenencias que son el producto de actos de conocimiento y de reconocimiento realizados por unos agentes introducidos en el campo científico y dotados por ello de unas categorías de percepción específicas que les permiten establecer las diferencias pertinentes, de acuerdo con el principio de pertinencia constitutivo del nómos del campo. Esta percepción diacrítica sólo es accesible a los poseedores de un determinado capital cultural incorporado. Existir científicamente es distinguirse, de acuerdo con las categorías de percepción vigentes en el campo, o sea, para los colegas («haber aportado algo»). Es distinguirse (positivamente) por una aportación distintiva. En el intercambio científico, el sabio aporta una «contribución» que le es reconocida por unos actos de reconocimiento público, por ejemplo, la referencia en forma de cita de las fuentes del conocimiento utilizado. Equivale a decir que el capital científico es el producto del reconocimiento de los competidores (un acto de reconocimiento que aporta tanto más capital cuanto más reconocido sea el que lo realiza, y, por consiguiente, más autónomo y con mayor capital).

El capital científico funciona como un capital simbólico de reconocimiento que circula primordialmente, y, a veces, de manera exclusiva, dentro de los límites del campo (aunque pueda ser reconvertido en otros tipos de capital, especialmente económico): el peso simbólico de un científico tiende a variar de acuerdo con el valor distintivo de sus contribuciones y la originalidad que sus colegas-competidores reconocen a su aportación distintiva. El concepto de visibility, utilizado en la tradición universitaria estadounidense, sugiere perfectamente el valor diferencial de ese capital que, concentrado en un nombre propio conocido y reconocido, diferencia a su portador del fondo indiferenciado en el que se confunden el conjunto de los investigadores anónimos (de acuerdo con la oposición forma/fondo que está en el centro de la teoría de la percepción: de ahí, sin duda, el rendimiento especial de las metáforas perceptivas, cuya matriz es la oposición entre lo brillante y lo oscuro, en la mayoría de las taxonomías escolares).

Aunque está estrechamente ligado a él, el capital simbólico no se confunde con el capital cultural incorporado, o sea, la parte más o menos importante de los recursos científicos acumulados colectivamente y, en teoría, disponibles que son apropiados y controlados por los diferentes agentes implicados en el campo. La posición ocupada por un agente concreto en la estructura de la distribución de ese capital, tal como es percibida por los agentes dotados de la capacidad de descubrirla y de apreciarla, es uno de los principios del capital simbólico que es otorgado por ese agente, en la medida en que contribuye a determinar su valor distintivo, su rareza, y en que está, generalmente, vinculado a su contribución a los avances de la investigación, a su aportación y a su valor distintivo.

El capital simbólico va al capital simbólico: el campo científico da crédito a los que ya lo tienen; son los más conocidos quienes se benefician de la mayoría de los beneficios simbólicos aparentemente distribuidos a partes iguales entre los firmantes en el caso de firmantes múltiples o de descubrimientos múltiples a cargo de personas desigualmente famosas, y eso es así aunque los más conocidos no ocupen la primera fila, lo que les da un beneficio suplementario, el de aparecer como desinteresados desde el punto de vista de las normas del campo. [En efecto, aunque puedan parecer desmentirlo, las observaciones de Harriet A. Zuckerman sobre los «modelos de rango de nominación en el caso de los autores de artículos científicos» confirman la ley de la concentración que acabo de enunciar: convencidos de una mayor visibilidad automática, los poseedores de premios Nobel pueden manifestar un conveniente desinterés cediendo el primer puesto. Pero no voy a repetir aquí con todo detalle la demostración que realicé en el artículo de 1975 (1975a).]

El reconocimiento de los colegas que caracteriza el campo tiende a producir un efecto de cierre. El poder simbólico de tipo científico sólo puede ejercerse habitualmente (como poder de hacer ver y de hacer creer) si ha sido ratificado por otros científicos que controlan tácitamente el acceso al «gran público», a través, sobre todo, de la vulgarización. [El capital político también es un capital simbólico de conocimiento y de reconocimiento o de reputación, pero se consigue ante todos en la lógica del plebiscito.]

La estructura de la relación de fuerzas que es constitutiva del campo está definida por la estructura de la distribución de las dos especies de capital (temporal y científico) que intervienen en el campo científico. Como la autonomía nunca es total y las estrategias de los agentes comprometidos en el campo son a un tiempo científicas y sociales, el campo es el espacio de dos especies de capital científico: un capital de autoridad propiamente científica y un capital de poder sobre el mundo científico, que puede ser acumulado por unos caminos que no son estrictamente científicos (o sea, en especial, a través de las instituciones que conlleva) y que es el principio burocrático de poderes temporales sobre el campo científico, como los de ministros y ministerios, decanos, rectores o administradores científicos (estos poderes temporales son más bien nacionales, es decir, están vinculados a las instituciones nacionales, especialmente, a las que rigen la reproducción de las corporaciones de científicos —como las academias, los comités, las comisiones, etcétera—, mientras que el capital científico es más bien internacional).

De ello se deduce que cuanto más autónomo es un campo, más se diferencia la jerarquía basada en la distribución del capital científico, hasta tomar una forma inversa de la jerarquía basada en el capital temporal (en determinados casos, como las facultades de letras y de ciencias humanas que he estudiado en Homo academicus (1984), aparece una estructura quiasmática, ya que la distribución de los poderes temporales tiene una forma inversa de la distribución del poder específico, propiamente científico).

Las valoraciones de las obras científicas están contaminadas por el conocimiento de la posición ocupada en las jerarquías sociales (y esa contaminación es tanto mayor cuanto más heterónomo es el campo). Así, Cole muestra que, entre los físicos, la frecuencia de las citas depende de la universidad de donde proceden, y sabemos que, más generalmente, el capital simbólico de un investigador, y, por tanto, la acogida dispensada a sus trabajos, depende, en buena medida, del capital simbólico de su laboratorio. Eso se le escapa a la microsociología constructivista porque las presiones estructurales que pesan sobre las prácticas y las estrategias no son aprehensibles a nivel microsociológico, o sea, a la escala del laboratorio, ya que están vinculadas a la posición del laboratorio en el campo.

La lógica de las luchas científicas sólo puede entenderse si tomamos en cuenta la dualidad de los principios de dominación. Por ejemplo, para su realización, las ciencias dependen de dos tipos de recursos: los propiamente científicos, en lo esencial incorporados, y los recursos financieros necesarios para comprar o construir los instrumentos (como el ciclotrón de Berkeley) o pagar al personal, o los recursos administrativos, como los puestos de trabajo; y, en la competencia que los enfrenta, los investigadores siempre tienen que luchar para conquistar sus medios específicos de producción en un campo en el que las dos especies de capital científico son eficientes.

El tiempo que los investigadores deben dedicar, individual o colectivamente, a las actividades orientadas hacia la búsqueda de los recursos económicos, subvenciones, contratos, empleos, etcétera, varía al igual que la dependencia de su actividad científica respecto a esos recursos (y, en segundo lugar, según su posición en la jerarquía del laboratorio): nula, escasa o secundaria en disciplinas como las matemáticas o la historia, resulta muy importante en disciplinas como la física o la sociología. Y las instituciones burocráticas encargadas de controlar la distribución de los recursos, como en Francia los ministerios o el CNIC, pueden arbitrar, teniendo como intermediarios a los administradores científicos o a las comisiones que no son necesariamente los mejor situados para hacerlo científicamente, los conflictos científicos entre los investigadores.

Los criterios de evaluación siempre están en juego en el campo y siempre existe una lucha respecto a los criterios que permiten regular las luchas (controversias). El poder que los administradores científicos ejercen sobre los campos científicos, y que, pese a que las tengan, está lejos de ser regido por unas consideraciones estrictamente científicas (sobre todo, cuando se trata de ciencias sociales), puede apoyarse siempre en las divisiones internas de los campos. Y en este ámbito, como en tantos otros, lo que denomino la ley del jdanovismo, según la cual los más desprovistos de capital específico, es decir, los menos eminentes según unos criterios estrictamente científicos, tienen tendencia a recurrir a los poderes externos para reforzarse y, eventualmente, triunfar en sus luchas científicas, encuentra un terreno propicio para su aplicación.

¿Por qué es importante desvelar la estructura del campo? Porque, al construir la estructura objetiva de la distribución de las propiedades vinculadas a los individuos o a las instituciones, nos dotamos de un instrumento de previsión de los comportamientos probables de los agentes que ocupan unas posiciones diferentes en esa distribución. Por ejemplo, fenómenos sobre los cuales la «nueva sociología de la ciencia» ha reclamado la atención, como la circulación y el proceso de consagración y de universalización de los trabajos, dependen de las posiciones ocupadas en la estructura del campo por los científicos implicados. Se plantea, y se observa, en efecto, que el espacio de las posiciones dirige (en términos de probabilidades) el espacio homólogo de las tomas de posición, es decir, las estrategias y las interacciones. (Esta hipótesis hace desaparecer la separación que algunos establecen entre la ciencia de los científicos y la ciencia de las obras científicas.) El conocimiento de los intereses profesionales (vinculados a la posición y a las disposiciones) que informan las preferencias puede explicar las elecciones entre diferentes posibilidades: por ejemplo, en las luchas que, en el siglo XIX, enfrentaban a los químicos y a los físicos, estos últimos, pertrechados con un capital físico-matemático, pero mal conocedores de la química, fueron conducidos frecuentemente a errores y situaciones sin salida.

La estructura del campo científico está definida, en cada momento, por el estado de la correlación de fuerzas entre los protagonistas de la lucha, es decir, por la estructura de la distribución del capital específico (en sus diferentes especies) que han podido acumular en el transcurso de las luchas anteriores. Esa estructura es la que atribuye a cada investigador, en función de la posición que ocupa en ella, tanto sus estrategias y sus tomas de posición científicas como las posibilidades objetivas de éxito que se le prometen. Tales tomas de posición son el producto de la relación entre la posición en el campo y las disposiciones (el habitus) de su ocupante. No existe ninguna opción científica —elección del ámbito de la investigación, elección de los métodos utilizados, elección del lugar de publicación, elección, bien descrita por Hagstrom (1965: 100), de publicar pronto unos resultados sólo verificados en parte o demorar su publicación hasta que estén plenamente controlados— que no sea también una estrategia social de inversión orientada hacia la maximización del beneficio específico, indisociablemente social y científico, procurado por el campo y determinado por la relación entre la posición y las disposiciones que acabo de enunciar.

En otras palabras, el conocimiento de las propiedades pertinentes de un agente, y, por tanto, de su posición en la estructura de la distribución, y de sus disposiciones, que casi siempre están estrechamente correlacionadas con sus propiedades y con su posición, permite prever (o, como mínimo, comprender) sus tomas de posición específicas (por ejemplo, la clase de ciencia que se dispone a hacer, normal y reproductora, o, por el contrario, excéntrica y arriesgada). Si se pudiera plantear a una muestra de todos los sabios franceses una decena de preguntas, por un lado, sobre su origen social, sus estudios, las posiciones que han ocupado, etcétera, y, por otro, sobre el tipo de ciencia que practican (las preguntas, en este caso, serían muy difíciles de elaborar y supondrían una prolongada preinvestigación), creo que sería posible establecer unas relaciones estadísticas significativas, como las que he establecido en otros terrenos.

La relación entre el espacio de las posiciones y el espacio de las tomas de posición no es una relación de reflejo mecánico: el espacio de las posiciones sólo actúa en cierto modo sobre las tomas de posición a través de los habitus de los agentes que aprehenden este espacio, de la posición que ocupan en él y de la percepción que los restantes agentes comprometidos en dicho espacio tienen de todo o parte de él. El espacio de las posiciones, cuando es percibido por un habitus adaptado (competente, dotado del sentido del juego), funciona como un espacio de las posibilidades, de las diferentes maneras de practicar la ciencia entre las cuales es posible elegir; cada uno de los agentes comprometidos en el campo tiene una percepción práctica de las diferentes realizaciones de la ciencia, que funciona como una problemática. Esta percepción, esta visión, varía de acuerdo con las disposiciones de los agentes, y es más o menos completa, más o menos amplia; puede dejar de lado y desdeñar, por considerarlos carentes de interés o de importancia, a determinados sectores (las revoluciones científicas han tenido a menudo el efecto de transformar la jerarquía de las importancias). La relación entre el espacio de las posibilidades y las disposiciones puede funcionar como un sistema de censura y excluir de facto, sin ni siquiera plantear prohibiciones, unos caminos y unos medios de investigación; el efecto restrictivo es directamente proporcional a la medida en que los agentes están más o menos desprovistos de capital simbólico y de capital cultural específico (algunos pueden ser empujados a excluir como imposibles —«esto no es para mí»— determinadas opciones que pueden imponerse con absoluta naturalidad a otros).

Para tener un espacio de las posibilidades matemáticas que sea aceptado como matemático por los restantes matemáticos, hay que ser matemático. A partir de ahí, dicho espacio variará de acuerdo con el habitus de los matemáticos, su competencia específica, su lugar de formación, etcétera, y una de las mediaciones del efecto del espacio de las posibilidades sobre las disposiciones son las propias disposiciones. Así pues, vemos que las causalidades adquieren en sociología unas formas muy complejas: para ser juzgado de acuerdo con un efecto del campo de las matemáticas, hay que estar «predispuesto» matemáticamente. En otras palabras, aquel que está determinado contribuye a su propia determinación, pero a través de unas propiedades, como las disposiciones o las capacidades, que él no ha determinado. Lo que se compromete en el hecho de elegir tal o cual tema de tesis, o de orientarse hacia tal o cual dirección de la física o de la química, son dos formas de determinación, o sea, del lado del agente, su trayectoria, su carrera, y, del lado del campo, del lado del espacio objetivo, unos efectos estructurales que actúan sobre el agente en la medida en que está constituido de manera que resulte «sensible» a tales efectos y a contribuir de ese modo él mismo al efecto que se ejerce sobre él. [Sirva esto, sin entrar en discusiones filosóficas sobre el determinismo y la libertad, para recordar a los filósofos y o otros sociólogos que hacen de filósofos que lo que decimos es a menudo más complicado de lo que ellos dicen a propósito de lo que decimos; más incluso, tal vez, de lo que dicen cuando expresan su pensamiento más complejo sobre la libertad.]

La percepción del espacio de las posiciones, que es a un tiempo conocimiento y reconocimiento del capital simbólico y contribución a la constitución de dicho capital (mediante juicios que se apoyan en indicios como el lugar de publicación, la calidad y la cantidad de las notas, etcétera), permite orientarse en ese campo. Las diferentes posiciones realizadas, cuando son aprehendidas por un habitus bien constituido, son otras tantas posibilidades, otras tantas maneras posibles de hacer lo que hace aquel que las percibe (de la física o de la biología), maneras posibles de hacer ya practicadas, ya realizadas, o por realizar, pero factibles por la estructura de las posibilidades ya realizadas. Un campo contiene unas virtualidades, un futuro probable (que un habitus ajustado permite anticipar). El mundo físico tiene unas tendencias inmanentes, y lo mismo ocurre con el social. La ciencia se propone establecer el estado del mundo y, al mismo tiempo, las tendencias inmanentes de ese mundo, el futuro probable de ese mundo, lo que no puede suceder (lo imposible) o lo que tiene algunas posibilidades, más o menos considerables, de suceder (lo probable) o, también, pero es más raro que la ciencia sea capaz de hacerlo, lo que debe ocurrir de manera absolutamente necesaria (lo seguro). Conocer la estructura es adquirir los medios de entender el estado de las posiciones y de las tomas de posición, pero también el futuro, la evolución, probable de las posiciones y de las tomas de posición. En suma, como no me canso de repetir, el análisis de la estructura, la estática, y el análisis del cambio, la dinámica, son indisociables.

La estática y la dinámica son inseparables, ya que el principio de la dinámica se encuentra en la estática del campo, en la correlación de fuerzas que lo define: el campo tiene una estructura objetiva que no es más que la estructura de la distribución (en el sentido a la vez estadístico y económico de la palabra) de las propiedades pertinentes, y, por tanto, eficientes, de las posibilidades que actúan en ese campo (en nuestro caso, el capital científico), y las correlaciones de fuerza constituyentes de esa estructura; eso quiere decir que las propiedades, que pueden ser tratadas como propiedades lógicas, como rasgos distintivos que permiten dividir y clasificar (enfrentando y juntando, como hay que hacer para construir la estructura de la distribución), son simultáneamente unos retos, en tanto que objetos susceptibles de apropiación, y unas armas, en tanto que instrumentos posibles de lucha por la apropiación, para los grupos que se separan o se reúnen respecto a ellas. El espacio de las propiedades también es un terreno de lucha para la apropiación.

Cuando se utiliza una técnica estadística como el análisis de las correspondencias, se crea un espacio pluridimensional en el que se distinguen a un tiempo unas propiedades y los poseedores de esas propiedades, mediante una operación clasificatoria que permite caracterizar la estructura de dicha distribución; pero basta con cambiar la definición de tales propiedades para dejar de considerarlas características distintivas de una taxonomía clasificatoria que sirva para diferenciar los agentes y las propiedades de un espacio estático y verlas como posibilidades en la lucha en el interior del campo (por ejemplo, la antigüedad o el hecho de haber publicado muchos premios Nobel aparecen desde ese punto de vista como uno de los fundamentos del capital simbólico de una editorial) (Bourdieu, 1999), o, mejor aún, como poderes que definen el futuro previsible de un juego que se jugará entre agentes poseedores de posibilidades desiguales desde el punto de vista de la definición del juego.

Cabe recurrir aquí, para representar las diferentes especies de poder (o de capital), a la metáfora de las pilas de fichas de diferentes colores, que son la materialización simultánea de las ganancias obtenidas en las fases precedentes de la partida y de las armas susceptibles de ser utilizadas en la continuación del juego, es decir, una especie de síntesis del pasado y del futuro del juego. Se ve con claridad que describir rigurosamente un estado del juego, o sea, la distribución de las ganancias y de las disponibilidades, es describir a un tiempo el devenir probable del juego, las oportunidades probables de ganancias de los diferentes jugadores, y sus estrategias probables a partir del estado de sus recursos (todo ello, siguiendo la hipótesis de una estrategia adecuada en la práctica a las opciones de ganancia, o sea, razonable antes que racional, como es la estrategia del habitus).