El estado de la discusión
No es posible hablar de un objeto semejante sin exponerse a un permanente efecto especular: cada una de las palabras que quepa emitir respecto a la práctica científica podrá volverse contra aquel que la formula. Esta reverberación, esta reflexividad, no es reducible a la reflexión sobre sí mismo de un yo pienso (cogito) pensando un objeto (cogitatum) que no sería otro que uno mismo. Es la imagen devuelta a un sujeto cognoscente por otros sujetos cognoscentes equipados con instrumentos de análisis que pueden serles ofrecidos eventualmente por ese sujeto cognoscente. Lejos de temer semejante efecto especular (o bumerán), tiendo conscientemente, al tomar como objeto de análisis la ciencia, a exponerme yo mismo, al igual que todos los que escriben sobre el mundo social, a una reflexividad generalizada. Uno de mis objetivos consiste en ofrecer unos instrumentos de conocimiento que puedan volverse contra el sujeto del conocimiento, no para destruir o desacreditar el conocimiento (científico), sino, por el contrario, para controlarlo y reforzarlo. La sociología, que plantea a las restantes ciencias la cuestión de sus fundamentos sociales, no puede quedar exenta de este cuestionamiento. Al dirigir sobre el mundo social una mirada irónica que desvela, desenmascara e ilumina lo oculto, no puede dejar de mirarse a sí misma, pero no con la intención de destruirse, sino, por el contrario, de servirse y de utilizar la sociología de la sociología para convertirla en una sociología mejor.
No les oculto que estoy un poco asustado por haberme metido en el análisis sociológico de la ciencia, objeto especialmente difícil por más de un motivo. En primer lugar, la sociología de la ciencia es un terreno que ha conocido un extraordinario desarrollo, por lo menos cuantitativo, en el transcurso de los últimos años. De ahí una primera dificultad, documental, bien expresada por un especialista: «Aunque la ciencia social de la ciencia siga siendo un ámbito relativamente restringido, no puedo pretender abarcar la totalidad de su bibliografía. Al igual que en otros campos, la producción escrita es tal, que resulta imposible leer una parte sustancial. Por fortuna, existen suficientes similitudes (duplication), por lo menos a un nivel programático, para que un lector sea capaz de asegurarse una aprehensión suficiente de la bibliografía y de sus divisiones sin tener que leerla por entero» (Lynch, 1993: 83). La dificultad es aún mayor para quien no esté total y exclusivamente dedicado a la sociología de la ciencia. [Paréntesis: una de las grandes opciones estratégicas en materia de inversión científica, o, más exactamente, de emplazamiento de los recursos temporales, finitos, de que dispone cada investigador, es la de lo intensivo o de lo extensivo, aunque sea posible, tal como creo, emprender investigaciones a un tiempo extensivas e intensivas, gracias, especialmente, a la intensificación del rendimiento productivo que proporciona el recurso a modelos como el de campo, que permite realizar adquisiciones generales en cada uno de los estudios concretos, descubrir sus características específicas y escapar al efecto de gueto a que se exponen los investigadores encerrados en unas especialidades estrictas, como los especialistas en historia del arte que, yo lo mostré el pasado año, ignoran a menudo las aportaciones de la historia de la educación o incluso de la historia literario.]
Pero esto no es todo. Se trata de entender una práctica muy compleja (problemas, fórmulas, instrumentos, etcétera) que sólo puede ser realmente dominada al cabo de un largo aprendizaje. Sé muy bien que determinados «etnólogos del laboratorio» pueden convertir la desventaja en privilegio, así como la carencia en realización, y reconvertir en «reto» la situación de extranjería en que viven dándose aires de etnógrafos. Dicho esto, no es cierto que la ciencia de la ciencia sea necesariamente mejor cuando es practicada por científicos «retirados», por así decirlo, por científicos que han abandonado la ciencia para dedicarse a la ciencia de la ciencia, los cuales pueden tener cuentas que ajustar con la ciencia que los ha excluido o no los ha valorado como creían merecer: si gozan de la competencia específica, no tienen necesariamente la disposición que exigiría la realización científica de dicha competencia. En realidad, la solución del problema (¿cómo reunir la competencia técnica, científica, muy avanzada, del investigador de élite que carece de tiempo para analizarse, y la competencia analítica, también muy avanzada, asociada a las disposiciones necesarias para ponerla al servicio de un análisis sociológico de la práctica científica?) no puede encontrarse, de no producirse un milagro, en y por un solo hombre, y reside, sin duda, en la construcción de colectivos científicos, lo que supondría que se dieran las condiciones para que los investigadores y los analistas tuvieran interés en trabajar conjuntamente y en tomarse el tiempo para hacerlo: nos hallamos, como se ve, en el terreno de la utopía, porque, como ocurre tantas veces en las ciencias sociales, los obstáculos para el progreso de la ciencia son, fundamentalmente, sociales.
Otro obstáculo es el hecho de que, al igual que los epistemólogos (aunque en menor grado), los analistas más sutiles dependen de los documentos (trabajan con los archivos, los textos) y los discursos que los científicos desarrollan en la práctica científica, y esos científicos dependen a su vez, en gran parte, de la filosofía de la ciencia de su tiempo o de una época anterior (ya que al estar, como cualquier agente activo, parcialmente desposeídos del control de su práctica, pueden reproducir, sin saberlo, los discursos epistemológicos o filosóficos, a veces inadecuados o superados, de los que deben pertrecharse para comunicar su experiencia y acreditar de ese modo su autoridad).
Finalmente, la última, y no la menor, de las dificultades es que la ciencia y, sobre todo, la legitimidad de la ciencia y el uso legítimo de ésta son, en cada momento, objetivos por los que se lucha en el mundo social y en el propio seno del mundo de la ciencia. Se deduce de ahí que eso que llamamos epistemología está constantemente amenazado de no ser más que una forma de discurso justificativo de la ciencia o de una posición en el campo científico, o, incluso, una variante falsamente neutralizada del discurso dominante de la ciencia sobre sí misma.
Pero tengo que explicitar por qué comenzaré la sociología de la sociología de la ciencia que quiero esbozar mediante una historia social de la sociología de la ciencia, y cómo concibo dicha historia. Recordar esa historia significa para mí una manera de ofrecer una idea del estado de las cuestiones que se plantean a propósito de la ciencia en el universo de la investigación sobre la ciencia (el dominio de esa problemática es lo que confiere el auténtico derecho de admisión en un universo científico). Me gustaría, mediante esa historia, facilitarles la aprehensión del espacio de las posiciones y de las tomas de posición en cuyo interior se sitúa mi propia roma de posición (y darles de ese modo un sustituto aproximado del sentido de los problemas propios del investigador comprometido en el juego para que, de la relación que se establece entre las diferentes tomas de posición —doctrinas, sistemas, escuelas o movimientos, métodos, etcétera— inscritas en el campo, surja la problemática como espacio de las posibilidades y principio de las opciones estratégicas y de las inversiones científicas). Me parece que el espacio de la sociología de la ciencia está actualmente suficientemente bien señalizado por las tres posiciones que voy a examinar.
Al evocar una historia semejante podemos tomar el partido de acentuar las diferencias y los conflictos (la lógica de las instituciones académicas contribuye a la perpetuación de las falsas alternativas) o, por el contrario, de privilegiar los puntos comunes, de integrar en una intención práctica de acumulación. [La reflexividad lleva a tomar una posición integradora que consiste en poner especialmente entre paréntesis aquello que las teorías confrontadas pueden deber a la búsqueda ficticia de la diferencia: lo mejor que se puede sacar de una historia de los conflictos —que es preciso tener en cuenta— tal vez sea una visión que desvanece gran parte de ellos, a la manera de filósofos que, como Wittgenstein, han dedicado buena parte de su vida a destruir aquellos falsos problemas que, no obstante su falsedad, están socialmente constituidos como auténticos, en especial, por la tradición filosófica, lo cual los hace muy difíciles de rebatir. Y ello pese a saber, en tanto que sociólogo, que no basta con mostrar o incluso con demostrar que un problema es un falso problema para acabar con él.] Así pues, asumiré el riesgo de ofrecer de las diferentes teorías en liza una visión que no será, ciertamente, muy «académica», es decir, conforme a los cánones de una descripción escolar y, por voluntad de adecuarme al «principio de caridad» o, mejor dicho, de generosidad, aunque también de privilegiar, para cada una de ellas, lo que se me antoja «interesante» (a partir de mi punto de vista, o sea, de mi visión personal de la ciencia), insistiré en las contribuciones teóricas o empíricas que ha aportado —con la segunda intención, evidentemente, de integrarlas en mi propia construcción—. Por tanto, de manera muy consciente, planteo mis diferentes charlas como unas interpretaciones libres, o unas reinterpretaciones orientadas que tienen, por lo menos, la virtud de presentar la problemática tal como la veo, el espacio de posibilidades respecto al cual voy a determinarme.
El campo de las disciplinas y de los agentes que toman la ciencia como objeto, filosofía de las ciencias, epistemología, historia de las ciencias, sociología de las ciencias, campo con fronteras mal definidas, está recorrido por unas controversias y unos conflictos que, cosa rara, ilustran de manera ejemplar los mejores análisis de las controversias propuestas por los sociólogos de la ciencia (lo que atestigua la escasa reflexividad de ese universo, del que cabría esperar que utilizara sus adquisiciones para controlarse). Sin duda, porque se supone que trata problemas finales y se sitúa en el campo de lo meta, de lo reflexivo, o sea, en la culminación o en el fundamento, y eso provoca que esté dominado por la filosofía, de la que extrae o imita las ambiciones de grandeza (a través, especialmente, de la retórica del discurso grandilocuente); los sociólogos y, en menor grado, los historiadores comprometidos con ese campo siguen refiriéndose a la filosofía (David Bloor milita en las filas de Wittgenstein, aunque cita en segundo lugar a Durkheim, otros se proclaman filósofos, y el público buscado sigue siendo, visiblemente, el de los filósofos); se reactualizan viejos problemas filosóficos, como el del idealismo y del realismo (uno de los grandes debates en torno a David Bloor y Barry Barnes consiste en saber si son realistas o idealistas), o el del dogmatismo y el escepticismo.
Otra característica de este campo es que en él se manejan y exigen escasos datos empíricos, y éstos quedan reducidos las más de las veces a unos textos, repletos casi siempre de interminables discusiones «teóricas». Otra característica de esta región indefinida en la que todos los sociólogos son filósofos y todos los filósofos sociólogos, en la que se codean y se confunden los filósofos (franceses) que se ocupan de las ciencias sociales y los adeptos indeterminados de las nuevas ciencias, cultural studies o minority studies, que buscan y rebuscan en la filosofía (francesa) y las ciencias sociales, es también un debilísimo grado de exigencia en materia de rigor de los argumentos utilizados (pienso en las polémicas en torno a Bloor tal como las describe Gingras, 2000, y, en especial, en el recurso harto sistemático a unas desleales estrategias de «desinformación» o de difamación —como el hecho de acusar de marxismo, arma fatal, pero claramente política, a alguien que, como Barnes, se proclama seguidor de Durkheim y de Mauss, o tantos otros—, así como el hecho de cambiar de posición según el contexto, el interlocutor o la situación).
En los últimos años el subcampo de la nueva sociología de la ciencia (el universo acotado por el libro de Pickering Science as Practice and Culture, 1992) está constituido por una serie de rupturas ostentosas. Es frecuente la práctica de la crítica de la «vieja» sociología de la ciencia. Así, por citar un ejemplo, Michael Lynch (1993) titula uno de sus capítulos «The Demise of the “Old” Sociology of Knowledge».
[Convendría reflexionar acerca de una cierta utilización de la oposición viejo/nuevo que es, sin duda, uno de los obstáculos para el progreso de la ciencia, en especial la ciencia social: la sociología se resiente considerablemente del hecho de que la búsqueda de la diferenciación a cualquier precio, que domina en muchas zonas del campo literario, estimula a forzar de manera artificial las diferencias e impide o retrasa la acumulación inicial en un paradigma común —siempre se parte de cero— y la institución de modelos sólidos y estables. Lo vemos, sobre todo, en la utilización que se hace del concepto kuhniano de paradigma: cualquier sociólogo puede considerarse portador de un «nuevo paradigma», de una última «nueva» teoría del mundo social.] Alejado de las restantes especialidades por una serie de rupturas que tienden a encerrarlo en sus propios debates, desgarrado por innumerables conflictos, controversias y rivalidades, este subcampo está dominado por la lógica del adelantamiento-superación en un afán de superación en pos de la profundidad («las cuestiones más profundas, más fundamentales, quedan sin responder», según Woolgar, 1988a). Woolgar, reflexivista relativista, evoca incansablemente el «Problema» insuperable, que ni la reflexividad permite dominar (Pickering, 1992: 307-308).
Pero ¿es legítimo hablar de campo a propósito de ese universo? Es cierto que un determinado número de cosas que he descrito pueden ser entendidas como unos efectos de campo. Por ejemplo, el hecho de que la irrupción de la nueva sociología de la ciencia haya tenido el efecto, como se percibe en cualquier campo, de modificar las reglas de la distribución de los beneficios en el conjunto del universo: cuando resulta que lo auténticamente importante e interesante no es estudiar a los científicos (las relaciones estadísticas entre las características de los científicos y el éxito concedido a sus producciones), tal como hacen los seguidores de Merton, sino la ciencia o, más exactamente, la elaboración de la ciencia y la vida del laboratorio, todos aquellos que tenían un capital vinculado a la antigua manera de hacer la ciencia viven una bancarrota simbólica y su trabajo es remitido a un pasado superado y arcaico.
Se entiende que no sea fácil establecer una historia de la sociología de la ciencia, no sólo por el volumen de la producción escrita, sino también porque se trata de un campo en el que la historia de la disciplina es el objetivo de polémicas enfrentadas (además de otras cosas). Cada uno de sus protagonistas desarrolla una visión de dicha historia adecuada a los intereses vinculados a la posición que ocupa en ella, ya que los diferentes relatos históricos están orientados en función de la posición de su autor y no pueden aspirar, por tanto, a la condición de verdad indiscutible. Vemos, de pasada, un efecto de la reflexividad: lo que acabo de decir pone en guardia a mis oyentes contra lo que voy a decir y me pone en guardia, a mí, que lo digo, contra el peligro de privilegiar una orientación o contra la tentación misma de sentirme objetivo bajo el pretexto, por ejemplo, de que critico de igual manera a todo el mundo.
La historia que pienso contar aquí no está inspirada por la preocupación de favorecer al que la cuenta introduciendo progresivamente la solución final, capaz de acumular de manera meramente aditiva las experiencias (siguiendo esa especie de hegelianismo espontáneo que se practica en gran medida en la lógica de los cursos…). Tiende solamente a catalogar las experiencias, tanto respecto a los problemas como a las soluciones, que habrá que integrar. Para cada uno de los «momentos» de la sociología de la ciencia que distingo, y que en parte se superponen, intentaré establecer, por una parte, el «estilo cognitivo» de la corriente considerada y, por otra, la relación que mantiene con las condiciones históricas, con el aire del tiempo.