Por qué las ciencias sociales deben ser tomadas como objeto
Al plantear el problema del conocimiento tal como lo he planteado, no he dejado de pensar en las ciencias sociales, cuya particularidad había llegado a negar en alguna ocasión anterior. Y eso no se debe a una especie de cientifismo positivista, como alguien podría creer o fingir creer, sino a que la exaltación de la singularidad de las ciencias sociales sólo es a menudo una manera de decretar la imposibilidad de entender científicamente su objeto. Pienso, por ejemplo, en un libro de Adolf Grünbaum (1993) que recuerda los intentos de cierto número de historiadores, Habermas, Ricoeur, etcétera, por atribuir límites apriorísticos a tales ciencias. (Algo que me parece absolutamente injustificable: ¿por qué plantear que determinadas cosas son incognoscibles, y eso a priori, antes incluso de cualquier experiencia? Las personas hostiles a la ciencia han dirigido y concentrado su ira sobre las ciencias sociales y, más exactamente, sobre la sociología —y de ese modo han contribuido, sin duda, a frenar su progreso—, tal vez porque las ciencias de la naturaleza ya no les ofrecen ningún espacio. Decretan que son incognoscibles cieno número de cosas, como la religiosa y todos sus sucedáneos, el arte, la ciencia, a las que habría que renunciar a explicar.) Contra esa resistencia multiforme a las ciencias sociales Le métier de sociologue (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 1968) afirmaba que las ciencias sociales son ciencias como las demás, pero que tienen una dificultad especial para ser ciencias como las demás.
Sin duda, esta dificultad es aún más visible en la actualidad, y me parece que, para realizar el proyecto científico en ciencias sociales, es preciso dar un paso más, del que las ciencias de la naturaleza pueden prescindir. Para llevar a la luz lo oculto por excelencia, lo que escapa a la mirada de la ciencia porque se refugia en la mirada misma del científico, el inconsciente transcendental, es preciso historizar al sujeto de la historización, objetivar al sujeto de la objetivación, es decir, lo transcendental histórico cuya objetivación es la condición del acceso de la ciencia a la conciencia de sí misma, o sea, al conocimiento de sus presupuestos históricos. Hay que preguntar al instrumento de objetivación que constituyen las ciencias sociales la manera de arrancar a esas ciencias de la relativización a la que han estado expuestas tanto tiempo que sus producciones se hallan determinadas por las determinaciones inconscientes que están inscritas en el cerebro del científico o en las condiciones sociales en cuyo interior trabaja éste. Y, para ello, necesita enfrentarse al círculo relativista o escéptico y romperlo utilizando, para hacer la ciencia de las ciencias sociales y de los científicos que las producen, todos los instrumentos que ofrecen esas mismas ciencias y producir de ese modo unos instrumentos que permitan dominar las determinaciones sociales a las que están expuestas.
Para entender uno de los principios fundamentales de la particularidad de las ciencias sociales, basta con examinar un criterio que ya he mencionado al plantear la cuestión de las relaciones entre cientificidad y autonomía. Cabría distribuir las diferentes ciencias según el grado de autonomía del campo de producción científica respecto a las diferentes formas de presión exterior, económica, política, etcétera. En los campos con una autonomía débil, profundamente inmersos, por tanto, en las relaciones sociales, como la astronomía o la física en su fase inicial, las grandes revoluciones fundamentales son también revoluciones religiosas o políticas que pueden ser combatidas políticamente con algunas posibilidades de éxito (por lo menos, a corto plazo), y que, como las de Copérnico o de Galileo, conmocionan la visión del mundo en todas sus dimensiones. Por el contrario, cuanto más autónoma es una ciencia, más, como explica Bachelard, tiende a ser el espacio de una auténtica revolución permanente, aunque progresivamente desprovista de implicaciones políticas o religiosas. En un campo muy autónomo, el propio campo es lo que define no sólo el orden habitual de la «ciencia normal», sino también las rupturas extraordinarias, las «revoluciones ordenadas» que menciona Bachelard.
Cabe preguntarse por qué a las ciencias sociales les resulta tan difícil hacer reconocer su autonomía, por qué a un descubrimiento le cuesta tanto esfuerzo imponerse en el exterior del campo e incluso dentro de él. Las ciencias sociales, y, sobre todo, la sociología, tienen un objeto demasiado importante (interesa a todo el mundo, y en especial a los poderosos), demasiado acuciante, para dejarlo moverse a sus anchas, abandonarlo a su propia ley, demasiado importante y demasiado acuciante, desde el punto de vista de la vida social, del orden social y del orden simbólico, para que se les conceda el mismo grado de autonomía de las restantes ciencias y para que les sea otorgado el monopolio de la producción de la verdad. Y, en realidad, todo el mundo se siente con derecho a intervenir en la sociología y a meterse en la lucha a propósito de la visión legítima del mundo social, en la que también interviene el sociólogo, pero con una ambición muy especial, que se concede sin problemas a todos los restantes científicos, pero que, en su caso, tiende a parecer monstruosa: decir la verdad, o, peor aún, definir las condiciones en las que puede ser dicha.
Así pues, la ciencia social está especialmente expuesta a la heteronomía porque la presión exterior es especialmente fuerte y las condiciones internas de la autonomía son muy difíciles de instaurar (sobre todo, en lo que se refiere a imponer un derecho de admisión). Otra razón de la débil autonomía de los campos de las ciencias sociales es que, en el propio interior de esos campos, se enfrentan unos agentes desigualmente autónomos y que, en los campos menos autónomos, los investigadores menos heterónomos y sus verdades «endóxicas», como dice Aristóteles, tienen, por definición, mayores posibilidades de imponerse socialmente en perjuicio de los investigadores autónomos: los dominados científicamente son, en efecto, los más propensos a someterse a las exigencias externas, de derecha o de izquierda (es lo que denomino la ley del jdanovismo), y los más predispuestos, a menudo por defecto, a satisfacerlas, y tienen, por tanto, mayores posibilidades de dominar en la lógica del plebiscito, o del aplaudiómetro, o del «índice de audiencia». En el interior del campo se ha dejado una inmensa libertad a los que contradicen el nómos del campo; están al amparo de las sanciones simbólicas que, en otros campos, castigan a los que infringen los principios fundamentales del campo. Proposiciones inconsistentes o incompatibles con los hechos tienen en él más posibilidades de perpetuarse e incluso de prosperar que en los campos científicos más autónomos, siempre que estén dotadas, dentro y fuera del campo, de un peso social adecuado para compensar su insuficiencia o su insignificancia, especialmente, si cuentan con unos apoyos materiales e institucionales (créditos, subvenciones, puestos de trabajo, etcétera). Y, por la misma razón, todo lo que define un campo muy autónomo, y que está vinculado a la limitación del subcampo de producción replegado sobre sí mismo, como los mecanismos de censura mutua, tiene dificultades para situarse.
Reducido derecho de admisión, y, por tanto, censura muy reducida, objetivos sociales muy importantes… Pero la ciencia social tiene una tercera particularidad que hace especialmente difícil la ruptura social que es la condición de la construcción científica. Hemos visto que la lucha científica está arbitrada por la referencia a lo «real» construido. En el caso de las ciencias sociales, lo «real» es absolutamente exterior e independiente del conocimiento, pero es a su vez una construcción social, un producto de las luchas anteriores que, por esas mismas razones, sigue siendo un objetivo de luchas actuales. (Lo vemos claramente, incluso en el caso de la historia, a partir del momento en que nos enfrentamos a unos acontecimientos que siguen siendo objeto de disputa para los contemporáneos.) Conviene, pues, asociar una visión constructivista de la ciencia y una visión constructivista del objeto científico: los hechos sociales están construidos socialmente, y todo agente social, como el científico, construye de mejor o peor manera, y tiende a imponer, con mayor o menor fuerza, su singular visión de la realidad, su «punto de vista». Es la razón de que la sociología, quiéralo o no (y las más veces lo quiere), tome partido en las luchas que describe.
Por consiguiente, la ciencia social es una construcción social de una construcción social. Hay en el propio objeto, o sea, tanto en el conjunto de la realidad social como en el microcosmos social en cuyo interior se construye la representación científica de esa realidad, el campo científico, una lucha por la construcción del objeto, de la que la ciencia social participa doblemente: atrapada en el juego, sufre sus presiones y produce allí unos efectos, sin duda, limitados. El analista forma parte del mundo que intenta objetivar y la ciencia que produce no es más que una de las fuerzas que se enfrentan en ese mundo. La verdad científica no se impone por sí misma, es decir, por la mera fuerza de la razón demostrativa (ni siquiera en los campos científicos). La sociología es socialmente débil, y tanto más, sin duda, cuanto más científica es. Los agentes sociales, sobre todo, cuando ocupan posiciones dominantes, no sólo son ignorantes, sino que tampoco quieren saber (por ejemplo, el análisis científico de la televisión es la ocasión de observar un enfrentamiento frontal entre los poseedores del poder temporal sobre esos universos y la ciencia que permite ver la verdad). La sociología no puede confiar en el reconocimiento unánime que alcanzan las ciencias de la naturaleza (cuyo objeto ya no es, en absoluto —o lo es en muy escasa medida—, un objetivo de luchas sociales externas al campo) y está condenada a ser contestada, controvertida.