2. Esbozo para un autoanálisis

He mencionado que el análisis reflexivo tiene que dedicarse sucesivamente a la posición en el espacio social, a la posición en el campo y a la posición en el universo escolástico. ¿Cómo aplicarse a sí mismo, sin abandonarse a la complacencia narcisista, este programa y hacer su propia sociología, su autosocioanálisis, teniendo en cuenta que ese análisis sólo puede ser un punto de partida y que la sociología del objeto que yo mismo soy, la objetivación de su punto de vista, es una tarea necesariamente colectiva?

Paradójicamente, la objetivación del punto de vista es la más segura puesta en práctica del «principio de caridad» (o de generosidad) y, aplicándolo, corro el riesgo de parecer propenso a la complacencia: comprender es «necesitar», explicar, justificar la existencia. Flaubert reprochaba a la ciencia social de su época que fuera incapaz de «adoptar el punto de vista del autor» y llevaba razón si por ello se entiende el hecho de situarse en el punto en el que se situaba el autor, en el punto que ocupaba en el mundo social y a partir del cual veía el mundo; situarse en ese punto significa adoptar sobre el mundo su punto de vista personal, comprenderlo como él lo comprendía, y, por tanto, en cierto sentido, justificarlo.

Un punto de vista es fundamentalmente una perspectiva tomada a partir de un punto concreto (Gesichtspunkt), de una posición concreta en el espacio y, en el sentido en que lo entenderé aquí, en el espacio social: objetivar el sujeto de la objetivación, el punto de vista (objetivante), significa romper con la ilusión del punto de vista absoluto, que corresponde a todo punto de vista (inicialmente condenado a desconocerse como tal); también significa, por tanto, una visión perspectiva (Schau): todas las percepciones, visiones, creencias, expectativas, esperanzas, etcétera están socialmente estructuradas y socialmente condicionadas y obedecen a una ley que define el principio de su variación, la ley de la correspondencia entre las posiciones y las tomas de posición. La percepción del individuo A es a la percepción del individuo B lo que la posición de A es a la posición de B, y el habitus asegura la puesta en relación del espacio de las posiciones y del espacio de los puntos de vista.

Pero un punto de vista también es un punto en un espacio (Standpunkt), un punto del espacio en el que nos instalamos para tener una visión, un punto de vista, en el primer sentido, sobre ese espacio: pensar el punto de vista como tal es pensarlo diferencialmente, relacionalmente, en función de las posibles posiciones alternativas a las que se opone con diferentes relaciones (ingresos, títulos escolares, etcétera). Y, con ello, constituir como tal el espacio de los puntos de vista, lo que define con mucha exactitud una de las tareas de la ciencia: la de objetivación del espacio de los puntos de vista a partir de un punto de vista nuevo, que sólo el trabajo científico, pertrechado de instrumentos teóricos y técnicos (como el análisis geométrico de los datos), permite tomar; este punto de vista sobre todos los puntos de vista, según Leibniz, es el punto de vista de Dios, único capaz de producir la «geometría de todas las perspectivas», lugar geométrico de todos los puntos de vista, en los dos sentidos del término, o sea, de todas las posiciones y de todas las tomas de posición, al que la ciencia sólo puede aproximarse indefinidamente y que constituye, de acuerdo con otra metáfora geométrica, tomada esta vez de Kant, un focus imaginarius, un límite (provisionalmente) inaccesible.

Tranquilícense, esta especie de autosocioanálisis no tendrá nada de confesión, y, si algo confiesa, sólo serán cosas muy impersonales. En realidad, como ya he sugerido, toda la investigación en ciencias sociales, cuando se sabe utilizar para ese fin, se convierte en una especie de socioanálisis; y eso es muy especialmente cierto, evidentemente, en el caso de la historia y de la sociología de la educación y de los intelectuales (no me cansaré de recordar la frase de Durkheim: «El inconsciente es la historia»). Pues bien, yo sólo alcanzo a constituir mi punto de vista como tal, y llegar a conocerlo, por lo menos parcialmente, en su verdad objetiva (sobre todo en sus límites) constituyendo y conociendo el campo en cuyo interior se define como ocupante de cierta posición, de cierto punto.

[Para darles una idea menos abstracta, y también, tal vez, más divertida, de la alteración que supone tomar un punto de vista sobre el propio punto de vista, objetivar a aquel que, al igual que el investigador, hace gala y profesión de la objetividad, mencionaré un relato, A Man in the Zoo, en el que David Garnett cuenta la historia de un joven que se pelea con su amiguita en una visita al zoo y que, desesperado, escribe al director del zoo para proponerle un mamífero que falta en su colección: el hombre. Lo colocan en una jaula, al lado del chimpancé, con un rótulo que dice: «Homo sapiens. Este ejemplar ha sido ofrecido por John Cromantie. Se ruega que no irriten al hombre con ningún tipo de observaciones personales.»]

Así pues, tras de todos estos preámbulos, voy a hacer conmigo, más o menos, lo que he hecho con las diferentes corrientes de sociología de la ciencia que he ido evocando. Y definir de ese modo mi posición diferencial.

Voy a comenzar por evocar la posición que yo ocupaba en el campo de las ciencias sociales en diferentes momentos de mi trayectoria y tal vez, por el paralelismo con las otras corrientes de la sociología de la ciencia, en el subcampo de la sociología de la ciencia, en el momento en que escribí mi primer texto sobre el campo científico, al comienzo de los años 1970, o sea, en un momento en el que la «nueva sociología de la ciencia» todavía no había hecho su aparición, aunque las condiciones sociales que, sin duda, han contribuido mucho a su éxito social en los campus estaban entonces a punto de constituirse.

Pero es preciso, sin duda, comenzar por examinar la posición que yo ocupaba en el campo al principio, alrededor de los años 1950: normalien philosophe, es decir, la de un licenciado en filosofía que estudiaba en la escuela normal, posición privilegiada en la cima del sistema escolar en un momento en que la filosofía podía parecer triunfante. En realidad, ya he contado la parte esencial y necesaria para la explicación y la comprensión de mi trayectoria posterior en el campo universitario, a excepción, quizá, del hecho de que en aquellas épocas y en aquellos lugares la sociología y, en menor grado, la etnología, eran disciplinas menores e incluso despreciadas (pero remito, para mayor abundancia de detalles, al fragmento de las Méditations pascaliennes titulado «Confessions impersonnelles», 1999: 44-53.)[1]

Otro momento decisivo: la entrada en el campo científico, a principios de los años 1960. Entender, en este caso, es entender el campo contra el cual y con el cual alguien se ha construido a sí mismo; y entender también la distancia respecto al campo, y a sus determinismos, que puede ofrecer cierta utilización de la reflexividad: habría que reproducir aquí un artículo titulado «Sociologie et philosophie en France, Mort et résurrection d’une philosophie sans sujet» que escribí, en colaboración con Jean-Claude Passeron, para la revista estadounidense Social Research (Bourdieu y Passeron, 1967). Ese texto, aunque «normalistamente» ampuloso y plagado de ripios retóricos, decía dos cosas esenciales, y creo que profundamente exactas, sobre el campo de las ciencias sociales: primera, el hecho de que el movimiento pendular que había llevado a los normaliens de los años 1930, y en especial a Sartre y Aron, a reaccionar contra el durkheimismo, considerado ligeramente «totalitario», había tomado el sentido contrario, a comienzos de los años sesenta, especialmente, por el impulso de Lévi-Strauss y de la antropología estructural, y había llevado a lo que se denominaba entonces, por parte de Esprit y de Paul Ricoeur, una «filosofía sin sujeto» (después, a partir de los años 1980, ese movimiento volvió a tomar el sentido contrario…); y, en segundo lugar, el hecho de que la sociología fuera una disciplina refugio, sometida al modelo dominante del cientifismo importado de los Estados Unidos por Lazarsfeld. (La sociología de la sociología tendría como efecto y como virtud liberar a las ciencias sociales de movimientos pendulares semejantes que, descritos a menudo como fenómenos de moda, son, en realidad, y de manera esencial, el efecto de los movimientos reactivos de los recién llegados que reaccionan a las tomas de posición de los dominadores, que también son los más antiguos, sus mayores.]

Construir el espacio de las posibilidades que se me presentaba en el momento de la entrada en el campo significa reconstruir el espacio de las posiciones constitutivas del campo tal como podían ser aprehendidas a partir de un determinado punto de vista socialmente constituido, el mío, sobre ese campo (punto de vista que se había instituido a lo largo de toda la trayectoria social que conducía a la posición ocupada, y también por medio de esa posición: de ayudante de Raymond Aron en la Sorbona y de secretario general del centro de investigación que acababa de crear en la Escuela de Altos Estudios). Para recomponer el espacio de las posibilidades, hay que comenzar por reconstruir el espacio de las ciencias sociales, especialmente, la posición relativa de las diferentes disciplinas o especialidades. El espacio de la sociología ya está constituido y el Traité de sociologie, de Georges Gurvitch, que ratifica la distribución de la sociología entre las «especialidades» y los «especialistas», ofrece una buena imagen de él: es un mundo cerrado en el que están atribuidas todas las plazas. La generación de los veteranos mantiene las posiciones dominantes que, en aquel momento, son en su totalidad posiciones de profesores (y no de investigadores) y de profesores de la Sorbona (que, para dar la medida de los cambios morfológicos ocurridos a partir de entonces, con la multiplicación de las plazas, sobre todo, de categoría inferior, sumaban en total tres plazas de profesores de sociología y psicología social, provista cada una de ellas de un único ayudante): Georges Gurvitch, que regenta la Sorbona de manera notoriamente despótica, Jean Stoetzel, que enseña psicología social en la Sorbona y dirige el Centro de Estudios Sociológicos, además del Instituto Francés de la Opinión Pública y de controlar el CNIC, y, finalmente, Raymond Aron, recién nombrado profesor de la Sorbona que, por la percepción relacional (impuesta por el funcionamiento del campo), aparece como el que ofrece un espacio a la alternativa entre la sociología teoricista de Gurvitch y la psicosociología cientifista y «americanizada» de Stoetzel, autor de una copiosa y mediocre compilación de trabajos estadounidenses sobre la opinión. La generación de los jóvenes ascendentes, todos ellos bordeando la cuarentena, se reparte la investigación y los nuevos poderes, vinculados a la creación de laboratorios y de revistas, siguiendo una división en especialidades, definidas a menudo por los conceptos del sentido común, y claramente repartidas a la manera de feudos: la sociología del trabajo es Alain Touraine, y, en segundo lugar, Jean-Daniel Reynaud y Jean-René Tréanton, la sociología de la educación es Viviane Isambert, la sociología de la religión, François-André Isambert, la sociología rural, Henri Mendras, la sociología urbana, Paul-Henri Chombard de Lauwe, la sociología del ocio, Joffre Dumazedier, además de, sin duda, unas cuantas provincias menores o marginales que olvido. El espacio está balizado por tres o cuatro grandes revistas de recentísima fundación: la Revue française de sociologie, controlada por Stoetzel y unos cuantos investigadores de la segunda generación (Raymond Boudon la heredará unos años después), Les cahiers internationaux de sociologie, controlada por Gurvitch (heredada después por Georges Balandier), los Archives européennes de sociologie, fundada por Aron, y animada por Éric de Dampierre, y unas cuantas revistas secundarias, poco estructurantes —un poco a la manera de Georges Friedman entre los veteranos—, como Sociologie du travail y Études rurales.

Convendría citar también L’homme, revista fundada y controlada por Lévi-Strauss que, aunque esté dedicada casi exclusivamente a la etnología, ejerce gran atracción sobre parte de la nueva generación (en la que me cuento). Cosa que recuerda la posición eminente de la etnología, y la posición dominada de la sociología, en el espacio de las disciplinas. Habría que decir incluso doblemente dominada: en el campo de las ciencias que utilizan el cálculo o la experimentación, donde le cuesta hacerse aceptar (si es que lo desea…; estamos lejos de los tiempos de Durkheim), mientras que la etnología, a través de Lévi-Strauss, lucha por imponer su reconocimiento como ciencia independiente (utilizando, especialmente, la referencia a la lingüística, entonces en su momento más alto), así como en el campo de las disciplinas literarias, en el que las «ciencias humanas» siguen estando llenas, para muchos filósofos, de jactancia de su condición, y de literatos ansiosos de distinción (continúan siendo abundantes aquí y ahora), «aprovechados» de última hora y advenedizos.

A nadie sorprenderá encontrar en esta disciplina-refugio, muy, por no decir demasiado, acogedora o, como graciosamente explica Yvette Delsaut, «poco intimidadora», a un escaso número de miembros de la categoría A, que son, fundamentalmente, profesores que enseñan la historia de la disciplina y practican en escasa medida la investigación, y una masa (en realidad, no muy numerosa) de miembros de la categoría B, muy raramente profesores adjuntos (sobre todo, de filosofía) y procedentes de orígenes escolares muy diversos (la licenciatura de sociología no existía en el momento de la entrada de la segunda generación). Estos investigadores, que no han recibido una formación única y homogeneizadora adecuada para darles sensación de unidad, y que se dedican, de manera fundamental, a investigaciones empíricas, en su mayoría tan pobres teórica como empíricamente, se diferencian (de los historiadores, por ejemplo) por todos los índices de una enorme dispersión (en especial, en materia de nivel escolar) que es poco favorable a la instauración de un universo de discusiones racionales. Cabría hablar de disciplina paria: la «devaluación» que, en un medio intelectual que está, sin embargo, muy ocupado y preocupado por la política —aunque muchos compromisos, con el Partido Comunista, especialmente, siguen siendo una manera, sin duda bastante paradójica, de mantener a distancia el mundo social— afecta todo lo que concierne a las cosas sociales y acaba, en efecto, reforzando una posición dominante en el campo universitario. Respecto a ese punto, aunque la situación haya cambiado un poco, la parte esencial de esta descripción sigue siendo válida —como lo demuestra el hecho, verificado por mil indicios, de que el paso de la filosofía a la sociología va acompañado, tanto en la actualidad como en los tiempos de Durkheim, de una especie de «degradación», así como el hecho de que, entre los «tópicos» más arraigadamente instalados en el cerebro de los filósofos o de los literatos, existe la convicción de que, sea cual fuere el problema, es preciso «ir más allá de la sociología» o «superar la explicación meramente sociológica» (en nombre del rechazo del «sociologismo»).

Pero la sociología también puede ser un medio de continuar la política por otros procedimientos (por ello, sin duda, se opone a la psicología, muy feminizada por el atractivo que ejerce sobre las jóvenes universitarias) y, en la clasificación de las ciencias de Auguste Comte, aparece como la disciplina de la culminación, capaz de rivalizar con la filosofía si se trata de pensar las cosas del mundo en su globalidad. (Raymond Aron, que ha transportado a la sociología la totalidad de las ambiciones de la filosofía a la manera de Sartre, escribe una obra titulada Paix et guerre entre les nations en 1984). Por otra parte, la referencia a los Estados Unidos, mediante la cual se enfrenta a las disciplinas canónicas, historia, literatura o filosofía, le da un aire de modernidad. En suma, es una disciplina que, tanto por su definición social como por la gente a la que atrae, profesores, investigadores o estudiantes, ofrece una imagen ambigua, por no decir desgarrada.

Convendría analizar también la relación entre la sociología y la historia, que tampoco es sencilla; y, para ofrecer otro indicio de la condición de paria que corresponde al sociólogo, me limitaré a recordar a mis oyentes el cuidado que ponen los historiadores en excluirse de las ciencias sociales y que, mientras manifiestan muy gustosamente su vinculación con la etnología, mantienen las distancias con la sociología, de la que, al igual que los filósofos, aprovechan muchas cosas, sobre todo, en materia de instrumental conceptual. Pero también en este caso, me remito, para mayor abundancia de detalles, a una conversación que sostuve, hace unos cuantos años, con un historiador alemán de la escuela de los Annales (Bourdieu, 1995).

Para construir el espacio de las posibilidades que se engendra en la relación entre un habitus y un campo es preciso, además, evocar rápidamente (lo haré a continuación) las características del habitus que yo introducía en ese campo: habitus que, debido a mi trayectoria social, no era modal en el campo filosófico y menos aún, gracias a mi trayectoria escolar, en el campo sociológico, y que me separaba de la mayoría de mis contemporáneos, filósofos o sociólogos. Además, al regresar de Argelia con una experiencia de etnólogo que, realizada en las difíciles condiciones de una guerra de liberación, había significado para mí una ruptura decisiva con la experiencia escolar, era propenso a tener una visión bastante despectiva de la sociología y de los sociólogos, la del filósofo reforzada por la del etnólogo.

Se entiende que, en tales condiciones, el espacio de las posibilidades que se me ofrecían no podía reducirse al que me proponían las posiciones constituidas como socio lógicas en Francia o en el extranjero, es decir, en los Estados Unidos y, de manera secundaria, en Alemania e Inglaterra. Está claro que todo me llevaba a no dejarme encerrar en la sociología, o ni siquiera en la etnología y la filosofía, y a pensar mi trabajo en relación con el conjunto del campo de las ciencias sociales y de la filosofía. [El hecho de ser aquí a un tiempo sujeto y objeto del análisis redoblo una dificultad, muy común, del análisis sociológico: el peligro de que las interpretaciones propuestas de las prácticas —lo que se llama, a veces, las «intenciones objetivas»— sean entendidas como las intenciones expresas del sujeto que interviene, sus estrategias intencionales, sus proyectos explícitos. Por ejemplo, cuando pongo en relación, cosa que, de acuerdo con un buen método, es imposible dejar de hacer, mis proyectos intelectuales, particularmente vastos y desconocedores de las fronteras entre especialidades, pero también entre la sociología y la filosofía, con mi paso de la filosofía, disciplina prestigiosa, donde algunos de mis compañeros de escuela habían permanecido —lo que es, sin duda, muy importante desde un punto de vista subjetivo—, a la sociología y con la debilitación del capital simbólico que «objetivamente» originaba, eso no significa, sin embargo, que mis elecciones de objeto o de método no hayan estado inspiradas, de manera consciente o casi cínica, por la intención de proteger ese capital.]

El hecho de que me considerara, al principio, etnólogo, lo que era, desde un punto de vista subjetivo, una manera más aceptable subjetivamente de aceptar la «degradación» vinculada al paso de la filosofía a las ciencias sociales, me llevó a introducir en la sociología mucho de lo que había aprendido practicando la filosofía y la etnología: unas técnicas (como la utilización intensiva de la fotografía, que había practicado mucho en Argelia), unos métodos (como la observación etnográfica o la conversación con unos individuos tratados más como informadores que como unas investigaciones) y, sobre todo, probablemente, unos problemas y unos métodos de pensamiento que se referían a la pluralidad metodológica que, a partir de entonces, he ido teorizando poco a poco (con la combinación del análisis estadístico y de la observación directa de grupos, en el caso de Un art moyen). Lo que era una manera de pasar a la sociología, pero a una sociología redefinida y ennoblecida (se encontrarán huellas de todo eso en el prólogo de Travail et travailleurs en Algérie —Bourdieu, Darbel, Rivet y Seibel, 1963— o en el prefacio a Un art moyen —Bourdieu, Boltanski, Castel y Chamboredon, 1965—), siguiendo el modelo de Ben-David y Collins que he comentado.

Son, sin duda, los mismos principios sociales (unidos a mi formación epistemológica) que me inspiraban el rechazo (o el desprecio) de la definición científica de la sociología, y, en especial, la negativa a la especialización, que, impuesta por el modelo de las ciencias más avanzadas, se me presentaba como totalmente desprovista de justificación en el caso de una ciencia en sus comienzos como la sociología (recuerdo de manera especial la sensación de escándalo que experimenté, a mediados de los años 1960, en el congreso mundial de sociología de Varna, ante las injustificadas divisiones de la disciplina en sociología de la educación, sociología de la cultura y sociología de los intelectuales, cuando cada una de esas ciencias podía prestar los auténticos principios explicativos de su objeto a cualquier otra). Así es como he llegado a pensar, de manera muy natural, que había que trabajar para reunificar una ciencia social artificialmente fragmentada, sin caer por ello en los discursos académicos sobre el «hecho social total» a los que son tan propensos algunos de los maestros de la Sorbona, y, tanto en mis investigaciones como en las publicaciones que he incluido en la colección «Le sens commun» que fundé en las Éditions de Minuit, he intentado reunir la historia social y la sociología, la historia de la filosofía y la historia del arte (con autores como Erwin Panofsky y Michael Baxandall), la etnología, la historia, la lingüística, etcétera. De este modo he llegado a una práctica científica, convertida poco a poco en toma de posición deliberada, de la que cabe decir que, en determinados aspectos, es por así decirlo «antitodo» y, vista desde otra perspectiva, trata de «atraparlo todo», catch all, como se dice de algunas tomas de posición. Y de ese modo me he encontrado presente, sin haberlo pretendido nunca de manera explícita y, sobre todo, sin la menor intención «imperialista», en la totalidad del campo de las ciencias sociales.

Lo cual quiere decir que, incluso si he llegado a concebir y a formular explícitamente el proyecto, refiriéndome al gran modelo durkheimiano, jamás he tenido la intención explícita de hacer una revolución en las ciencias sociales, sino, tal vez, contra el modelo estadounidense entonces dominante en todo el mundo, y, muy especialmente, contra el corte que introducía, y conseguía imponer en todo el universo, entre la «theory» y la «methodology» (encarnada en la oposición entre Parsons y Lazarsfeld, quienes tenían sus «agencias» y sus «sucursales» de introductores, de traductores y de comentadores en Francia), y también, pero en otro terreno, contra la filosofía que, en su definición social dominante, me parecía representar un obstáculo fundamental para el progreso de las ciencias sociales (a menudo me he definido, en esta misma institución y, sin duda, de manera un poco irónica, como el líder de un movimiento de liberación de las ciencias sociales contra el imperio y el poder de la filosofía). No sentía mayor indulgencia por los sociólogos que veían el paso por los Estados Unidos como una especie de viaje iniciático de la que había sentido, diez o quince años antes, por los filósofos que se precipitaban sobre los archivos inéditos de un Husserl cuyas obras principales seguían siendo, en parte considerable, inéditas en francés.

Comienzo por la relación con la sociología estadounidense que, en su expresión más visible —me refiero a lo que yo denominaba la tríada capitolina, Parsons, Merton, Lazarsfeld—, imponía a las ciencias sociales todo un conjunto de reducciones y de mutilaciones de las que me parecía indispensable liberarlas, especialmente mediante un regreso (estimulado por Lévi-Strauss) a los trabajos de Durkheim y de los durkheimianos (sobre todo de Mauss), así como a la obra de Max Weber (renovada por una lectura que rompiera con la reducción neokantiana que había operado Aron), dos autores inmensos que habían sido anexionados, y vulgarizados, por Parsons. Para combatir esta nueva ortodoxia, socialmente muy poderosa (el propio Aron dedicó dos años de seminario a Parsons, y Lazarsfeld enseñó, durante un año, ante toda la sociología francesa congregada por Boudon y Lécuyer —bueno, no toda: existía, por lo menos, una excepción…— los rudimentos de la «metodología» que la auténtica multinacional científica que había creado imponía con éxito en todo el universo), era preciso recurrir a estrategias realistas y rechazar dos tentaciones suplementarias (acudiendo a la sociología y, en especial, a trabajos como el de Michael Pollak «Paul Lazarsfeld, fondateur d’une multinationale scientifique», 1979): por un lado, la sumisión pura y simple a la definición dominante de la ciencia, y por el otro, el encierro en la ignorancia nacional que llevaba, por ejemplo, al rechazo a priori de los métodos estadísticos, asociados al positivismo estadounidense, posición cuyo defensor más visible era, sin duda, Lucien Goldman, junto con algunos otros marxistas que consideraban sospechosa, a priori, cualquier referencia a Max Weber o a la literatura anglosajona, a los que, a menudo, apenas conocían (entre otras cosas, contra esa reclusión «nacional» políticamente estimulada y reforzada emprendí, con la colección «Le sens commun» de las Éditions de Minuit, y después con la revista Actes de la recherche en sciences sociales, la apertura del camino a los grandes investigadores extranjeros, clásicos, como Cassirer, o contemporáneos, como Goffman, Labov, etcétera).

En la lucha contra la ortodoxia teórica y metodológica que dominaba el mundo científico, intenté encontrar aliados en Alemania, pero el corte entre los teóricos escolásticos (la escuela de Frankfurt, Habermas, y después Luhman) y los empiristas sometidos a la ortodoxia estadounidense era (y sigue siendo) muy profundo, prácticamente insuperable. Existía en mi proyecto, tal como lo explicaba a mis amigos alemanes, una intención política, pero específica: se trataba de crear una tercera vía realista, capaz de conducir a una nueva manera de practicar la ciencia social adoptando las armas del enemigo (estadísticas, especialmente; aunque en Francia también disponíamos de una gran tradición, con el Instituto Nacional de Estadística, del que he aprendido muchas cosas) para esgrimirlas contra él, al reactivar unas tradiciones europeas desviadas y deformadas por su retraducción estadounidense (Durkheim y los durkheimianos, masivamente reeditados en la colección «Le sens commun», Weber desoxidado mediante una relectura activa o, más exactamente, una reinterpretación libre que lo arrebataba a un tiempo de Parsons y de Aron, Schütz y la fenomenología del mundo social, etcétera); y para escapar de ese modo a la alternativa que perfilaba la oposición entre los meros importadores de métodos y de conceptos de segunda mano y los marxistas o sus parientes cercanos, bloqueados en el rechazo de Weber y de la sociología empírica. (En esta perspectiva, la política de traducciones era un elemento capital: pienso, por ejemplo, en Labov, cuya obra y cuya presencia activa sirvieron de base al desarrollo en Francia de una auténtica sociolingüística, que entroncaba con la tradición europea de la que él procedía.) Y todo ello con la ambición de encontrar una nueva base internacional a esa nueva ciencia, mediante una acción pedagógica que miraba especialmente a Hungría, que se liberaba poco a poco del materialismo dialéctico y recuperaba la estadística (de la pobreza, sobre todo), a Argelia, foco entonces de las luchas del Tercer Mundo, y al Brasil.

Pero me enfrentaba con idéntica decisión a la filosofía, es decir, a la filosofía institucional conectada a la defensa de las agregadurías y de sus programas arcaicos y, sobre todo, de la filosofía aristocrática de la filosofía como casta de esencia superior, que en todos los filósofos que, a pesar de su inclinación antiinstitucional y a pesar, para algunos, de una ruptura ostentosa con las «filosofías del sujeto», seguían mostrando un desprecio de casta respecto a las ciencias sociales que eran una de las plataformas del credo filosófico tradicional: pienso en Althusser, que hablaba de las «ciencias llamadas sociales», o en Foucault, que alineaba las ciencias sociales en el orden inferior de los «saberes». No podía menos que sentir cierta irritación ante lo que se me antojaba un «doble juego» de esos filósofos que, mientras se apoderaban del objeto de las ciencias sociales, no paraban de minar su fundamento. La resistencia que pretendía oponer a la filosofía no me era inspirada por ninguna hostilidad a tal disciplina, y seguía siendo una elevada idea de la filosofía (demasiado elevada, tal vez) la razón de que intentara ayudar a la constitución de una sociología de la filosofía capaz de aportar mucho a la filosofía al desembarazarla de la filosofía dóxica de la filosofía, que es un efecto de las coacciones y de las rutinas de la institución filosófica.

Sin duda, la situación, muy singular, de la filosofía en Francia, consecuencia, fundamentalmente, de la existencia, hecho excepcional, de la enseñanza de la filosofía en los cursos finales de la enseñanza media y de la posición dominante de la filosofía en las jerarquías escolares, explica la especial intensidad de la subversión filosófica que apareció en Francia en los años 1970 (convendría proponer aquí un modelo análogo al que he propuesto para explicar la fuerza excepcional del movimiento de subversión antiacadémica que apareció en Francia con Manet y los impresionistas, en reacción contra la omnipotente institución académica, y la ausencia, por el contrario, de un movimiento semejante en Inglaterra, donde no se daba semejante concentración de los poderes simbólicos en materia artística).

Pero el movimiento de los filósofos franceses que alcanzaron la celebridad en la década de 1970 resulta ambiguo por el hecho de que la rebelión contra la institución universitaria se combina con una reacción conservadora contra la amenaza que el ascenso de las ciencias sociales, sobre todo, a través de la lingüística y de la etnología «estructuralistas», representaba para la hegemonía de la filosofía (he analizado con mayor profundidad el contexto social de la relación entre la filosofía y las ciencias sociales en Homo academicus, muy especialmente, en el prefacio a la segunda edición de ese libro): como la trayectoria escolar que los llevaba a la cumbre de la institución académica había entrado en aquella época en una crisis profundísima, movidos por un malhumor antiinstitucional especialmente fuerte contra una institución sobremanera rígida, endogámica y opresiva, los filósofos franceses de los años 1970 respondieron de manera «providencialmente» adecuada (por descontado, sin proponérselo en absoluto) a las expectativas suscitadas por la «revolución» del 68, revolución específica, que llevó la contestación político-institucional al campo universitario (Feyerabend en Berlín y Kuhn en los Estados Unidos eran igualmente utilizados para dar un lenguaje a una contestación espontánea de la ciencia). Pero, por otra parte, obsesionados por el mantenimiento de su hegemonía en relación con las ciencias sociales, paradójicamente, retomaban, radicalizándola, en una estrategia muy similar a la de Heidegger al ontologizar el historicismo (Bourdieu, 1988a), la crítica historicista de la verdad (y de las ciencias).

La década de 1970 señaló una brusca inversión del pro y el contra del mood filosófico dominante. Hasta aquel momento la filosofía (por lo menos la anglosajona, e incluso la continental) aspiraba a la lógica, con la ambición de construir un sistema formal unitario basado en el análisis de las matemáticas de Russell; la filosofía analítica, el empirismo lógico de los Hempel, Carnap y Reichenbach, grandes admiradores del primer Wittgenstein (Tractatus), así como la fenomenología, seguían a Frege en su rechazo de cualquier concesión al «historicismo» y al «psicologismo»; todos afirmaban la misma voluntad de instaurar un corte muy profundo entre las cuestiones formales o lógicas y las cuestiones empíricas, concebidas como no racionales o incluso irracionales; se enfrentaban, especialmente, con la «genetic fallacy», que consistía en mezclar consideraciones empíricas con justificaciones lógicas. Esta conversión colectiva, especie de desquite sin cuartel de la «genetic fallacy», «simbolizada» en el caso francés por el paso de Koyré y Vuillemin a Foucault y a Deleuze, hace aparecer la adhesión a las verdades formales y universales como pasada de moda e incluso un poco reaccionaria, comparada con el análisis de las situaciones histórico-culturales concretas, ilustrado por los textos de Foucault que, reunidos con el título de Power/Knowledge, cimentaron su prestigio en los Estados Unidos (para conocer la situación en este país a finales de la década de 1970, véase Stephen Toulmin, 1979: 143-144). [Resultaría fácil mostrar que, sin dejar de estar arraigada en la filosofía más aristocrática de la filosofía, esta transformación del humor filosófico está muy directamente vinculada, por su estilo y sus objetos, con las experiencias y las influencias del mayo del 68 que hacen descubrir a los filósofos y a la filosofía la política o, como preferirían decir, lo político.]

Pienso que este análisis, por simplificador que sea, permite comprender, a mí en primer lugar, que me he encontrado constantemente en falso respecto a los que el radicalismo de campus ha clasificado globalmente en la categoría «cajón de sastre» de los «posmodernos» (quienes se interesen por la «recepción» encontrarán, sin duda, en este desfase la clave de la acogida dada a mi obra en los Estados Unidos: ¿es moderno o posmoderno, sociólogo o filósofo, o, distinción menos importante, etnólogo o sociólogo, o, incluso, de derechas o de izquierdas, etcétera?; Bourdieu, 1996). Después de abandonar la filosofía por la sociología (transición-traición que, desde el punto de vista de los que permanecen vinculados al título de filósofo, crea una diferencia toto caelo), sólo podía, en tanto que aspirante a científico, permanecer vinculado a la visión racionalista; y eso, en lugar de utilizar, como Foucault o Derrida, las ciencias sociales para reducirlas o destruirlas, sin dejar de practicarlas, aunque sin decirlo, y sin pagar el precio de una auténtica conversión a las servidumbres de la investigación empírica. Sólidamente arraigado en una tradición filosófica hard (Leibniz, Husserl, Cassirer, historia y filosofía de las ciencias, etcétera) y al no haber pasado a la sociología a través de una opción negativa (Georges Canguilhem, sobre el cual yo había planteado un tema de tesis, a continuación repudiado, me había preparado una carrera de filósofo siguiendo el modelo de la suya: un puesto de profesor de filosofía en Toulouse asociado a unos estudios de medicina), yo no era propenso a unos comportamientos compensatorios del tipo de los que llevan a algunos sociólogos o historiadores, menos seguros de sí mismos, a «hacer de filósofo». Fiel en eso a esa especie de aristocratismo del rechazo que caracterizaba para mí a Canguilhem, me las ingeniaba metódicamente para dejar en unas notas o unos incisos las reflexiones que habría podido llamar «filosóficas» (pienso, por ejemplo, en una de las escasas discusiones explícitas que he dedicado a Foucault, y que se encuentra relegada en la nota final de un oscuro artículo de la revista Études rurales (1989), en la que recuperaba la investigación que había emprendido treinta años antes sobre el celibato entre los campesinos). Al reivindicar siempre con orgullo el título de sociólogo, excluía de una manera absolutamente consciente (a costa de una pérdida de capital simbólico asumida por completo) las estrategias extendidísimas del doble juego y del doble beneficio (sociólogo y filósofo, filósofo e historiador), las cuales, me siento obligado a confesarlo, me resultaban tremendamente antipáticas, entre otras razones, porque se me antojaban precursoras de una falta de rigor ético y científico (Bourdieu, 1996).

Se entiende que, dentro de la misma lógica, no pudiera intervenir en los debates sobre la ciencia tal como se presentaban en los años 1970. En realidad, después de haber tropezado con absoluta naturalidad, en tanto que sociólogo, con el problema del arraigo social de la ciencia que los demás sólo descubren indirectamente, me he limitado a desempeñar mi oficio de sociólogo sometiendo la ciencia y el campo científico, para mí un objeto como los demás (excepto porque me daba la ocasión de enfrentarme a uno de los pilares de la tríada capitolina, Robert Merton), a un análisis sociológico, en lugar de ajustar cuentas con la ciencia (social) como harían los filósofos «posmodernos» y, con estilos diferentes, todos los nuevos «filósofos-sociólogos» de la ciencia. No es necesario recurrir a procedimientos de ruptura extraordinarios (como la referencia, tan equívoca como ennoblecedora, a Wittgenstein) para someter a la crítica sociológica las visiones logicistas y cientifistas; no son necesarias, tampoco, rupturas ostentosas con la tradición racionalista a la que me vinculan mi formación (historia y filosofía de las ciencias) y mi orientación filosófica, al igual que mi posición de investigador. Y no dejaré de apoyarme tanto en Bachelard y la tradición epistemológica francesa como en mi análisis del campo científico en mi esfuerzo por fundamentar una epistemología de las ciencias sociales sobre una filosofía constructivista de la ciencia (que anticipa a Kuhn, pero sin caer, pura y simplemente, en el relativismo de los posmodernos). La ruptura, que me parece imponerse, con la visión indígena de la ciencia, más o menos reemplazada por la visión sabia (mertoniana), no conduce ni a un cuestionamiento ni a una legitimación de la ciencia (especialmente, la social), y mi posición de doble rechazo (ni Berton, ni Bloor-Collins, ni relativismo nihilista, ni cientifismo) me situará, una vez más, en falso en los debates de los nuevos sociólogos de la ciencia, que yo había contribuido a lanzar.

Esta toma de posición, aparentemente tibia y prudente, también debe mucho, sin duda, a las disposiciones de un habitus que inclina al rechazo de la postura «heroica», «revolucionaria», «radical» o, mejor dicho, «radical chic», en suma, del radicalismo posmoderno identificado con la profundidad filosófica, así como también, en política, con el rechazo del «gauchisme» (a diferencia de Foucault y de Deleuze), pero también del Partido Comunista o de Mao (a diferencia de Althusser). Y también, sin duda, las disposiciones del habitus explican la antipatía que me inspiran los parlanchines y los intrigantes y el respeto que siento, por el contrario, por los «trabajadores de la prueba», por citar las palabras de Bachelard, y por todos aquellos que, en la actualidad, tanto en sociología como en historia de la ciencia, perpetúan sin alborotar la tradición de la filosofía de la historia de la ciencia inaugurada por Bachelard, Canguilhem, Koyré o Vuillemin.

Pero es posible que todos esos rechazos no tuvieran más fundamento que la intuición de que todas esas poses y esas posturas ultrarradicales no son más que la inversión de posiciones autoritarias y conservadoras, por no decir cínicas y oportunistas; intuición del habitus que ha sido ampliamente confirmada por las fluctuaciones de tantas trayectorias posteriores al capricho de los vaivenes de las fuerzas del campo, con, por ejemplo, el paso de todo (es) político al todo (es) moral, de modo que la permanencia de los habitus se manifiesta a través de la inversión de las tomas de posición cuando se invierte el espado de las posibilidades (podría analizar aquí, entre otras cosas, todo tipo de reconversiones a primera vista sorprendentes, como los saltos de Heidegger a Wittgenstein o el malentendido de los althusserianos sobre el Círculo de Viena y la filosofía austríaca, que, para los que tienen cierta edad y cierta memoria, sugieren con mucha exactitud el tratamiento dado a Heidegger por los marxistas chic, por no hablar de los virajes políticos que se suelen llamar espectaculares, y que han conducido a tantos contemporáneos del ultrabolchevismo al ultraliberalismo, templado o no por un socialiberalismo de lo más oportuno, además de oportunista).

En buena ley, convendría examinar el estado actual del campo de la sociología y del campo de las ciencias sociales a fin de descubrir los medios de comprender las trayectorias individuales y colectivas (especialmente, las del grupo de investigación que he animado) en relación con los cambios en las correlaciones de fuerza simbólicas en el interior de cada uno de esos dos campos y entre sí (diferenciando lo más posible las dos especies de capital-poder-científico). Cabe decir, por lo menos, que la posición de la sociología en el espacio de las disciplinas se ha transformado profundamente, al igual que la estructura del campo sociológico, y que eso es, sin duda, lo que me ofrece la posibilidad de afirmar lo que afirmo, y que no habría podido afirmar treinta años atrás, es decir, y de manera muy especial, el proyecto de transformar el campo que, en aquel entonces, habría aparecido como insensato, o, para ser más precisos, megalómano y reductible a las particularidades de una persona singular (permanece algo de todo eso cuando se considera al grupo de investigación que he creado, el Centro de Sociología Europea, como una secta, sin entender y aceptar la intención global de un proyecto científico colectivo, acumulativo, que integra las adquisiciones teóricas y técnicas de la disciplina, dentro de una lógica semejante a la de las ciencias de la naturaleza, y que se basa en un conjunto común de opciones filosóficas explícitas, especialmente, en lo que concierne a los presupuestos antropológicos implicados en cualquier ciencia del hombre).

Habría que considerar también mi trayectoria en ese campo, tomando en consideración, para evitar la utilización un poco simplista que a menudo se ha hecho del concepto de «mandarín», a su vez bastante simplista y sociológicamente poco adecuado, el carácter específico de la posición del Collège de France, la menos institucional (o la más antiinstitucional) de las instituciones universitarias francesas que, como he mostrado en Homo academicus (1984), es el lugar de los herejes consagrados. Habría que examinar el sentido y el alcance de la «revolución» que se ha realizado, pero que, si bien ha triunfado en el plano simbólico (por lo menos, en el extranjero), ha conocido a nivel institucional un indiscutible fracaso relativo que se aprecia perfectamente en el destino del grupo, conjunto unido de individuos relegados a posiciones universitarias secundarias, marginales o menores: la dificultad encontrada en el intento de «crear escuela» recuerda la que conoció en su momento Émile Durkheim (que, sin embargo, había entendido perfectamente que no se podía crear escuela sin apoderarse de la escuela y que había realizado esfuerzos metódicos en dicho sentido). Convendría analizar la función de la revista Actes de la recherche en sciences sociales como instrumento de reproducción autónoma en relación a la reproducción escolar, controlada en gran parte por los poseedores de los poderes temporales, que, como ya hemos visto, son más bien nacionales. Convendría, para concluir, analizar el coste extremo de la pertenencia prolongada al grupo, la responsabilidad del cual es imputada a su fundador y a sus responsables, cuando, en realidad, es imputable en buena parte al efecto de mecanismos sociales de rechazo (sería, sin duda, otra ocasión de hablar de reproducción prohibida).

Ya he comenzado a plantear el análisis del habitus al invocar en varias ocasiones el papel de las disposiciones socialmente constituidas en mis tomas de posición y, en especial, en mis simpatías hacia determinadas ideas o determinadas personas. No soy una excepción a la ley social que estipula que la posición geográfica y social de origen desempeña un papel determinante en las prácticas, en relación con los espacios sociales en cuyo interior se actualizan las disposiciones que favorece.

El pasado social es especialmente determinante cuando se trata de hacer ciencias sociales. Y eso sea cual sea, popular o burgués, masculino o femenino. Siempre entrelazado con el pasado que explora el psicoanálisis y traducido o convertido en un pasado escolar al que los veredictos de la escuela confieren, a veces, la fuerza de un destino, sigue pesando durante toda la existencia. Sabemos perfectamente, por ejemplo, aunque, sin duda, de una manera algo abstracta, que las diferencias de origen social siguen orientando a lo largo de toda la vida las prácticas y determinando el éxito social que se les concede. Pero sigo asombrándome de haber podido verificar que los normaliens de orígenes sociales diferentes, «igualados», aparentemente, por el éxito en una misma oposición y la posesión de un título igualmente homogeneizador (por la misma distinción que afirma en relación a todos los demás), han conocido destinos, especialmente universitarios, profundamente diferentes y proporcionados, en cierto modo, a su condición inicial (Bourdieu, 1975b).

No me extenderé, porque sería demasiado difícil en el marco de una intervención pública, sobre las características de mi familia natal. Mi padre, hijo de aparcero convertido al alcanzar los treinta años, es decir, más o menos en el momento de mi nacimiento, en pequeño funcionario rural, ejerció toda su vida el oficio de empleado en un pueblecito del Bearne particularmente atrasado (aunque muy próximo a Pau, a menos de veinte kilómetros, era desconocido por mis compañeros de instituto, cosa que les daba ocasión de gastarme bromas); pienso que mi experiencia infantil de hijo de tránsfuga (que he reconocido en el Nizan que recuerda Sartre en su prefacio a Aden Arabie) ha pesado mucho en la formación de mis disposiciones respecto al mundo social: muy próximo de mis compañeros de escuela primaria, hijos de pequeños campesinos, de artesanos o de comerciantes, con los que tenía prácticamente todo en común, salvo el éxito, que me diferenciaba un poco, me sentía separado de ellos por una especie de barrera invisible, que se expresaba a veces en algunos insultos rituales contra lous emplegats, los empleados «siempre a la sombra», un poco a la manera de mi padre, que también estaba separado (y daba muchas muestras de lo que esto le hacía sufrir, como el hecho de que siempre votaba muy a la izquierda) de aquellos campesinos (y de su padre y de su hermano, que seguían en la granja, a los que iba a ayudar todos los años en la época de sus vacaciones) de los que se sentía, sin embargo, muy próximo (lo demostraban los asiduos servicios que, con infinita paciencia, les prestaba) y que eran, por lo menos algunos de ellos, mucho más afortunados que él. (Deben de estar pensando que utilizo un lenguaje muy embrollado, pero, y eso sigue siendo una de esas diferencias indelebles, todas las «historias» de vida no son igualmente fáciles y agradables de contar, en especial, porque el origen social, sobre todo tratándose de alguien que, como yo, ha mostrado la importancia de esta variable, está predispuesto a desempeñar el papel de instrumento y de objetivo de luchas y de polémicas, y a ser utilizado en los sentidos más diferentes, pero, casi siempre, para lo peor…)

Convendría analizar también la experiencia, sin duda, profundamente «estructurante», del internado, a través, sobre todo, del descubrimiento de una diferencia social, esta vez en sentido contrario, con los «ciudadanos burgueses», y del corte entre el mundo del internado (Flaubert escribió en algún lugar que quien ha conocido el internado a los doce años conoce más o menos todo sobre la vida), terrible escuela de realismo social, donde todo ya está presente, el oportunismo, el servilismo interesado, la delación, la traición, la denuncia, etcétera, y el mundo de la clase, en el que reinan unos valores diametralmente enfrentados, y sus profesores, que, especialmente las mujeres, proponen un universo de descubrimientos intelectuales y de relaciones humanas que es posible llamar encantadas. Recientemente, he comprendido que mi considerabilísima dedicación a la institución escolar está constituida, sin duda, por esta experiencia dual, y que la profunda rebelión, que jamás me ha abandonado, contra la Escuela tal cual es, procede, sin duda, de la inmensa decepción, inconsolable, que me produce el desfase entre la cara nocturna y detestable y la cara diurna y supremamente respetable de la escuela (lo mismo puede decirse, por transposición, de los intelectuales).

Para no sobrecargar indefinidamente el análisis, me gustaría llegar rápidamente a lo que hoy se me presenta, en el estado de mi esfuerzo de reflexividad, como esencial, el hecho de que la coincidencia contradictoria de la admisión en la aristocracia escolar y del origen popular y provinciano (me gustaría decir: particularmente provinciano) ha sido el origen de la constitución de un habitus escindido, generador de todo tipo de contradicciones y de tensiones. No es fácil describir los efectos, es decir, las disposiciones, que esta especie de coincidentia oppositorum ha engendrado. Por una parte, una disposición reacia, especialmente respecto al sistema escolar, alma mater con dos rostros contrastados que, sin duda porque ha sido el objeto de una adhesión religiosamente excesiva, es motivo de una violenta y constante rebelión basada en la añoranza y en la decepción. Y por otro, la altivez y la seguridad, por no decir la arrogancia del «superseleccionado», impelido a vivirse a sí mismo como un milagroso hijo de sus obras, capaz de aceptar todos los desafíos (veo un ejemplo paradigmático de lo que digo en una broma pesada que Heidegger gasta a los kantianos cuando les arrebata uno de los pedestales del racionalismo al descubrir la finitud en el corazón de la estética trascendental). La ambivalencia respecto al mundo universitario y al mundo intelectual que de ahí resulta condena toda mi relación con esos universos a aparecer como incomprensible o desplazada, trátese de la indignación exaltada y reformadora o de la distancia espontánea respecto a las consagraciones escolares (pienso en aquel que se indignaba por la reflexividad crítica de mi lección inaugural, sin ver que era la condición para hacer soportable la experiencia), o también de la lucidez sobre las costumbres y los humores universitarios, que no puede expresarse en unas reflexiones cotidianas o unos libros (Bourdieu, 1984, 1988b) sin pasar por la traición de quien «escupe en la sopa» o, peor aún, revela el secreto.

Esta ambivalencia es la causa de una doble distancia en relación con las posiciones enfrentadas, dominantes y dominadas, en el campo. Pienso, por ejemplo, en mi actitud en materia política, que me aleja tanto del aristocraticismo como del populismo, y en la posición reacia que, al margen de cualquier imperativo de la virtud cívica o moral, pero también de cualquier cálculo, me orienta casi siempre a contracorriente, y me lleva a llamarme ostentosamente weberiano, o durkheimiano, en unos momentos, alrededor del 68, en que estaba bien visto ser marxista, o, por el contrario, en la actualidad, entrar en una especie de disidencia bastante solitaria cuando todo el mundo parece considerar más oportuno vincularse al orden social (y «socialista»). Y eso, sin duda, por lo menos en parre, es una reacción contra las tomas de posición de los que siguen las inclinaciones de habitus diferentes del mío y cuyo conformismo oportunista me resulta especialmente antipático cuando adopta la forma de un fariseísmo de la defensa de las buenas causas. ¿Cómo no citar aquí a Bouveresse (con quien mi habitus me lleva a identificarme a menudo…)?: «Musil dice de su protagonista, Ulrich, en El hombre sin atributos, que amaba las matemáticas a causa de toda la gente que no puede soportarlas. A mí me gustó inicialmente la lógica matemática, en parte, por motivos similares, a causa del menosprecio y del miedo que inspira, generalmente, a los filósofos de mi entorno» (Bouveresse, 2001: 198).

Pero es, sin duda, en el estilo propio de mi investigación, en la clase de objetivos que me interesan y en la manera personal de abordarlos, donde se encontraría, sin duda, la manifestación más clara de un habitus científico discrepante, producto de una «conciliación de los contrarios» que inclina, tal vez, a «reconciliar los contrarios». Pienso en el hecho de invertir grandes ambiciones teóricas en unos objetos empíricos a menudo muy triviales, la cuestión de las estructuras de la conciencia temporal a propósito de la relación con el futuro de los subproletarios, las cuestiones rituales de la estética, kantiana, especialmente, a propósito de la práctica fotográfica habitual, la cuestión del fetichismo a propósito de la alta costura y del precio de los perfumes, el problema de las clases sociales con motivo de un problema de codificación, demostraciones todas de una manera de hacer ciencia a un tiempo ambiciosa y «modesta». Es posible que el hecho de salir de unas «clases» que suelen ser llamadas «modestas» proporcione en este caso unas virtudes que no enseñan los manuales de metodología, como la ausencia de cualquier menosprecio por las paciencias y las minucias de lo empírico; el gusto por los objetos humildes (pienso en artistas que, como Saytour, rehabilitan los materiales desdeñados, como el linóleo); la indiferencia respecto a las barreras disciplinarias y la jerarquía social de los ámbitos que lleva hacia los objetos menospreciados y que estimula a juntar lo más elevado y lo más bajo, lo más cálido y lo más frío; la disposición antiintelectualista que, intelectualmente cultivada, está en el origen de la práctica comprometida en el trabajo científico (por ejemplo, el papel atribuido a la intuición), y que conduce a una utilización antiescolástica de los conceptos que excluyen tanto la exhibición teoricista como el falso rigor positivista (lo que provoca algunos malentendidos con los «teóricos» y, sobre todo, los metodólogos sin práctica, como los muchos que escriben sobre la noción de habitus); el sentido y el gusto por los saberes y las habilidades tácitas que se utilizan, por ejemplo, en la confección de un cuestionario o de una hoja de codificación. Y todas ellas son, sin duda, las disposiciones antagónicas de un habitus discrepante que me han estimulado a emprender y me han permitido conseguir la peligrosa transición de una disciplina soberana, la filosofía, a una disciplina estigmatizada como la sociología, pero trasladando a esa disciplina inferior las ambiciones asociadas a las alturas de la disciplina originaria al mismo tiempo que las virtudes científicas capaces de realizarlas (Ben-David y Collins, 1997).

Contrariamente a lo que exige el imperativo de la Wertfreiheit, la experiencia vinculada al pasado social puede y debe ser movilizada en la investigación, a condición de haber sido sometida previamente a un examen crítico riguroso. La relación con el pasado que permanece presente y actúa en forma de habitus debe ser socioanalizada. Por la anamnesis liberadora que favorece, el socioanálisis permite racionalizar, sin el menor cinismo, las estrategias científicas. Permite comprender el juego en lugar de soportarlo o de sufrirlo e incluso, hasta cierto punto, «sacar de él algunas enseñanzas»; por ejemplo, sacando partido de las revelaciones que puede aportar a cada uno de nosotros la lucidez interesada de nuestros competidores o conduciendo a tomar conciencia de los fundamentos sociales de las afinidades intelectuales.

Así es como la sociología de la educación puede desempeñar un papel determinante en lo que Bachelard denominaba «psicoanálisis del espíritu científico», y, sin duda, me he aprovechado enormemente en mi trabajo, y no sólo en el ámbito de la educación, de la lucidez especialísima del que ha permanecido marginado a la vez que accedía a los espacios más centrales del sistema. Pero esta lucidez se alimenta constantemente de sí misma en y mediante un esfuerzo constante por exigir a la sociología los medios para explorar con mayor profundidad el inconsciente social del sociólogo (pienso, por ejemplo, en el análisis de las categorías del entendimiento profesoral).

Uno de los fundamentos de esta dimensión de la competencia científica que se denomina habitualmente «intuición» o «imaginación creadora» debe ser buscado, sin duda, en la utilización científica de una experiencia social sometida con anterioridad a la crítica sociológica. Convendría contar aquí con detalle (pero ya lo hice no hace mucho en una intervención titulada «Participant Objectivation»; Bourdieu, en prensa) esa especie de experimentación sobre el trabajo de reflexividad que realicé con motivo de la investigación que llevó al artículo de los años 1960 titulado «Célibat et condition paysanne» (1962); después de tomar conciencia de que utilizaba mi experiencia social primaria para defenderme contra la sociología espontánea de mis informadores cabileños, he querido retornar a la fuente de esa experiencia y tomarla como objeto, y de ese modo he descubierto, a propósito de dos ejemplos, por una parte, la noción de besiat, el vecindario, el conjunto de los vecinos, que algunos etnólogos habían constituido en unidad social, y por otra, a partir de una observación de un informador sobre el interés que se puede sentir por «ser pariente de» («presume mucho de que son parientes desde que su hijo va a la universidad»), que el modelo genealógico y las ideas imperantes en materia de parentesco impiden aprehender en su verdad las estrategias de reproducción mediante las cuales existen los grupos y el propio modo de existencia de esos grupos. En suma, vemos que una experiencia social, sea cual sea, y sobre todo, tal vez, cuando va acompañada de crisis, de conversiones y de reconversiones, puede, siempre que esté dominada por el análisis, dejar de ser una desventaja para convertirse en un ventajoso capital.

No me cansaré de repetir que la sociología de la sociología no es una división más de la sociología; que es preciso utilizar la ciencia sociológica adquirida para hacer sociología; que la sociología de la sociología debe acompañar incesantemente la práctica de la sociología. Pero, aunque sea una virtud la toma de conciencia, la vigilancia sociológica no basta. La reflexividad sólo alcanza toda su eficacia cuando se encarna en unos colectivos que la han incorporado hasta el punto de practicarla de modo reflejo. En un grupo de investigación de esta índole, la censura colectiva es muy poderosa, pero es una censura liberadora, que hace pensar en la de un campo idealmente constituido, que liberaría a cada uno de los participantes de los «sesgos» vinculados a su posición y a sus disposiciones.