Anabaptistas y campesinos
La historia tradicional de Martín Lutero tenía un gran mérito: su simplicidad. No se metía en sutilezas. Lutero se había alzado contra los abusos. Secuestrado en Wartburg, había perdido la dirección del movimiento. Unos energúmenos habían embrollado todo. Hasta tal punto que, para dominar una situación que se había hecho inquietante, Lutero, soltando el lastre, se había contradicho. O incluso desmentido.
“Contradicción” es la palabra de las gentes bien educadas; “mentís” la de los adversarios. Una palabra fuerte por un lado, una palabra fuerte por el otro: no emplearemos la última, en todo caso, sino bajo reserva de una o dos observaciones preliminares.
“No es posible dibujar sin antes escoger —escribía un día André Gide, hablando precisamente de recuerdos personales—. Pero lo más embarazoso es tener que presentar estados de simultaneidad confusa como si fueran sucesivos.” Fórmula muy impresionante. La lección que contiene ¿cuántas veces la descuidamos nosotros los historiadores? Como si no hubiera artificio en esa cronología “estrictamente objetiva” de la que estamos tan orgullosos, cuando, habiendo dado a las maneras de pensar de un Lutero números de orden en sucesión regular, los evocamos uno tras otro, metódicamente, como el buen cajero detrás de su ventanilla.
“Soy un ser de diálogo —insiste André Gide—. Todo en mí combate y se contradice.” Salvo por la manera de expresarla, no se extrañaría uno de encontrar esta frase en los Tischreden. Cuando mucho se sentiría uno tentado, como Nietzsche, a protestar contra “diálogo”, y de observar con él: un alemán, digamos Martín Lutero, que se atreviera a afirmar: ‘'¡Llevo en mí, ay, dos almas!” se equivocaría por un buen número de almas. Lutero y Fausto son contemporáneos. Recordemos que, antes de hablar de “contradicción”, hay que cerciorarse de que no son, en realidad, nuevos unos sentimientos cuyas primeras expresiones, o cuyas últimas repeticiones, se ha descuidado observar.
En segundo lugar, aunque esto se sobrentiende: no podríamos ver ya en el Reformador a un arquitecto con mala suerte, obligado a cambiar sus planos por malos clientes. La historia de las relaciones de Lutero y de sus contemporáneos nos parece un poco más complicada que a nuestros padres. Hacer de Lutero un hombre que, viendo que se levantaban contradictores, cambia en seguida de personalidad como una culebra de piel, y, al precio de una renegación brutal, restablece su ascendiente sobre las masas, significa disminuir al similar papel a Lutero y a sus contemporáneos. Ni él era capaz de cambiar de dirección con tan indiferente brusquedad, ni ellos de imitarlo con tan total plasticidad. De ellos a él, de él a ellos, hubo intercambios, acciones y reacciones múltiples.
Las notas que siguen son para hacer sensible ese comercio de alma y de espíritu.