Es posible que el concepto de habitus resulte especialmente útil para entender la lógica de un campo como el científico, en el que la ilusión escolástica se impone con una fuerza especial. De la misma manera que la ilusión de lector conducía a captar la obra de arte como opus operatum, en una «lectura» que ignoraba el arte (en el sentido de Durkheim) como «práctica pura sin teoría», también la visión escolástica que parece imponerse muy especialmente en la materia científica impide conocer y reconocer la verdad de la práctica científica como producto de un habitus científico, de un sentido práctico (de un tipo muy especial). Si existe un ámbito en el que cabría suponer que los agentes actúan de acuerdo con unas intenciones conscientes y calculadas, de acuerdo con unos métodos y unos programas conscientemente elaborados, sería el ámbito científico. Esta visión escolástica está en el origen de la visión logicista, una de las manifestaciones más conseguidas del «scholastic bias»: exactamente igual como la teoría iconológica extraía sus principios de interpretación de la opus operatum, de la obra de arte acabada, en lugar de dedicarse a la obra en trance de hacerse y al modus operandi, también cierta epistemología logicista convierte realmente la práctica científica en una norma de esa práctica desprendida ex post de la práctica científica realizada o, en otras palabras, se esfuerza por deducir la lógica de la práctica de los productos lógicamente conformes del sentido práctico.
Reintroducir la idea de habitus equivale a poner al principio de las prácticas científicas no una conciencia conocedora que actúa de acuerdo con las normas explícitas de la lógica y del método experimental, sino un «oficio», es decir, un sentido práctico de los problemas que se van a tratar, unas maneras adecuadas de tratarlos, etcétera. En apoyo de lo que acabo de decir, y para tranquilizarles si piensan que no hago más que endilgar a la ciencia mi visión de la práctica, a la cual la práctica científica podría aportar una excepción, invocaré la autoridad de un texto clásico y frecuentemente citado de Michel Polanyi (1951) —es un tema abundantemente tratado y habría podido citar a otros muchos autores— que recuerda que los criterios de evaluación de los trabajos científicos no pueden ser completamente explicitados (articulated). Siempre queda una dimensión implícita y tácita, una sabiduría convencional que se invierte en la evaluación de los trabajos científicos. Este dominio práctico es una especie de «connaisseurship» (un arte de experto) que puede ser comunicado mediante el ejemplo, y no a través de unos preceptos (contra la metodología), y que no es tan diferente del arte de descubrir un buen cuadro, o de conocer su época y su autor, sin ser necesariamente capaz de articular los criterios que utiliza. «La práctica de la ciencia es un arte» (Polanyi, 1951). Dicho eso, Polanyi no se opone en absoluto a la formulación de reglas de verificación y de refutación, de medición o de objetividad y aprueba los esfuerzos para que estos criterios sean lo más explícitos posible. [La referencia a la práctica está frecuentemente inspirada por una voluntad de denigrar la intelectualidad y la razón. Y eso no facilita la recolección de los instrumentos teóricos de que conviene equiparse para pensar la práctica. La nueva sociología de la ciencia sucumbe a menudo ante la tentación de la denigración, y cabría decir que no existen grandes sabios —pensemos en Pasteur— para su sociología… Si la ciencia social es tan difícil, es porque los errores avanzan, como decía Bachelard, en parejas de posiciones complementarias; hasta el punto de que se corre el peligro de escapar de un error para caer en otro, ya que el logicismo tiene como contrapartida una especie de «realismo» desencantado.]
Pero también cabe apoyarse en algunos trabajos de la nueva sociología de la ciencia, como los de Lynch, que recuerdan la distancia entre lo que se dice de la práctica científica en los libros (de lógica o de epistemología) o en los protocolos a través de los cuales los científicos dan cuenta de lo que han hecho y lo que se hace realmente en los laboratorios. La visión escolástica de la práctica científica conduce a producir una especie de «ficción». Las declaraciones de los investigadores se parecen tremendamente a las de los artistas o los deportistas: repiten hasta la saciedad la dificultad de expresar con palabras la práctica y la manera de adquirirla. Cuando intentan expresar su sentido del buen procedimiento, no tienen gran cosa que invocar, a no ser la experiencia anterior que permanece implícita y es casi corporal, y cuando hablan informalmente de su investigación, la describen como una práctica que exige oficio, intuición y sentido práctico, olfato, cosas todas ellas difíciles de transcribir sobre el papel y que sólo pueden ser entendidas y adquiridas realmente mediante el ejemplo y a través de un contacto personal con unas personas competentes. Invocan a menudo —especialmente los químicos—, la analogía con la cocina y sus recetas. Y, en realidad, como muestra Pierre Lazlo (2000) al ilustrar perfectamente los textos de Polanyi que he citado, el laboratorio de química es un lugar de trabajo manual donde se efectúan ciertas manipulaciones, donde se ponen en práctica ciertos sistemas de esquemas prácticos que son transportables a ciertas situaciones homologas y que se aprenden poco a poco siguiendo los protocolos de laboratorio. Por regla general, la competencia del hombre de laboratorio se compone en gran parte de toda una serie de rutinas, en su mayoría manuales, que exigen mucha habilidad y piden la intervención de unos instrumentos delicados, disoluciones, extracciones, filtraciones, evaporaciones, etcétera.
La práctica siempre está subvalorada y poco analizada, cuando en realidad, para comprenderla, es preciso poner en juego mucha competencia técnica, mucha más, paradójicamente, que para comprender una teoría. Es preciso evitar la reducción de las prácticas a la idea que nos hacemos de ellas cuando no se tiene más experiencia que la lógica. Ahora bien, los científicos no saben necesariamente, faltos de una teoría adecuada de la práctica, utilizar para las descripciones de sus prácticas la teoría que les permitiría adquirir y transmitir un conocimiento auténtico de sus prácticas.
La relación que establecen algunos analistas entre la práctica artística y la práctica científica no carece de fundamento, pero dentro de ciertos límites. El campo científico es, al igual que otros campos, el lugar de prácticas lógicas, pero con la diferencia de que el habitus científico es una teoría realizada e incorporada. Una práctica científica tiene todas las propiedades reconocidas a las prácticas más típicamente prácticas, como las prácticas deportivas o artísticas. Pero eso no impide, sin duda, que sea también la forma suprema de la inteligencia teórica: es, parodiando el lenguaje de Hegel al hablar de la moral, «una consciencia teórica realizada», es decir, incorporada, en estado práctico. Ingresar en un laboratorio es algo muy parecido a ingresar en un taller de pintura, pues da lugar al aprendizaje de toda una serie de esquemas y de técnicas. Pero la especificidad del «oficio» de científico procede del hecho de que ese aprendizaje es la adquisición de unas estructuras teóricas extremadamente complejas, capaces, por otra parte, de ser formalizadas y formuladas, de manera matemática, especialmente, y que pueden adquirirse de forma acelerada gracias a la formalización. La dificultad de la iniciación en cualquier práctica científica (física cuántica o sociología) procede de que hay que realizar un doble esfuerzo para dominar el saber teóricamente, pero de tal manera que dicho saber pase realmente a las prácticas, en forma de «oficio», de habilidad manual, de «ojo clínico», etcétera, y no se quede en el estado de metadiscurso a propósito de las prácticas. El «arte» del científico está separado, en efecto, del «arte» del artista por dos diferencias fundamentales: por un lado, la importancia del saber formalizado que se domina en su estado práctico, gracias, especialmente, a la formación y a las formulaciones, y, por otro, el papel de los instrumentos que, como decía Bachelard, pertenecen al saber formalizado y cosificado. En otras palabras, un matemático de veinte años puede tener veinte siglos de matemáticas en su mente en parte porque la formalización permite adquirir en forma de automatismos lógicos, convertidos en automatismos prácticos, unos productos acumulados de invenciones no automáticas.
En relación con los instrumentos ocurre lo mismo: para hacer una manipulación se utilizan instrumentos que son en sí mismos concepciones científicas condensadas y objetivadas en un instrumental que funciona como un sistema de coerciones, y el dominio práctico que menciona Polanyi llega a ser posible mediante una incorporación tan perfecta de las coerciones del instrumento, que se acaba incorporándose a él, haciendo lo que espera, lo que manda: hay que pertrecharse de mucha teoría y mucha práctica cotidiana para estar a la altura de las exigencias de un ciclotrón.
Conviene reflexionar un momento sobre la cuestión de la relación entre la práctica y el método, que me parece una forma especial de la cuestión wittgensteiniana de saber lo que significa el hecho de «seguir una regla». No se actúa de acuerdo con un método, como tampoco se sigue una regla, a través de un acto psicológico de adhesión consciente, sino, esencialmente, dejándose llevar por un sentido del juego científico que se adquiere mediante la experiencia prolongada del juego escénico con sus regularidades y con sus reglas. Reglas y regularidades que se recuerdan permanentemente gracias tanto a las formulaciones expresadas (las reglas que rigen la presentación de textos científicos, por ejemplo) como a los índices inscritos en el propio funcionamiento del campo, y, muy especialmente, en los instrumentos (entre los cuales hay que contar los útiles matemáticos), a los que hay que aplicar los trucos del buen experimentador.
Un sabio es un campo científico hecho hombre, cuyas estructuras cognitivas son homologas de la estructura del campo y, por ello, se ajustan de manera constante a las expectativas inscritas en el campo. Las reglas y las regularidades que determinan, por decirlo de algún modo, el comportamiento del científico sólo existen como tales, es decir, en cuanto instancias eficientes, capaces de orientar la práctica de los científicos en el sentido de la conformidad con las exigencias de cientificidad, porque son percibidas por unos científicos dotados del habitus que les permite percibirlas y apreciarlas, y a la vez predispuestos y capaces de ponerlas en práctica. En suma, esas reglas y esas regularidades sólo los determinan porque ellos se determinan mediante un acto de conocimiento y de reconocimiento práctico que les confiere su poder determinante, o en otras palabras, porque están dispuestos (al término de un trabajo de socialización específico) de tal manera que son sensibles a las conminaciones que contienen y están preparados para responder a ellas de manera sensata. Vemos que sería, sin duda, inútil preguntarse, en tales condiciones, dónde está la causa y dónde está el efecto e, incluso, si es posible distinguir entre las causas de la acción y las razones para actuar.
Aquí es donde convendría regresar a los análisis de Gilbert y Mulkay (1984) que describen el esfuerzo de los científicos por presentar sus hallazgos en un lenguaje «formal», adecuado a las reglas de presentación en vigor y a la idea oficial de la ciencia. En tal caso, es probable que sean conscientes de obedecer a una norma y cabe hablar, sin duda, de una auténtica intención de seguir la regla. Pero ¿no puede ocurrir también que obedezcan a la preocupación de estar en regla? Es decir, ¿de colmar de manera consciente una solución de continuidad que se percibe entre la regla percibida como tal y la práctica que requiere, precisamente, por su inconformidad con la regla, el esfuerzo explícito necesario para «regularizarla»?
En resumen, el auténtico principio de las prácticas científicas es un sistema de disposiciones generadoras, en muy buena medida inconscientes y transportables, que tienden a generalizarse. Tal habitus toma unas formas específicas según las especialidades: los pasos de una a otra disciplina, de la física a la química, en el siglo XIX, de la física a la biología actualmente, son las ocasiones de descubrir las distancias entre esos sistemas; al ser los contactos entre ciencias, al igual que los que se establecen entre civilizaciones, una ocasión de explicitación de las disposiciones implícitas, especialmente en los grupos interdisciplinarios que se constituyen alrededor de un nuevo objeto, serían un terreno privilegiado de observación y de objetivación de esos esquemas prácticos. [Las confrontaciones entre especialistas en disciplinas distintas, y, por lo tanto, de formaciones diferentes, deben muchas de sus características —efectos de dominación, malentendidos, etcétera— a la estructura del capital poseído por unos y por otros: en los equipos que reúnen físicos y biólogos, los primeros, por ejemplo, aportan una considerable competencia matemática, y los segundos una mayor competencia específica, a un tiempo más libresca y más práctica; pero la relación, hasta aquel momento favorable a los físicos, se inclina cada vez más en favor de los biólogos, que, más vinculados a la economía y a la sanidad, plantean muchos problemas nuevos. Por el contrario, la unidad de una disciplina encuentra, sin duda, su más seguro Fundamento en una distribución prácticamente homogénea de los capitales poseídos por sus diferentes miembros, incluso en el caso de que existan algunas diferencias secundarias, como la que separa a los teóricos de los empiristas.]
Estos sistemas de disposiciones son variables según las disciplinas, pero también según unos principios secundarios como las trayectorias escolares o incluso sociales. Así pues, cabe suponer que los habitus son unos principios de producción de prácticas diferenciadas según unas variables de sexo y de origen social, y, sin duda, también nacional (a través de la formación escolar), y que, incluso tratándose de disciplinas con un capital científico colectivo acumulado muy importante, como la física, cabría encontrar una relación estadística inteligible entre las estrategias científicas de los diferentes científicos y las propiedades de origen social, de trayectoria, etcétera. [Vemos de pasada que el concepto de habitus puede ser entendido a un tiempo como un principio general de la teoría de la acción —en oposición a los principios invocados por una teoría intencionalista— y como un principio específico, diferenciado y diferenciador, de orientación de las acciones de una categoría especial de agentes, vinculada a unas condiciones concretas de formación.]
Así pues, existen unos habitus disciplinarios (que, al estar vinculados a la formación escolar, son comunes a todos los productos generados del mismo modo) y unos habitus especiales vinculados a la trayectoria (tanto fuera del campo —origen social y escolar— como dentro de él) y a la posición en el campo. [Sabemos, por ejemplo, que, a pesar de la autonomía vinculada al capital colectivo, la orientación hacia tal o cual disciplina, o, en una misma disciplina, hacia tal o cual especialidad, o, en esa especialidad, hacia tal o cual «estilo» científico, no es independiente del origen social, ya que la jerarquía social de las disciplinas está relacionada con la jerarquía social de los orígenes.] Podemos distinguir, sin duda, unas familias de trayectorias que presentan, especialmente, la oposición entre, por un lado, los elementos centrales, los ortodoxos, los continuadores y, por otro, los marginales, los heterodoxos, los innovadores que se sitúan a menudo en las fronteras de su disciplina (y que, a veces, incluso cruzan) o que crean nuevas disciplinas en la frontera de varios campos.
Voy a entregarme aquí, sin especial convencimiento, a un ejercicio muy arriesgado: intentar caracterizar dos habitus científicos y relacionarlos con las trayectorias científicas correspondientes. Más que nada para ofrecer una idea, o un programa, de lo que debería hacer una sociología depurada de la ciencia. Si resultara que es posible descubrir la sospecha de una diferencia entre unos sabios que trabajan en unos ámbitos en los que el capital colectivo acumulado y el trabajo de formalización son muy importantes, y que disponen en principio de un capital escolar prácticamente idéntico, como Pierre-Gilles de Gennes y Claude Cohen-Tannoudji, los dos ingresados prácticamente en la misma época en la Escuela Normal Superior (ENS) y los dos coronados, cincuenta años después, por el jurado del premio Nobel, podríamos concluir que el habitus social (familiar), retraducido escolarmente y científicamente, tiene una eficacia explicativa apreciable. [Se encontrarán unos retratos contrastados de Pierre-Gilles de Gennes y de Claude Cohen-Tannoudji en el libro de Anatole Abragam De la physique avant toute chose? (2001).] Es evidente, en mi opinión, que la explicabilidad parcial de las estrategias científicas a través de las variables sociales no reduciría en nada la validez científica de los productos científicos. No dispongo de la totalidad de la información necesaria para dibujar rigurosamente los retratos contrastados de las dos obras y me limitaré a enfrentar dos «estilos», captados, sin duda, a través de indicios muy groseros, y referirlos a unos indicios, no menos groseros, del origen y de la trayectoria social, aristocrática por un lado, pequeñoburguesa por otro. Mientras que Claude Cohen-Tannoudji permanece en la ENS y continúa una (gran) tradición, la física atómica, Pierre-Gilles de Gennes abandona la ENS por unos objetos situados en el límite entre la física y la química, la materia condensada, con la física de la supraconductividad que, en la época, también es un terreno noble, después evoluciona hacia la materia blanda, cristales líquidos, polímeros, emulsiones, terreno un tanto espurio, que puede ser percibido como menos importante. Por un lado, el camino más noble académicamente, pero también el más difícil, donde están concentradas las bazas principales y los competidores más temibles y que culminará, después de grandes descubrimientos, como la condensación de Bose-Einstein, que da nuevo impulso a esa rama del saber, en un gran Manuel de physique quantique, considerado la Biblia de la disciplina; y, por otro, un camino más arriesgado, menos académico y más próximo a las aplicaciones y a las empresas (con los polímeros, bazas industriales y económicas). Dos trayectorias, pues, que parecen la proyección de dos tipos diferentes de predisposiciones, de relaciones con el mundo social y con el mundo universitario.
Para entender como los orígenes sociales, y, por tanto, las predisposiciones que en ellos se expresan, audacia, elegancia y desenvoltura, o seriedad, convicción e inversión, se han plasmado poco a poco en ambas trayectorias, convendría examinar, por ejemplo, si la imagen reverberada de cierto habitus que se transmite a las regiones en que está comprometido ha contribuido, en ambos casos, a estimular tales disposiciones. Como ya he dicho centenares de veces, el habitus no es un destino, y ninguna de las disposiciones contrastadas que he enumerado está inscrita, ab ovo, en el habitus original. Esta postura, que podría ser entendida como una ligereza superficial («¿esto es realmente serio?»), también puede ser vista como un prometedor golpe de fortuna si ha encontrado, en cierto modo, su «espacio natural», es decir, una región del campo ocupada por unas personas predispuestas, gracias a su posición y a su habitus, a asimilar positivamente y a apreciar favorablemente los comportamientos en los cuales ese habitus se desvela y se revela (en parte también a sí mismo) y, por ello, a reforzarlo, a confirmarlo y a conducirlo así a su pleno desarrollo, o sea, a ese estilo especial que se caracteriza, por ejemplo, por la economía de medios, la elegancia conceptual, etcétera. El habitus se manifiesta continuamente en los exámenes orales, en las exposiciones de los seminarios, en los contactos con los demás, y, sin ir más lejos, en la héxis corporal, como la postura de la cabeza o del tronco, que es su más directamente visible transcripción, y la acogida social que se tributa a esos signos visibles remite al personaje en cuestión una imagen de sí mismo que hace que se sienta o no autorizado y estimulado a mantener sus disposiciones, que, en el caso de otras personas, serían frenadas o prohibidas.
He querido realizar este ejercicio con la esperanza de poderlo prolongar un día yo mismo, con la colaboración de los investigadores implicados, o de que otros lo lleven a término. Convendría realizar una investigación sistemática que supusiera la colaboración de los investigadores de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias sociales, ya que una de las principales funciones de la sociología es, en este caso, ayudar a los investigadores en la tarea de explicitación de los esquemas prácticos que han constituido el principio de elecciones decisivas, como la elección de una disciplina, de una especialidad, de un laboratorio o de una revista; este trabajo de explicitación, muy difícil para que lo realicen exclusivamente los propios interesados, se vería facilitado por una utilización metódica de la comparación, que adquiriría toda su fuerza si, a partir de un análisis de las múltiples correspondencias, fuera posible llevarlo a una escala que abarcara la totalidad del campo, con los puntos más alejados, pero también, y, sobre todo, los más próximos.