IV. Luterismo y luteranismo

Se comprenden mejor estas ensoñaciones, familiares, por lo demás, a muchos hombres de ese tiempo, se explican más esos impulsos hacia un más allá dramático y muy próximo, cuando se vuelven a contemplar, en su desalentadora realidad, las experiencias cotidianas que vivía el profeta aburguesado, domesticado y como conducido con un collar por los mil lazos de su vida de hombre casado. Mal domesticado, por otra parte, y mal conducido. Porque de los lazos del matrimonio ha hablado siempre de una manera singular, como un hombre que comprende mal y a veces se rebela.

Monje todavía, habiendo hecho voto de castidad y alimentando infinitos escrúpulos, el haberlo definido como un remedio, un exutorio, el medio de curar esa plaga del concubinato y de la fornicación que demasiados eclesiásticos mostraban sin vergüenza a los ojos de las poblaciones socarronas: esto debía dejarle para toda su vida una inquietud. Sin duda, más tarde, trató de ampliar, de hacer más flexible su concepción de la unión cristiana. El matrimonio, afirma en 1532, es la base de la economía, de la política, de la religión.[218] Y a veces abunda en este sentido. Lo muestra bendecido por Dios, el primer género de vida que complació al creador, el que recomienda, mantiene y glorifica. ¿No existe en toda la naturaleza, uniendo a los animales con los animales, a las plantas con las plantas, a las piedras incluso y a los minerales entre ellos?[219] Un día, antes de Panurgo y del octavo capítulo del Tiers-Livre, llega hasta proclamar que las partes sexuales son las más honestas y las más hermosas de todo el cuerpo humano,[220] honestissimae et praetantissimae partes corporis nostri, porque conservan y perpetúan la especie. Y se sabe además su respuesta llena de donaire con respecto a los eunucos.[221] Todo esto es muy coherente. Sólo que Lutero había empezado, en sus principios, por declarar que el derecho conyugal era un pecado. Un prejuicio de monje escrupuloso lo dominó; su pesimismo hizo lo demás, su noción de la caída, de la corrupción integral del hombre por la falta de Adán… Honestissimae partes? Sí; pero, per peccatum, se han convertido en las partes vergonzosas, turpissimae factae sunt… Conclusión grave, si Lutero circunscribe el matrimonio en la satisfacción de un instinto natural.

Esa necesidad, universal, ineluctable, la asimila a las otras necesidades físicas del hombre, “beber, comer, escupir o ir al excusado”. Después de lo cual, declara: “Pero es un pecado; y si Dios no lo imputa a los esposos, es por pura misericordia”. Ambigüedad, conflicto de sentimientos. Y que lleva a no distinguir casi entre el matrimonio y la fornicación o el adulterio. Destinado a asegurar la satisfacción de una necesidad, ¿no basta, en efecto, para ello? He aquí la puerta abierta a una segunda unión, a una Nebenehe saludable y liberadora. Debajo de todo está Felipe de Hesse, su Margarita von der Saale y la lamentable historia del “Consejo de Conciencia” de 1539… Pero se comprenden también esas salidas célebres y resonantes: “Si tu mujer se niega, toma a tu criada.”[222] O también la asombrosa frase que conservó la recopilación de Cordatus:[223] “Ach, lieber Hergott!, exclamaba el hombre de Dios: ¡qué asunto, amar a su mujer y a sus hijos!”. Y dejando brotar, una vez más, ese viejo fondo de anarquismo antilegalitario que se agitaba en él: “La ley crea la rebeldía. Esto es verdad también en la vida privada: Tan verdad, que por eso precisamente nos gustan las chicas y no nos gustan nuestras mujeres. ¡Ah, es un buen marido, sí, el hombre que ama a su mujer y a sus hijos!”. Todo esto es extraño, nos sorprende, nos molesta. Y traduce sin duda un malestar, la inquietud y la nerviosidad de un hombre que, habiéndose lanzado al agua, nada, pero diciéndose a veces: ¿y si me dejara ir al fondo?

¿Encontraba, por lo menos, entre los discípulos y amigos que le rodeaban, un estímulo intelectual y moral? En su mesa, buenos jóvenes dóciles pero mediocres; temperamentos de seguidores, de caudatarios, buenos para poner en reglas secas las libres enseñanzas de un maestro. Al pie de su cátedra, un pueblo grosero, un pueblo de brutos a quienes hay que hablar sin matices, para que las verdades elementales fuercen la entrada de su cerebro rebelde. ¿Qué significa para él ese dominio espiritual del mundo que el Evangelio nuevo promete a los creyentes, esa fe ardiente y creadora que es la única que “justifica”? Nada, decía Melanchton, tristemente, en 1546, el año mismo de la muerte de Lutero. Pero Lutero mismo:[224] “¿Los campesinos? Son unos brutos. Imaginan que la religión la inventamos nosotros y no que la hace Dios… Cuando se les interroga, contestan: la, ia; pero no creen en nada”. De los burgueses, por lo menos, ¿tenía una opinión mejor? Desgraciadamente, no. Qué escepticismo tan radical traduce esta salida, recogida en abril de 1532 por Veit Dietrich:[225] “Yo, si quisiera —si vellem—, en tres sermones volvería a traer a todo Wittemberg a los antiguos errores. Exceptúo a Felipe y a dos o tres de vosotros, pero qué pocos… Oh, no condenaría lo que he enseñado anteriormente. Hablaría muy bien de ello. Añadiría solamente esta pequeña partícula: Pero… "Todo eso es perfectamente justo; pero… debemos elevarnos más arriba…”». Hay en una frase semejante algo aterrador. Pero, en definitiva: “Desenseñar el Papa a la gente es mucho más difícil que enseñarles a Cristo”; se lo confiaba a menudo a sus comensales. Y qué curioso diálogo entre Ketha y él,[226] un día de enero de 1533.

“¿No te consideras santa?”, pregunta bruscamente el doctor a Catalina toda desconcertada. “¿Santa? —protesta ella—. ¿Cómo podría serlo, yo, tan gran pecadora?” Entonces el doctor, tomando al auditorio por testigo: “Veis la abominación papística, cómo ha envenenado las almas, cómo se ha insinuado hasta el fondo de la médula. Ya no nos deja ojos sino para nuestras buenas y nuestras malas acciones”. Y volviendo a Catalina: “¿Crees que has sido bautizada y que eres cristiana? ¿Sí? Entonces debes creer que eres una santa. Porque la virtud del bautismo es tan grande que hace de nuestros pecados, no que ya no existan, sino que ya no condenen”. Cándida en su audacia, la doctrina es puramente, específicamente, esencialmente luterana. ¿Pero retuvo Catalina de Bora la lección? Ella que, cada día, compartía la vida del doctor, ¿fue en este sentido luterana, mejor y de manera diferente que todos aquellos para quienes Lutero era la muerte del Papa, el cáliz en la cena, los pastores casados, la misa en alemán y salchichas los viernes? Y Catalina de Bora, pase. ¿Pero otros mucho más inteligentes, y mucho más importantes que ella? Catalina de Bora, bien está; pero ¿y Melanchton?

Se sabe cómo, en la primera parte de su carrera, el humanista, el helenista tan fino que había aportado a la nueva doctrina el prestigio de su cultura literaria, mereció el título de discípulo del maestro. Fue él quien, en 1521, en sus Loci communes, dio de la doctrina luterana el primer resumen sólido, exacto y oficial. El pensamiento de su maestro parecía haberle invadido. Era un segundo Lutero, sin la savia poderosa del primero, sin su asombrosa riqueza de imaginación y de invención, sin la fogosidad tampoco ni la ardiente llama profética del agustino: más lógico, en cambio, más apto para poner las cosas en práctica, sinceramente irónico además y conciliador: el hombre predestinado para hacer que los humanistas aceptaran a Lutero, para apoyarlo ante los erasmistas, si Lutero hubiera querido dejarse apoyar.

Ahora bien, llega la crisis de 1525. No la que abre la revuelta de los campesinos. Sobre éstos, el entendimiento es perfecto, y el dulce Felipe, fuera de sí, alzado contra el vulgus pecus, aprueba sin reservas la actitud de Lutero. En un sentido, es incluso más duro, más hostil para con los insurrectos. Les expresa un odio hecho de desprecio y de asco. Pero, en 1525, tiene lugar el matrimonio de Lutero. Y ese matrimonio sorprende, molesta, escandaliza un poco al hombre sin necesidades físicas, al hombre de buen sentido también, que pone los ojos más allá, mucho más allá de Wittemberg y de la Sajonia electoral. Es una falta, este matrimonio. Melanchton no ve lo que gana con ello Lutero, sino, en cambio, todo lo que pierde. Y también en 1525 es la ruptura decidida, patente, irremediable con Erasmo, el choque vehemente de dos concepciones que se enfrentan, sin mediación posible. Ahora bien, Melanchton gusta de Erasmo, lo admira y no puede asociarse a los furores delirantes de Lutero contra él.

Entonces, reflexiona. Se retrae. En 1527, la peste aparece en Wittemberg, y Melanchton se va a Jena. Escapa así a la influencia directa, al ascendiente personal de Lutero. Observa, además. Ve, a su alrededor, hombres descentrados, desorbitados, que han sacudido el yugo de las viejas disciplinas, pero que no han entendido verdaderamente, no han penetrado en su sentido profundo las doctrinas luteranas. Ve un desorden moral, religioso, social que le asusta. Moral sobre todo. No son más que hombres que interpretan a su guisa, según el curso de sus pasiones egoístas y malas, la doctrina de la justificación por la Fe, de la salvación por la gracia divina. Esforzarse, trabajar en sí mismo para hacerse mejor, hacer el bien, ¿para qué? Esperemos, sin frenar en nada nuestros instintos, sin torcer nuestras malas inclinaciones. Dios vendrá y realizará ese bien que nosotros somos impotentes para cumplir… Entonces Melanchton se asusta y reacciona.[227]

No, Lutero no ha tenido razón al predicar la Predestinación, al escribir contra Erasmo ese tratado torpe, violento y peligroso, del Siervo arbitrio. No ha tenido razón al negar la libertad, al apartar al vulgo, que no lo entiende, de todo esfuerzo, de toda iniciativa moral personal. Lo indica, en 1525, en sus Artículos de Visita en latín. Lo indica, mucho más claramente todavía, en 1532, en su comentario sobre la Epístola a los Romanos. Lo desarrolla ampliamente en los Loci communes de 1535. Vuelve a dar, en la obra de la salvación, su parte a la voluntad humana, a la cooperación humana. Como dicen los teólogos, se hace, o se vuelve a hacer sinergista. A Lutero que declara: Dios salva a quien quiere, él contesta: No. Dios salva a quien lo quiere.[228]

Esto en cuanto a la predestinación. Desde 1535, Melanchton ya no cree en ella. ¿Es suficiente? Esa inmoralidad creciente de las masas ¿no tiene otras causas más? La doctrina de la justificación por la fe ¿no tiene que ser también revisada? Y Melanchton, alejándose de Lutero en otro punto, exige antes de la recepción de la fe por parte del que debe recibirla, una preparación moral, una penitencia. Una penitencia que ya no es como en Lutero el resultado de la fe, sino que Melanchton pone en relación con la ley y la razón natural… Por otra parte, una vez recibida la fe, operada la conversión, ¿no le queda ya nada que hacer al cristiano? ¿No debe sostener, para destruir en sí el reino del pecado, una lucha de todos los instantes, lucha que constituye la santificación? Y sobre esta doble noción de penitencia y de santificación, se construye una teoría de la vida cristiana que difiere profundamente de la doctrina luterana. La entrada en esta vida se opera sin duda por la gracia. Pero el progreso se cumple por la restauración en el hombre de la semejanza divina, por la unión con Dios, por las buenas obras… Y estas ideas melanchtonianas no perecerán con su autor. Harán su camino en la Iglesia luterana. Se incorporarán poco a poco a su doctrina. Sustituirán a las ideas del maestro.

¿Y éste? Durante su vida se opera en el espíritu de su discípulo amado ese trabajo de atenuación, de corrección, de revisión. En el espíritu, y en las obras también, en sus escritos de toda naturaleza. Lutero los lee, los estudia; a veces le convencen; y no dice nada. Él, tan pronto a entrar en guerra con quien discute su pensamiento, no escribe uno de esos tratados violentos y perentorios cuyo secreto conoce. Parece como que no ve, o como que no quiere ver. Extraño espectáculo: Lutero sigue viviendo, domina a un pueblo de discípulos respetuosos y que beben su pensamiento según va saliendo de sus labios. Pero, debajo de este Lutero vivo, respetado, consultado, se va formando un luteranismo distinto en muchos puntos de su propio luteranismo. Distinto, por no decir opuesto. Y la Predestinación, o la cooperación del hombre en la salvación, no son precisamente cuestiones fútiles y de segunda importancia.

A esta extraña actitud del maestro, negada a medias por su discípulo favorito, no debemos buscarle una sola explicación. No tratemos de forzar, a través de las galerías y los pasillos subterráneos, los escondrijos y los reductos donde se pone a sus anchas un alma singularmente complicada y que se acomoda maravillosamente a los caminos furtivos que conducen al caos. Menos todavía debemos complacernos en el paralelo clásico de Melanchton y Lutero, en el análisis de la teología melanchtoniana en oposición a la luterana. Lo que nos interesa en estas iniciativas de Melanchton, no es el espectáculo de un hombre que se alza poco a poco contra otro hombre que al principio lo ha alimentado con su pensamiento; no es el conflicto de dos “grandes hombres”, de dos grandes astros de la teología. Es la reacción que opera, sobre las concepciones originales, y brotando del manantial de un inventor, de un “trovador” de la religión, el estado de espíritu común de una masa que no sigue sus direcciones sino para inclinarlas a sus fines propios. Porque la teología melanchtoniana ¡qué es sino la adaptación del pensamiento luterano a las necesidades de esa burguesía que había aclamado en Lutero a su emancipador, pero al precio de muchos equívocos!

Lutero y Melanchton, no; sino Lutero y los hombres de su tiempo, el grupo influido por el individuo, el pensamiento individual reducido por el pensamiento colectivo. Un compromiso finalmente, cojo y mediocre como todos los compromisos; viable porque no era la obra de un teólogo que enunciara leyes en lo abstracto: sino más bien la de la experiencia, de una experiencia al mismo tiempo feliz y cruel.