Idealismo y luteranismo después de 1525
A quien encuentra la expresión, tan a menudo renovada en la correspondencia de esos años de crisis, de las nostalgias de Martín Lutero —“¿Por qué el Señor no ha aceptado la ofrenda de mi vida terrenal, hecha con tan puro corazón? ¿Por qué ha detenido la mano de los malvados y de los verdugos?”—, es imposible que no le suba a los labios una pregunta. ¿No tendremos aquí, sencillamente, la traducción en lenguaje místico de un sentimiento oscuro, pero fuerte: el de un hombre que, después de ascender a una cima inaccesible a los otros y donde él mismo no podría organizarse para vivir, tiembla no sabiendo si podrá mantenerse, en ella?
En Wittemberg, en Worms, en Wartburg, en Wittemberg a su vuelta, Lutero se había embriagado, había embriagado a los demás con su idealismo intransigente. Sin preocuparse de las contingencias, sin consideraciones hacia los poderes del mundo, había gritado su fe. Había desarrollado el hermoso, el heroico y vivo poema de la libertad cristiana. Proyectando sobre las multitudes extrañadas al principio, después conquistadas, los rayos y las sombras románticos de su esperanza y de su desesperanza en Dios, había hecho cantar alternativamente, en cantos violentamente contrastados, la omnipotencia soberana de la gracia y la abyecta impotencia de la voluntad humana. Él, el monje, que había permanecido solitario, alto y puro en su hábito simbólico. Pero llegaron envidiosos. Rivales. Adversarios cuya lengua había desatado y que se aprovechaban de la libertad que le debían para denigrarlo, escarnecerlo, arruinar su crédito a fuerza de subastas. Ante su llamada, bajo su influjo, algunos pobres incultos y rústicos se habían levantado en rebeldía contra los príncipes, las leyes y las costumbres establecidas. De la libertad cristiana, tan radiante en 1520, habían dado horribles caricaturas… Sí, Lutero habría debido morir antes que asistir a tales espectáculos: ¿no había dicho ya todo lo que tenía que decir?