Introducción

Quiero dedicar este curso a la memoria de Jules Vuillemin. Poco conocido por el público en general, representaba una gran idea de la filosofía, una idea de la filosofía tal vez algo desmesurada para nuestra época, desmesurada en cualquier caso para conseguir el público que, sin duda, merecía. Si hablo de él actualmente, es porque ha sido para mí un grandísimo modelo que me ha permitido seguir creyendo en una filosofía rigurosa en un momento en el que tenía todo tipo de motivos para dudar, comenzando por los que me ofrecía la enseñanza de la filosofía tal como era practicada. Se situaba en la tradición francesa de filosofía de la ciencia que habían encarnado Bachelard, Koyré y Canguilhem, y que algunos prolongan actualmente en esta institución en la que nos encontramos. Esa tradición de reflexión con ambición científica sobre la ciencia es la base de mi proyecto de trabajo para este curso.

La cuestión que me gustaría plantear es bastante paradójica: ¿puede contribuir la ciencia social a resolver un problema que ella misma provoca, al que la tradición logicista no ha cesado de enfrentarse, y que ha conocido una renovada actualidad con motivo del caso Sokal, es decir, el que plantea la génesis histórica de supuestas verdades transhistóricas? ¿Cómo es posible que una actividad histórica, inscrita en la historia, como la actividad científica, produzca unas verdades transhistóricas, independientes de la historia, desprendidas de cualquier vínculo, tanto con el espacio como con el tiempo, y, por tanto, válidas eterna y universalmente? Es un problema que los filósofos han planteado de una manera más o menos explícita, en especial, en el siglo XIX, en buena parte por la presión de las nacientes ciencias sociales.

En respuesta a la pregunta de saber quién es el «sujeto» de esta «creación de verdades y de valores eternos» cabe invocar a Dios o a cualquiera de sus sucedáneos, de los que los filósofos han inventado una larga serie: es la solución cartesiana de los semina scientiae, esas semillas o esos gérmenes de ciencia que estarían depositados en forma de principios innatos en el espíritu humano; o la solución kantiana, la ciencia trascendental, el universo de las condiciones necesarias del conocimiento que son consustanciales al pensamiento, en el cual, en cierto modo, el sujeto trascendental es el lugar de las verdades a priori que representan el principio de construcción de cualquier verdad. Puede ser, para Habermas, el lenguaje, la comunicación, etcétera. O, para el primer positivismo lógico, el lenguaje lógico como construcción a priori que debe ser impuesta a la realidad para que la ciencia empírica sea posible. Cabría invocar también la solución wittgensteiniana, según la cual el principio generador del pensamiento científico es una gramática, con la doble opción de que sea histórica (al estar sometidos los juegos lingüísticos a constreñimientos que son invenciones históricas) o de que posea la forma que revisten las leyes universales del pensamiento.

Si descartamos las soluciones teológicas o criptoteológicas —estoy pensando en el Nietzsche del Crepúsculo de los ídolos que decía: «Temo que nunca nos liberemos de Dios en tanto que sigamos creyendo en la gramática»—, ¿la verdad puede sobrevivir a una historización radical? En otras palabras, ¿la necesidad de las verdades lógicas es compatible con el reconocimiento de su historicidad? ¿Es posible, por tanto, resolver el problema sin recurrir a algún deus ex máchina? ¿El historicismo radical, que es una forma radical de la muerte de Dios y de todos sus avatares conduce acaso a destruir la misma idea de verdad, y de ese modo se destruye a sí mismo? O bien, por el contrario, ¿es posible defender un historicismo racionalista o un racionalismo historicista?

O, para volver a una expresión más escolar de ese problema: la sociología y la historia, que relativizan todos los conocimientos al relacionarlos con sus condiciones históricas, ¿no estarán condenadas a relativizarse a sí mismas, condenándose así a un relativismo nihilista? ¿Es posible escapar a la alternativa del logicismo y del relativismo que sólo es, sin duda, una variante de la antigua controversia entre el dogmatismo y el escepticismo? El logicismo, que va asociado a los nombres de Frege y de Russell, es un programa de fundación lógica de las matemáticas que plantea que existen unas reglas generales a priori para la evaluación científica y un código de leyes inmutables para distinguir la buena ciencia de la mala. Me parece una manifestación ejemplar de la tendencia típicamente escolástica a describir no sólo la ciencia en trance de construirse, sino también la ciencia ya constituida, a partir de la cual se desprenden las leyes que le han permitido constituirse. La visión escolástica, lógica o epistemológica, de la ciencia propone, como afirma Carnap, una «reconstrucción racional» de las prácticas científicas o, en opinión de Reichenbach, «un sucedáneo lógico de los procesos reales», del cual se postula que corresponde a tales procesos. «La descripción», decía Reichenbach, «no es una copia del pensamiento real, sino la construcción de un equivalente.» En contra de la idealización de la práctica científica operada por esta epistemología normativa, Bachelard observaba que la epistemología había reflexionado en exceso sobre las verdades de la ciencia establecida y no suficientemente sobre los errores de la ciencia en trance de construcción, sobre el proceso científico en sí mismo.

Los sociólogos han abierto, en diferentes grados, la caja de Pandora, el laboratorio, y esta exploración del mundo científico tal cual es ha implicado la aparición de un conjunto de hechos que cuestionan fuertemente la epistemología científica de tipo logicista que he evocado y reducen la vida científica a una vida social con sus reglas, sus presiones, sus estrategias, sus artimañas, sus efectos de dominación, sus engaños, sus robos de ideas, etcétera. La visión realista y, a menudo, desencantada que se han formulado de las realidades del mundo científico los ha llevado a proponer unas teorías relativistas, por no decir nihilistas, que marchan a contracorriente de la representación oficial de la ciencia. Ahora bien, esta conclusión no tiene nada de fatal y es posible, en mi opinión, asociar una visión realista del mundo con una teoría realista del conocimiento. Y ello a condición de operar una doble ruptura con los dos términos del binomio epistemológico formado por el dogmatismo logicista y el relativismo que parece inscrito en la crítica histórica. Como ya observaba Pascal, sabemos que la idea o el ideal dogmático de un conocimiento absoluto es lo que conduce al escepticismo: los argumentos relativistas sólo adquieren toda su fuerza en contra de una epistemología dogmática e individualista, es decir, un conocimiento producido por un saber individual que se enfrenta en solitario a la naturaleza con sus instrumentos (en oposición al conocimiento dialógico y argumentativo de un campo científico).

Todo eso nos lleva a una última cuestión: si es indiscutible que el mundo científico es un mundo social, ¿cabe preguntarse si es un microcosmos, un campo, semejante (con algunas diferencias que habrá que especificar) a todos los demás, y, en especial, a los restantes microcosmos sociales, el campo literario, el campo artístico, el campo jurídico? Cierto número de investigadores, que asimilan el mundo científico al mundo artístico, tienden a reducir la actividad de laboratorio a una actividad semiológica: se trabaja sobre unas inscripciones, se hace circular unos textos… ¿Es un campo como los demás? Y, en caso contrario, ¿cuáles son los mecanismos que crean su especificidad y, simultáneamente, su irreductibilidad a la historia de lo que allí se engendra?