1. Objetivar el sujeto de la objetivación

La reflexividad no sólo es la única manera de salir de la contradicción que consiste en reivindicar la crítica relativizante y el relativismo en el caso de las restantes ciencias, sin dejar de permanecer vinculado a una epistemología realista. Entendida como el trabajo mediante el cual la ciencia social, tomándose a sí misma como objeto, se sirve de sus propias armas para entenderse y controlarse, es un medio especialmente eficaz de reforzar las posibilidades de acceder a la verdad reforzando las censuras mutuas y ofreciendo los principios de una crítica técnica, que permite controlar con mayor efectividad los factores adecuados para facilitar la investigación. No se trata de perseguir una nueva forma de saber absoluto, sino de ejercer una forma específica de la vigilancia epistemológica, exactamente, la que debe asumir dicha vigilancia en un terreno en el que los obstáculos epistemológicos son, de manera primordial, obstáculos sociales.

En efecto, hasta la ciencia más sensible a los determinismos sociales puede encontrar en sí misma los recursos que, metódicamente puestos en práctica como dispositivo (y disposición) crítico, pueden permitirle limitar los efectos de los determinismos históricos y sociales. Para ser capaces de aplicar en su propia práctica las técnicas de objetivación que aplican a las restantes ciencias, los sociólogos deben convertir la reflexividad en una disposición constitutiva de su habitus científico, es decir, en una reflexividad refleja, capaz de actuar no ex post, sobre el opus operatum, sino a priori, sobre el modus operandi (disposición que impedirá, por ejemplo, analizar las diferencias aparentes en los datos estadísticos a propósito de diferentes naciones sin investigar las diferencias ocultas entre las categorías de análisis o las condiciones de la obtención de los datos vinculados a las diferentes tradiciones nacionales que pueden ser responsables de esas diferencias o de su ausencia).

Pero tienen que escapar previamente a la tentación de plegarse a la reflexividad que cabría llamar narcisista, no sólo porque se limita muchas veces a un regreso complaciente del investigador a sus propias experiencias, sino también porque es en sí misma su final y no desemboca en ningún efecto práctico. Tiendo a colocar en esta categoría, pese a la contribución que puede aportar a un mejor conocimiento de la práctica científica en sí misma, el especial tipo de reflexividad practicada por los etnometodólogos, que debe su especial seducción a los aires de radicalidad con que se adorna al presentarse como una crítica radical de las formas establecidas de la ciencia social. Para intentar descubrir la lógica de los diferentes «juegos de código» (coding games), Garfinkel y Sachs (1986) observan a dos estudiantes encargados de codificar de acuerdo con unas instrucciones estandarizadas los historiales de los pacientes de un hospital psiquiátrico. Anotan las «consideraciones ad hoc» que los codificadores han adoptado para realizar el ensamblaje entre el contenido de los historiales y la hoja de codificación, especialmente, algunos términos retóricos, como «etc., let it pass, unless», y subrayan que utilizan su conocimiento de la clínica en la que trabajan (y, de manera más general, del mundo social) para efectuar sus ensamblajes. Todo ello para concluir que el trabajo científico es más constitutivo que descriptivo o verificativo (lo que es una manera de cuestionar la pretensión de las ciencias sociales a la cientificidad).

Observaciones y reflexiones como las de Garfinkel y Sachs pueden tener, como mínimo, el efecto de sacar a los estadísticos normales de su confianza positivista en las taxonomías y procedimientos rutinarios. Y se adivina todo el partido que una concepción realista de la reflexividad puede sacar de un análisis semejante, que, por otra parte, yo he practicado mucho, y desde hace tiempo. Y eso, a condición de inspirarse en una intención que cabría llamar reformista, en la medida en que se presenta explícitamente como proyecto de buscar en la ciencia social y en el conocimiento que ésta puede producir, especialmente, respecto a la propia ciencia social, sus operaciones y sus presupuestos, unos instrumentos indispensables para una crítica reflexiva capaz de garantizarle un grado superior de libertad respecto a unas presiones y unas necesidades sociales que pesan sobre ella como sobre cualquier actividad humana.

Pero esa reflexividad práctica sólo adquiere toda su fuerza si el análisis de las implicaciones y de los presupuestos de las operaciones habituales de la práctica científica se prolonga en una auténtica crítica (en el sentido kantiano) de las condiciones sociales de posibilidad y de los límites de las formas de pensamiento que el científico ignorante de esas condiciones pone en juego sin saberlo en su investigación y que realizan sin saberlo, es decir, en su lugar, las operaciones más específicamente científicas, como la construcción del objeto de la ciencia. Así, por ejemplo, una interrogación realmente sociológica sobre las operaciones de codificación debería esforzarse en objetivar las taxonomías que llevan a cabo los codificadores (estudiantes encargados de codificar los datos o autores responsables de la clave de codificación), las cuales pueden pertenecer al inconsciente antropológico común, como las que descubrí en un cuestionario del Instituto Francés de la Opinión Pública en forma de «juego chino» (analizado en el anexo de La distinction, 1979), o a un inconsciente escolar, como las «categorías del entendimiento profesoral» que desprendí de las opiniones formuladas por un profesor para justificar sus notas y sus valoraciones; y que, en ambos casos, pueden estar relacionadas, por tanto, con sus condiciones sociales de producción.

Así es como la reflexión sobre las operaciones concretas de codificación, las que yo mismo realizaba en mis encuestas, o las que habían realizado los productores de las estadísticas que me era posible utilizar (especialmente, las encuestas del Instituto Nacional de Estadística), me ha llevado a relacionar las categorías o los sistemas de clasificación con quienes usan esas clasificaciones y quienes las conciben, así como con las condiciones sociales de su producción (especialmente, su formación escolar), ya que la objetivación de dicha relación ofrece un medio eficaz de comprender y de controlar sus efectos. Por ejemplo, no existe una más perfecta manifestación de lo que yo llamo el pensamiento del Estado que las categorías de la estadística del Estado, que sólo revelan su arbitrariedad (habitualmente, oculta por la rutina de una institución autorizada) cuando son controvertidas por una realidad «inclasificable»: como esas poblaciones de reciente aparición que están en la frontera insegura entre la adolescencia y la edad adulta, relacionadas especialmente con la prolongación de los estudios y la transformación de los hábitos matrimoniales, y de las que ya no se sabe si están formadas por adolescentes o por adultos, por estudiantes o por asalariados, por casados o por solteros, por trabajadores o por parados. Pero el pensamiento del Estado es tan poderoso, sobre todo en la cabeza de los científicos del Estado salidos de las grandes escuelas del Estado, que el final de las rutinas clasificatorias y de los compromisos que, habitualmente, permiten salvarlas, al igual que todos los equivalentes de los «let it pass» del codificador estadounidense, reagrupamientos, recurso a unas categorías «cajón de sastre», confección de índices, etcétera, no habría bastado para desencadenar un cuestionamiento de las taxonomías burocráticas, garantizadas por el Estado, si nuestros estadísticos del Estado no hubieran tenido la oportunidad de encontrar una traducción reflexiva que sólo había podido nacer y desarrollarse en el polo de la ciencia «pura», burocráticamente irresponsable, de las ciencias sociales.

A lo que hay que añadir, para acabar de subrayar la diferencia con la reflexividad narcisista, que la reflexividad reformista no es una historia individual y que sólo puede ejercerse plenamente si afecta al conjunto de los agentes comprometidos en el campo. La vigilancia epistemológica sociológicamente pertrechada que cada investigador puede ejercer por su propia cuenta no podrá menos que verse reforzada por la generalización del imperativo de reflexividad y la divulgación de los instrumentos indispensables para obedecerla, pues sólo esa generalización será capaz de instituir la reflexividad como una ley común del campo, que, de ese modo, se verá abocado a una crítica sociológica de todos por todos capaz de intensificar y de redoblar los efectos de la crítica epistemológica de todos por todos.

Esta concepción reformista de la reflexividad puede ser, para cada investigador y, a fortiori a la escala de un colectivo, como un equipo o un laboratorio, el principio de una especie de prudencia epistemológica que permita adelantar las probables oportunidades de error o, en un sentido más amplio, las tendencias y las tentaciones inherentes a un sistema de disposiciones, a una posición o a la relación entre ambos. Por ejemplo, una vez leído el trabajo de Charles Soulié (1995) sobre la elección de los sujetos de trabajos (memorias, tesis, etcétera) en filosofía, existen menos posibilidades de ser manipulado por los determinismos vinculados al sexo, al origen social y a la estirpe escolar que orientan habitualmente las opciones; o, de igual manera, cuando se conocen las tendencias del «afortunado» a la hiperidentificación maravillada con el sistema escolar, se está mejor preparado para resistir el efecto del pensamiento de Escuela. Otro ejemplo: si, al igual que Weber cuando habla de «tendencias del cuerpo sacerdotal», hablamos de tendencias del cuerpo profesoral, podemos aumentar las probabilidades de escapar a la más típica de todas ellas, la inclinación a la visión escolástica, destino probable de tantas lecturas de lector, y de contemplar de una manera completamente distinta una genealogía, típica construcción escolástica que, bajo la apariencia de ofrecer la verdad del parentesco, impide captar la experiencia práctica de la red de parentesco y de las estrategias destinadas, por ejemplo, a mantenerla. Pero cabe ir más allá del conocimiento de las tendencias más comunes y dedicarse a conocer las tendencias inherentes al cuerpo de los profesores de filosofía, o, más concretamente, de los profesores de filosofía franceses, o, con mayor precisión todavía, de los profesores franceses formados en los años 1950, y concederse de ese modo algunas posibilidades de anticipar esos destinos probables y evitarlos. Por la misma razón, el descubrimiento del vínculo entre las parejas epistemológicas descritas por Bachelard y la estructura dualista de los campos inclina a desconfiar de los dualismos y a someterlos a una crítica sociológica y no únicamente epistemológica. En suma, el socioanálisis del espíritu científico, tal como yo lo he tratado, me parece que es un principio de libertad y, por tanto, de inteligencia.

Una tarea de objetivación sólo está científicamente controlada en proporción a la objetivación a que ha sido sometido previamente el sujeto de la objetivación. Por ejemplo, cuando me dispongo a objetivar un objeto como la universidad francesa, del que formo parte, tengo como objetivo, y estoy obligado a saberlo, objetivar todo un sector de mi inconsciente específico que amenaza con obstaculizar el conocimiento del objeto, ya que cualquier avance en el conocimiento del objeto es inseparable de un avance en el conocimiento de la relación con el objeto y, por tanto, en el dominio de la relación no analizada con el objeto (la «polémica de la razón científica» a la que se refiere Bachelard supone, casi siempre, una suspensión de la polémica en su sentido habitual). En otras palabras, mis posibilidades de ser objetivo son directamente proporcionales al grado de objetivación de mi propia posición (social, universitaria, etcétera) y de los intereses, en especial los intereses propiamente universitarios, relacionados con esa posición.

[Para dar un ejemplo de la relación «dialéctica» entre el autoanálisis y el análisis que ocupa el centro del trabajo de objetivación, podría contar aquí toda la historia de la investigación que realicé en Homo academicus (1984); desgraciadamente, no tuve el «reflejo reflexivo» de llevar un diario de la investigación y tendría que utilizar la memoria. Pero, para prolongar el ejemplo de la codificación, diré, por ejemplo, que descubrí que no existían criterios de lo calidad científica (a excepción de algunas distinciones como las medallas de oro, de plata o de bronce, demasiado escasas para poder servir como eficaces y pertinentes criterios de codificación). Así que me vi llevado a construir unos índices de reconocimiento científico y, con ello, obligado a reflexionar no sólo sobre los diferentes tratamientos que debía conceder a las categorías «artificiales» y a las categorías ya constituidas en la realidad (como el sexo), sino también a la propia ausencia de principios de jerarquización específica en un cuerpo literalmente obsesionado por las clasificaciones y las jerarquías (por ejemplo, entre los profesores agregados, los profesores adjuntos, los candidatos a profesor que han superado el examen escrito, los que han superado el examen escrito y el oral, etcétera). Lo que me llevó a inventar la idea de sistema de defensa colectivo, del que la ausencia de criterios del «valor científico» es un elemento, que permite a los individuos, con la complicidad del grupo, protegerse contra los efectos probables de un sistema de medición riguroso del «valor científico»; y eso, sin duda, porque un sistema semejante sería tan doloroso para la mayoría de los que están vinculados a la vida científica, que todo el mundo hace como si esa jerarquía no fuera evaluable y, así que aparece un instrumento de medición, como el citation index, es posible rechazarlo apoyándose en argumentos variados, como el hecho de que favorece a los grandes laboratorios, o a los anglosajones, etcétera. A diferencia de lo que ocurre cuando se clasifica a coleópteros, se clasifica en este caso a unos clasificadores que no aceptan ser clasificados y que incluso pueden cuestionar los criterios de clasificación, o el propio principio de la clasificación, en nombre de unos principios de clasificación que dependen, a su vez, de su posición en las clasificaciones. Vemos que, paso a paso, esa reflexión sobre lo que sólo es, en un principio, un problema técnico conduce a interrogarse acerca de la condición y la función de la sociología y del sociólogo, y sobre las condiciones generales y particulares en las que se puede ejercer el oficio de sociólogo.]

Convertir la objetivación del sujeto de la objetivación en la condición previa de la objetivación científica no sólo significa, por consiguiente, intentar aplicar a la práctica científica los métodos científicos de objetivación (como en el ejemplo de Garfinkel), sino que también es poner al día científicamente las condiciones sociales de posibilidad de la construcción, o sea, las condiciones sociales de la construcción sociológica y del sujeto de esa construcción. [No es por casualidad que los etnometodólogos olvidan este segundo momento, ya que, si bien recuerdan que el mundo social está construido, olvidan que los propios constructores están socialmente construidos y que su construcción depende de su posición en el espacio social objetivo que la ciencia debe construir.]

Recapitulando: lo que se pretende objetivar no es la especificidad vivida del sujeto conocedor, sino sus condiciones sociales de posibilidad y, por tanto, los efectos y los límites de esa experiencia y, entre otras cosas, del acto de la objetivación. Lo que se pretende dominar es la relación subjetiva con el objeto que, cuando no está controlada y es él quien orienta las elecciones de objeto, de método, etcétera, es uno de los factores de error más poderosos, y las condiciones sociales de producción de esa relación, el mundo social que ha construido no sólo la especialidad y el especialista (etnólogo, sociólogo o historiador), sino también la antropología inconsciente que él introduce en su práctica científica.

Esta tarea de objetivación del sujeto de la objetivación debe ser realizada a tres niveles: en primer lugar, es preciso objetivar la posición en el espacio social global del sujeto de la objetivación, su posición de origen y su trayectoria, su pertenencia y sus adhesiones sociales y religiosas (es el factor de distorsión más visible, más comúnmente percibido y, por ello, el menos peligroso); es preciso objetivar a continuación la posición ocupada en el campo de los especialistas (y la posición de ese campo, de esa disciplina, en el campo de las ciencias sociales), ya que cada disciplina tiene sus tradiciones y sus particularismos nacionales, sus problemáticas obligadas, sus hábitos de pensamiento, sus creencias y sus evidencias compartidas, sus rituales y sus consagraciones, sus presiones en materia de publicación de los resultados, sus censuras específicas, sin mencionar todo el conjunto de los presupuestos inscritos en la historia colectiva de la especialidad (el inconsciente académico); en tercer lugar, es preciso objetivar todo lo que está vinculado a la pertenencia al universo escolástico, prestando una atención especial a la ilusión de la ausencia de ilusión, del punto de vista puro, absoluto, «desinteresado». La sociología de los intelectuales permite descubrir una forma especial que es el interés por el desinterés (en contra de la ilusión de Tawney, Durkheim y Peirce) (Haskell, 1984).