2. Autonomía y derecho de admisión

Comenzaré recordando cierto número de puntos de un artículo ya antiguo (Bourdieu, 1975a) que refería lo esencial, aunque en forma elíptica, para demostrar que la noción de campo tal vez sea útil, en primer lugar, por los errores que permite evitar, especialmente en la construcción del objeto, así como en la medida en que permite resolver cierto numero de dificultades que los restantes enfoques han planteado, e intentaré, además, integrar algunas de las aportaciones de las teorías recientes y mostrar algunas nuevas implicaciones del antiguo modelo aportándole unos complementos y unas correcciones.

Me gustaría comenzar por mostrar de qué manera la noción de campo permite romper con unos presupuestos que son tácitamente aceptados por la mayoría de los que se han interesado por la ciencia. Las primeras rupturas implícitas en la noción de campo son el cuestionamiento de la idea de ciencia «pura», absolutamente autónoma y que se desarrolla de acuerdo con su lógica interna, y de la idea de «comunidad científica», noción admitida como obvia y convertida, gracias a la lógica de los automatismos verbales, en una especie de designación obligada del universo científico. Merton orquestra la idea de «comunidad» con el tema del «comunismo» de los científicos, y el libro de Warren Hagstrom (1965) define la comunidad científica como un «grupo cuyos miembros están unidos por un objetivo y por una cultura comunes». Hablar de campo es romper con la idea de que los sabios forman un grupo unificado, prácticamente homogéneo.

La idea de campo lleva asimismo a cuestionar la visión irénica del mundo científico como un mundo de intercambios generosos en el cual todos los investigadores colaboran en un mismo objetivo. Esta visión idealista que describe la práctica como el producto de la sumisión voluntaria a una forma ideal choca con los hechos: lo que se observa son unas luchas, a veces feroces, y unas competiciones en el interior de las estructuras de dominación. La visión «comunitarista» no capta el fundamento mismo del funcionamiento del mundo científico como universo competitivo en pos del «monopolio de la manipulación legítima» de los bienes científicos, o bien, expresado con mayor exactitud, del buen método, de los buenos resultados, de la buena definición de los fines, de los objetos, de los métodos de la ciencia. Y, como se ve cuando Edward Shils hace notar que en la «comunidad científica» cada elemento de la tradición científica está sometido a la evaluación crítica, esa visión lleva a describir como realización voluntaria y sumisión deliberada a una forma ideal, algo que es el producto de la sumisión a unos mecanismos objetivos y anónimos.

La noción de campo pulveriza también todo tipo de oposiciones comunes, empezando por la oposición entre consenso y conflicto, y, si bien aniquila la visión ingenuamente idealista del mundo científico como comunidad solidaria o como «reino de las finalidades» (en el sentido kantiano), se opone asimismo a la visión no menos parcial de la vida científica como «guerra», bellum omnium contra omnes, que los mismos científicos evocan en ocasiones (cuando, por ejemplo, califican a algunos de sus miembros de «duros e implacables» en su esfuerzo por ascender); los científicos tienen en común unas cuantas cosas que, desde un determinado punto de vista, los unen y, desde otro, los separan, los dividen, los enfrentan: ello ocurre con sus objetivos, incluso los más nobles, como descubrir la verdad o combatir el error, así como con todo lo que determina y hace posible la competición, como una cultura común, que también es un arma en la lucha científica. Los investigadores, al igual que los artistas o los escritores, están unidos por las luchas que los enfrentan, e incluso las alianzas que pueden unirlos tienen siempre algo que ver con la posición que ocupan en esas luchas.

Dicho eso, la noción de «comunidad» designa otro aspecto importante de la vida científica: todos aquellos que están comprometidos en un campo científico pueden, en determinadas condiciones, dotarse de instrumentos que les permiten funcionar como comunidades y que tienen la función oficial de profesar la salvaguarda de los valores ideales de la profesión de científico. Son las instituciones científicas, las instituciones de defensa «corporativas», de cooperación, y su funcionamiento, composición social y estructura organizativa (dirección, etcétera) deben ser entendidos en función de la lógica de campo; también existen todas las formas organizativas que estructuran de manera duradera y permanente la práctica de los agentes y sus interacciones, como el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) o el laboratorio, y es preciso encontrar los medios de estudiar estas instituciones, aun sabiendo perfectamente que no contienen el principio de su propia comprensión y que, para entenderlas, es preciso entender la posición en el campo de los que las integran. Una asociación disciplinaria (la Sociedad Francesa de Biología) contribuirá a hacer funcionar, en el seno del campo disciplinario, algo parecido a una comunidad que gestiona una parte de los intereses comunes y que se apoya en los intereses comunes, en la cultura común, para funcionar. Pero, para entender cómo funciona, convendrá tener en cuenta las posiciones ocupadas en el campo por aquellos que la integran y que la dirigen. También convendrá observar que algunos encuentran en la pertenencia a esas instituciones y en la defensa de los intereses comunes unos recursos que las leyes de funcionamiento del campo científico no les conceden; esto se halla relacionado con la existencia de dos principios de dominación en el campo científico, temporal e intelectual, y, a menudo, los poderes temporales están del lado de la lógica comunitaria, es decir, se ocupan de la gestión de los asuntos comunes, del consenso mínimo, de los intereses comunes mínimos, de los coloquios internacionales, de las relaciones con el extranjero, o, en el caso de conflicto grave, de la defensa de los intereses colectivos.

La mayoría de los analistas ignoran la autonomía relativa del campo y plantean el problema de la presión ejercida sobre él (por la religión, el Estado), de unas reglas impuestas por la fuerza. Barnes quiere «exorcizar» la idea de la autonomía de la ciencia: rechaza la idea de que ésta se distingue de las restantes formas de cultura por ser pura y «undistorted», o sea, autónoma; pretende crear una sociología válida tanto para las creencias verdaderas como para las falsas en tanto que productos de las fuerzas sociales (Barnes, 1974). En realidad, el campo está sometido a presiones (exteriores) y lleno de tensiones, entendidas como fuerzas que actúan para descartar y separar las partes constitutivas de un cuerpo. Decir que el campo es relativamente autónomo respecto al universo social que lo rodea equivale a decir que el sistema de fuerzas que constituye la estructura del campo (tensión) es relativamente independiente de las fuerzas que se ejercen sobre el campo (presión). Dispone, en cierto modo, de la «libertad» necesaria para desarrollar su propia necesidad, su propia lógica, su propio nómos.

Una de las características que más diferencian los campos es el grado de autonomía y, a partir de ahí, la fuerza y la forma del derecho de admisión impuesto a los aspirantes a ingresar en él. Sabemos, por ejemplo, que el campo literario se caracteriza respecto a otros campos, el campo burocrático, el campo científico o el campo judicial, por el hecho de que el derecho de admisión a través de un peaje escolar es muy débil. (Cuando nos preguntamos acerca de la cientificidad de un campo, nos referimos a unas propiedades directamente relacionadas con el grado de autonomía. Por ejemplo, las ciencias sociales están obligadas a tener siempre en cuenta que hay fuerzas externas que frenan constantemente el «despegue».)

Así pues, voy a intentar describir esa autonomía, luego seguiré con la lógica y los factores del proceso de autonomización, y, para terminar, intentaré examinar en qué consiste, en este caso concreto, el derecho de admisión. La autonomía no es un don natural, sino una conquista histórica que no tiene fin. Esto se olvida con facilidad en el caso de las ciencias de la naturaleza porque la autonomía está inscrita tanto en la objetividad de las estructuras del campo como en los cerebros, en forma de teorías y métodos incorporados y transferidos a un estado práctico.

La autonomía, tanto en este campo como en rodos los demás, ha sido conquistada poco a poco. Iniciada por Copérnico, la revolución científica terminó, según Joseph Ben-David, con la creación de la Sociedad Real de Londres: «El objetivo institucional de esa revolución, convertir a la ciencia en una actividad intelectual diferente bajo el control exclusivo de sus propias normas, se alcanzó en el siglo XVII» (Ben-David, 1997: 280). Uno de los factores más importantes de ese proceso, que ha sido evocado por Kuhn en uno de los textos reunidos en La tension essentielle (Kuhn, 1977), «Mathematical versus experimental tradition», es la matematización. E Yves Gingras, en un artículo titulado «Mathématisation et exclusion, socioanalyse de la formation des cités savantes» (Gingras, 2002), muestra que la matematización marca el origen de varios fenómenos convergentes que tienden en su totalidad a reforzar la autonomía del mundo científico y, en especial, de la física (no es cierto que ese fenómeno actúe en todas partes y siempre con los mismos efectos, sobre todo, en las ciencias sociales).

La matematización produce de entrada un efecto de exclusión del campo de discusión (Yves Gingras recuerda las resistencias al efecto de exclusión que produce la matematización de la física —el Abate Nollet, por ejemplo, «reivindica el derecho de proponer su opinión»): con Newton (yo añadiría Leibniz) la matematización de la física tiende poco a poco, a partir de mediados del siglo XVIII, a instaurar una fortísima ruptura social entre el profesional y el aficionado, a separar los insiders de los outstders; el dominio de las matemáticas (que se adquiere en el momento de la formación) se convierte en el derecho de acceso y no sólo reduce el número de lectores, sino también el de productores potenciales (cosa que, como se verá, tiene enormes consecuencias). «Las fronteras del espacio son lentamente redefinidas de tal manera que los lectores potenciales están cada vez más limitados a los contribuyentes potenciales, dotados de la misma formación. En otras palabras, la matematización contribuye a la formación de un campo científico autónomo» (Gingras, 2001). Así es como Faraday sufrió el efecto de exclusión de las matemáticas de Maxwell. El corte implica el cierre, que produce la censura. Cada uño de los investigadores comprometidos en el campo está sometido al control de todos los demás, y, en especial, de sus competidores más competentes, lo que tiene como consecuencia un control no menos riguroso que el que ejercen las virtudes individuales por sí solas o todas las deontologías.

Segunda consecuencia de la matematización: la transformación de la idea de explicación. El físico explica el mundo a través del cálculo, que engendra las explicaciones que después tiene que confrontar mediante la experimentación con las cosas previstas tal como el dispositivo experimental permite captarlas. Si Kuhn hubiera construido su modelo de revolución apoyándose en el caso de la revolución newtoniana, en lugar de hacerlo sobre el caso de la revolución copernicana, habría visto que Newton fue el primero en ofrecer unas explicaciones matemáticas que implican un cambio de teoría física: sin tomar necesariamente posición sobre la ontología correspondiente (evidentemente, cabe hablar de acción a distancia, etcétera), sustituía una explicación basada en el contacto mecánico (como en el caso de Descartes o en el de Leibniz) por una explicación matemática, cosa que supone una redefinición de la física.

Esto provoca un tercer efecto de la matematización, que podríamos llamar la desustancialización, siguiendo los análisis de Cassirer en Sustancia y función, al que se refiere también Gingras: la ciencia moderna sustituye las sustancias aristotélicas por las relaciones funcionales, las estructuras, y es la lógica de la manipulación de los símbolos lo que guía las manos del físico hacia unas conclusiones necesarias. La utilización de formulaciones matemáticas abstractas debilita la tentación de concebir la materia en términos sustanciales y conduce a hacer hincapié en los aspectos relacionales. Pienso aquí en un libro de Michel Bitbol, Mécanique quantique (1996), que permite entender el proceso de desustandalización de la física por la mecánica y, más exactamente, por el cálculo de probabilidades, que funciona como un «simbolismo predictivo» (Bitbol, 1996: 141). El cálculo de probabilidades permite ofrecer previsiones a propósito de medidas ulteriores a partir de los resultados de medidas iniciales. Bitbol, que se sitúa en la tradición de Bohr, evita cualquier referencia a algo real, cualquier afirmación ontológica a propósito del mundo: «Lo que se mide con los instrumentos» sirve de base a unas experimentaciones que permiten prever unas medidas. La epistemología no tiene que tomar posición sobre la realidad del mundo; se limita a tomarla respecto de la predicibilidad de determinadas medidas mediante la utilización del cálculo de probabilidades apoyándose en unas medidas anteriores. El cálculo de probabilidades o el formalismo de los espacios de Hilbert, sigue diciendo Bitbol, son un medio de comunicación entre los físicos «que permite prescindir del concepto de un sistema físico sobre el cual se efectuaría la medición» (Bitbol, 1996: 142). [Cabría ver, sin duda, en la evolución del concepto de campo una ilustración de ese proceso de «desustancialización»: en una primera etapa, con los campos estáticos clásicos, campo electrostático o campo gravitatorio, que son unas identidades subordinadas a las partículas que las engendran, es decir, unas descripciones posibles, no obligatorias, de la interacción de las partículas; después, en una segunda etapa, con los campos dinámicos clásicos —campo electromagnético—, donde el campo tiene una existencia propia y puede subsistir después de la desaparición de las partículas; y, finalmente, en una tercera etapa, con los campos cuánticos, la electrodinámica cuántica, donde el sistema de cargos es descrito mediante un «operador de campo».]

El proceso de autonomización resultante tiene un paralelismo en la objetividad del mundo social, en especial, mediante la creación de unas realidades absolutamente extraordinarias (nosotros no lo vemos porque estamos acostumbrados a ellas): las disciplinas. La institucionalización progresiva en la universidad de esos universos relativamente autónomos es el producto de luchas de independencia que tienden a imponer la existencia de nuevas entidades y las fronteras destinadas a delimitarlas y a protegerlas (las luchas por las fronteras tienen a menudo como objetivo el monopolio de un nombre, con toda suerte de consecuencias, líneas presupuestarias, puestos de trabajo, créditos, etcétera). Yves Gingras, en un libro titulado Physics and the Rise of Scientific Research in Canada (Gingras, 1991), diferencia en el desarrollo de un campo científico, en primer lugar, la aparición de una práctica de investigación, o sea, de un agente cuya práctica se basa más en la investigación que en la enseñanza, y la institucionalización de la investigación en la universidad mediante la creación de las condiciones favorables a la producción de saber y a la reproducción a largo plazo del grupo, y, en segundo lugar, la constitución de un grupo reconocido como socialmente diferenciado y de una identidad social, bien disciplinaria a través de la creación de asociaciones científicas, bien profesional a través de la creación de una corporación: los científicos se dotan de representaciones oficiales que les dan una visibilidad social y defienden sus intereses. Este último proceso sería descrito de manera excesivamente simple llamándolo «profesionalización»: en realidad, nos encontramos con dos prácticas de la física, confinada la primera en la universidad, y abierta la segunda a los medios industriales, donde los físicos compiten con los ingenieros; tenemos, a un lado, la construcción de una disciplina científica, con sus asociaciones, sus reuniones, sus revistas, sus medallas y sus representaciones oficiales, y, al otro, la delimitación de una «profesión» que monopoliza el acceso a los títulos y a los empleos correspondientes. Es fácil olvidar la dualidad del mundo científico, que tiene, a un lado, los investigadores, vinculados a la universidad, y, al otro, el cuerpo de ingenieros que se dota de sus propias instituciones, fondos de jubilación, asociaciones, etcétera. Así por ejemplo, con motivo de la Primera Guerra Mundial, los físicos de la Gran Bretaña se preocupan por su situación social y toman conciencia de su inexistencia social: crean una organización representativa, el Instituto de Física, e imponen una visión según la cual la investigación es parte integrante de las funciones de la universidad.

El proceso de autonomización va unido a la elevación del derecho de admisión explícito o implícito. El derecho de admisión es la competencia, el capital científico incorporado (por ejemplo, tal como acabamos de ver, el conocimiento de las matemáticas, que cada vez es exigido con mayor imperiosidad), convertido en sentido del juego, pero también es la apetencia, la libido scientifica, la illusio, de creencia no sólo en lo que está en juego, sino también en el propio juego, es decir, en el hecho de que la cosa vale la pena, compensa jugarla. Al ser producto de la educación, la competencia y la apetencia están científicamente unidas porque se forman de manera correlativa (en lo esencial a lo largo de la formación).

En primer lugar, la competencia: no es únicamente el dominio de las novedades, de los recursos acumulados en el campo (matemático, especialmente), es el hecho de haber incorporado, transformado en sentido práctico del juego y convertido en reflejos el conjunto de los recursos teórico-experimentales, es decir, cognitivos y materiales salidos de las investigaciones anteriores (la «tensión esencial», a que se refiere Kuhn, está inscrita en el hecho de que la tradición que debe ser dominada para entrar en el juego es la condición exacta de la ruptura revolucionaria). Así pues, el derecho de admisión es la competencia, pero una competencia como recurso teórico-experimental incorporado, convertida en sentido del juego o habitus científico como dominio práctico de varios siglos de investigaciones y de adquisiciones de la investigación, en forma, por ejemplo, de un sentido de los problemas importantes e interesantes o de un arsenal de esquemas teóricos y experimentales que pueden aplicarse, por transfert, a los nuevos territorios.

Lo que las taxonomías escolares describen mediante una serie de oposiciones relativas a la distinción entre la brillantez, la desenvoltura y la facilidad, y la seriedad, la laboriosidad y la escolaridad, es la relación de ajuste perfecto con las expectativas-exigencias de un campo que no sólo exige unos saberes, sino también una relación con el saber adecuada para hacer olvidar que el saber ha tenido que ser adquirido, aprendido (esto especialmente en el universo literario), o para demostrar que el saber está tan perfectamente dominado que se ha convertido en automatismo natural (en oposición a las competencias librescas del opositor que tiene la cabeza llena de fórmulas con las que no sabe qué hacer ante un problema real). En suma, lo que pide el campo científico es un capital incorporado de un tipo especial, y, en concreto, todo un conjunto de recursos teóricos pasados al estado práctico, al estado de sentido práctico (o de «tener buen ojo», como se dice en el caso de las disciplinas artísticas, o, al igual que Everett Hughes al hablar de «buen ojo sociológico», de la propia sociología).

Cada una de las disciplinas (vista como campo) se define a través de un nómos especial, un principio de visión y de división, un principio de construcción de la realidad objetiva irreductible al de cualquier otro principio, de acuerdo con la fórmula de Saussure: «El punto de vista crea el objeto» (la arbitrariedad de este principio de constitución que es constitutivo del «punto de vista disciplinario» se manifiesta en el hecho de que es enunciado casi siempre en forma de tautología, como, por ejemplo, en el caso de la sociología, «explicar lo social mediante lo social», o sea, explicar sociológicamente las cosas sociales).

Llego a la segunda dimensión del derecho de admisión, la illusio, la fe en el juego, que supone, entre otras cosas, la sumisión sin presiones al imperativo del desinterés. Steven Shapin, autor, en colaboración con Simon Schaffer, de un libro sobre la bomba neumática, muestra que el nacimiento del campo coincide con la invención de una nueva fe (Shapin y Schaffer, 1985). En un principio, las experiencias se realizaban en las «public rooms» de las residencias privadas de los gentlemen. Un conocimiento aparece como auténtico, autentificado y homologado cuando accede al espacio público, pero un espacio público de un tipo especial: la condición de gentlemen que sustenta la validez de los testimonios, y por tanto la reliability y la objetividad del conocimiento experimental; y eso porque se la supone libre de todo interés (a diferencia de los servidores, que también pueden asistir a las experiencias, los gentlemen son independientes de la autoridad y del dinero, autónomos). El testimonio válido es una relación de honor entre hombres de honor, o sea, entre «hombres libres y desinteresados que se reúnen libremente en torno a fenómenos experimentales y crean el hecho autentificado». Los experimentals trails señalaban el paso del espacio privado (las mansiones nobles tenían su parte pública y su parte privada) al espacio público de las Academias y, con ello, de la opinión al conocimiento. Así pues, la legitimidad del conocimiento depende de una presencia pública en unas fases determinadas de la producción de conocimiento.

Pero también me gustaría recordar ahora un artículo que Mario Biagioli (1998), autor de bellísimos trabajos sobre Galileo, dedica a los efectos de la presión de las demandas externas que, en algunos ámbitos de la investigación, amenaza el desinterés de los científicos o, mejor dicho, el interés específico por el desinterés (como se ve en el campo de la biomedicina, donde, debido a la importancia de las bazas económicas en juego y bajo la presión de un entorno competitivo y empresarial, asistimos a una inflación del multiautorship y al desarrollo de una ética capitalista). Biagioli descubre la tensión entre el desinterés obligado que imponen las censuras abundantes que ejerce el campo sobre cada uno de los comprometidos en él (estar en un campo científico es como estar en unas condiciones en las que uno está interesado en sentirse desinteresado, sobre todo, porque el desinterés es recompensado) y una fuerte demanda social, económicamente recompensada, que favorece unas concesiones. Insiste en el hecho de que, en el ámbito científico, existe una diferencia entre «la ley de la propiedad intelectual» (intellectual property law) y el sistema de recompensas de la ciencia (the reward system of science) tal como lo describo en mi análisis del capital simbólico: «Un descubrimiento sensacional que puede garantizar un premio Nobel no puede traducirse […] en una patente o en un copyright». El premio del «crédito científico» no es el dinero sino las recompensas garantizadas por la valoración de los colegas, reputación, premios, empleos, participación en sociedades. Este «crédito honorífico» (honorific credit) es personal y no puede ser transferido (propiedad privada, no puede ser transmitido por contrato o por testamento: no puedo convertir a fulano o mengano en el heredero de mi capital simbólico). Está vinculado al nombre del científico y construido como no-monetario. En suma, lo que produce la virtud científica es una cierta disposición socialmente constituida, en relación con un campo, que recompensa el desinterés y sanciona las infracciones (especialmente, los fraudes científicos).

En general, el desinterés no es, en absoluto, el producto de una especie de «generación espontánea» ni un don de la naturaleza: cabe establecer que, en el estado actual del campo científico, es el producto de la acción del sistema escolar y de la familia, lo que lo convierte en una disposición, por lo menos parcialmente, hereditaria. Observamos, por consiguiente, que cuanto más nos acercamos a las instituciones escolares que preparan para las carreras más desinteresadas, como las científicas —la Escuela Normal Superior, por ejemplo, en oposición a la Escuela Politécnica o, más allá todavía, la Escuela Nacional de Administración o la Escuela de Altos Estudios Mercantiles—, más alto es el número de adolescentes que han salido de familias que pertenecen al universo escolar y científico.

Existe una especie de ambigüedad estructural del campo científico (y del capital simbólico) que podría ser el principio objetivo de «la ambivalencia de los sabios», ya mencionada por Merton, respecto a las reivindicaciones de prioridad: la institución que valoriza la prioridad (es decir, la apropiación simbólica), valoriza también el desinterés y «la entrega desinteresada al desarrollo del conocimiento» (the selfless dedication to the advancement of knowledge) (Merton, 1973). El campo impone simultáneamente la competición «egoísta», los intereses a veces desenfrenados que engendra, a través, por ejemplo, del miedo a verse adelantado en algún descubrimiento, y el desinterés.

También es, sin duda, esta ambigüedad la causa de que se hayan podido describir los intercambios que aparecen en el campo científico según el modelo del intercambio de dones, ya que cada investigador, si creemos a Hagstrom, tiene que ofrecer a los demás la nueva información que haya podido descubrir para conseguir, a modo de contrapartida, su reconocimiento (Hagstrom, 1965: 16-22). En realidad, la búsqueda del reconocimiento siempre es fuertemente negada, en nombre del ideal de desinterés: esto no sorprenderá a los que saben que la economía de los intercambios simbólicos, cuyo paradigma es el intercambio de dones, se basa en el rechazo obligado del interés; el don puede —y, desde un determinado punto de vista, debe— ser vivido como acto generoso de oblación sin devolución, disimulando al mismo tiempo, incluso a los ojos del que lo entrega, la ambición de asegurarse un poder, un dominio duradero sobre el beneficiario. En suma, se disimula la relación de fuerza virtual que encubre (remito sobre este punto a los análisis de la doble verdad del don que he presentado, de manera muy especial, en las Meditations pascaliennes, 1997). Y cabría mostrar que el capital científico participa de esa ambigüedad en tanto que relación de fuerza basada en el reconocimiento.

Después de describir cómo se constituía el campo, o sea, instituyendo una censura en la entrada y ejerciéndola, a continuación, de manera permanente, a través de la lógica misma de su funcionamiento, y al margen de cualquier normatividad trascendente, cabe sacar una primera consecuencia, que es posible denominar normativa, de esa verificación. El hecho de que los productores tiendan a tener como únicos clientes a sus competidores más rigurosos y más vigorosos, más competentes y más críticos, y, por tanto, más propensos y más preparados para conferir toda su fuerza a su crítica, es, en mi opinión, el punto de Arquímedes sobre el que podemos sustentarnos para ofrecer una razón científica de la razón científica, para arrancar a la razón científica de la seducción relativista y explicar que la ciencia puede avanzar incesantemente hacia una mayor racionalidad sin verse obligada a apelar a una especie de milagro fundador. No es necesario escapar de la historia para entender la emergencia y la existencia de la razón en la historia. El ensimismamiento del campo autónomo constituye el principio histórico de la génesis de la razón y de la emergencia de su normatividad. Yo diría que porque la he constituido, aunque sea muy modestamente, en problema histórico, capacitándome (y situándome) de ese modo para establecer científicamente la ley fundamental del funcionamiento de la ciudad científica, he podido resolver el problema de las relaciones entre la razón y la historia o de la historicidad de la razón, problema tan antiguo como la filosofía, que, muy especialmente en el siglo XIX, ha obsesionado a los filósofos.

Otra consecuencia del ensimismamiento vinculado a la autonomía es el hecho de que el campo científico obedece a una lógica que no es la del campo político. Hablar de indiferenciación o de «no diferenciación» del nivel político y del nivel científico (Latour, 1987) equivale a permitirse situar en un mismo plano las estrategias científicas y las intrigas por conseguir unas subvenciones o unos premios científicos, y a describir el mundo científico como un universo en el que se consiguen unos resultados gracias al poder de la retórica y a la influencia profesional; como si el principio de las acciones fuera la ambición asociada a una retórica estratégica y guerrera y los científicos eligieran tal o cual tema de investigación con el único objetivo de ascender en la escala profesional de la misma manera que otros manipulan para alcanzar el premio Nobel dotándose de una red amplia y densa.

Es cierto que, en el campo científico, las estrategias siempre tienen dos caras. Tienen una función pura y meramente científica y una función social en el campo, es decir, en relación a los restantes agentes implicados en el campo: por ejemplo, un descubrimiento puede ser un homicidio simbólico que no es necesariamente voluntario (eso se percibe cuando, por unos cuantos días o a veces unas cuantas horas, el investigador adelantado pierde el beneficio de toda una vida de investigación) y que es un efecto secundario de la lógica estructural y distintiva del campo. Más adelante insistiré sobre este tema.