III. Obedecer a la autoridad

Se ve cuán pobre era la versión de las realidades que daba la historia tradicional. No, Lutero no se apresuró a renegar de su pasado. Obligado a ceder por el empuje convergente de los hombres y de los hechos, se disimula a sí mismo la extensión de su retroceso dando la cara, bruscamente, a los adversarios que lo presionan demasiado. O incluso, abalanzándose sobre otros que no lo presionan, para el ejemplo, gratuitamente, a fin de mostrar su fuerza. Pero ¿y su doctrina, sus ideas, sus afirmaciones de antaño?

Ciertamente se apegaba a ellas con toda su alma. En su corazón, muchas veces, a solas con su conciencia, juraba: No, no cantaré la palinodia. Y era sincero. Pero ¿pueden meditarse impunemente, durante meses, las objeciones, las ideas de adversarios encarnizados contra uno en una lucha sin cuartel? Desde el momento en que se busca con pasión en su doctrina lo que se debe rechazar, no se podría impedir que se cumpla un sordo trabajo del espíritu sobre el espíritu, un lento acomodamiento de doctrina, medio voluntario y medio inconsciente, pero necesario para la justificación de una actitud de lucha. Y esto es lo que le sucedió a Martín Lutero, tanto más fácilmente cuanto que su temperamento era el de un polemista.

No podríamos anotarlo todo. Pero los teólogos lo han hecho, con su acostumbrada sutileza, su aptitud para captar los matices fugaces de un pensamiento excesivamente frondoso. Tomemos algunos ejemplos, sencillamente, entre los más vistosos.

Formular un credo bien definido; encerrar la fe propia en una suma precisa de artículos limitados en su texto, en su número; declarar: fuera de estos textos no hay salvación, era algo que no respondía al sentimiento original de un Lutero. ¿No había llegado antaño, oponiendo vigorosamente la letra al espíritu,[202] hasta reivindicar la libertad de “llamar por su verdadero nombre a toda insuficiencia del pensamiento religioso, aunque se encuentre en la misma Biblia”? Naturalmente, no en nombre de ese principio del libre examen cuya sola idea le habría cubierto de horror, sino del testimonio interior de la Palabra que el cristiano experimenta, vivo, en su corazón. Ahora bien, se le vio primero extenderse en afirmaciones oportunistas. “No te fíes demasiado del espíritu cuando no tengas de tu lado la Palabra concreta. Podría no ser un buen espíritu, sino el diablo de los infiernos… Y después de todo, ¿no ha encerrado el Espíritu Santo toda sabiduría, todo consejo y todo misterio en la Palabra?” Sin duda, no declaraba falsas sus audacias pasadas. Pero burguésmente, prudentemente, les ponía una sordina. Y, cosa grave, hacía ahora a la Palabra sinónimo de la letra. Un paso más, y dirá: “Ningún rasgo de letra es transmitido inútilmente; con mayor motivo, ninguna palabra.” Y entonces, sobre la nueva fe, un Papa de papel, sucedáneo del Papa de carne y hueso, proyectará cada vez más su sombra estéril.

Otro ejemplo. Lutero había dicho: “El cristiano está por encima de las leyes”. Algunos iluminados, apoderándose de la fórmula, habían invitado a las masas a ponerla en práctica. ¡Alto! Volvamos atrás prudentemente. Ahí está la experiencia. “Hasta ahora, había tenido la locura de esperar de los hombres otra cosa que reacciones humanas. Pensaba que podrían guiarse por el Evangelio. Los acontecimientos nos enseñan que, desdeñando el Evangelio, quieren ser constreñidos por las leyes y la espada.”[203] Y el antinomista feroz de 1520, el hombre con instinto de rebelde, que había desarrollado de cien maneras, en cien ocasiones diferentes, el viejo tema libertario: “Lege lata, fraus legis nascitur,[204] establecer la aduana es crear el contrabando”, este hombre se pone a buscar una ley. No es en el Nuevo Testamento donde la busca. No vuelve a releer el Sermón de la Montaña, si no es para él y sus lugartenientes, sibi et amicis. Va directamente al Antiguo Testamento.

Antaño había relegado elocuentemente el Decálogo entre los accesorios caducos de la piedad judía. Ahora lo levanta bien alto por encima de los fieles: para ellos, “para los cabezas duras y los hombres rústicos hay que recurrir a Moisés y a su ley, al Maestro Juan y a sus vergajos”. Y nada de discusión. Que se obedezca. Sin vacilación ni murmuración. “Está prohibido preguntar por qué Dios nos ordena esto o lo otro; hay que obedecer sin chistar.” Rund und rein, como dice en algún lugar.[205] ¿No quieres hacer como los demás; aceptar la regla común? Vete. Los campos están libres, los caminos del exilio hechos para los indisciplinados. Tal vez uno de aquéllos te conducirá finalmente a un país donde el príncipe, compartiendo tus ideas, haya hecho de ellas la norma de sus súbditos. Entonces encontrarás dónde establecerte, y dirás, a tu vez, a quien no piense como tú: Lárgate de aquí. Vete allá de donde vengo yo.

En cuanto a las espadas, ahí están los príncipes, y el Estado, “mantenedor” de la nueva situación. Antes, en los buenos tiempos del puro idealismo, el príncipe era una plaga, el Estado un castigo; el cristiano libre no los aceptaba sino por caridad hacia los débiles, que los necesitaban. Ahora, Lutero deja en la sombra las reservas y restricciones, el deber de caridad del cristiano libre. El Estado es de institución divina: esto es lo importante. Veinte veces, en sus textos abundantes de 1529, 1530, 1533, Lutero desarrolla este tema: es él, él solo, el primero que ha legitimado verdaderamente, que ha fundado plenamente en Dios el poder absoluto de los príncipes.[206] “Nuestra enseñanza —escribe orgullosamente en 1525— ha dado a la soberanía secular la plenitud de su derecho y de su poder, realizando así lo que los papas no han hecho ni querido hacer nunca.”

Es verdad: “En tiempos del papado”, como dice en otra parte, no se pensaba todavía que los súbditos debieran ejecutar sin reflexión órdenes incluso injustas. Se pensaba que ante estas órdenes, o ante órdenes dadas por una autoridad ilegítima, la resistencia se imponía. Pero ¿qué es eso de autoridad legítima? Toda autoridad es legítima, profesa Lutero, puesto que no existe sino por la voluntad explícita de Dios. El tirano más odioso debe ser obedecido, tanto como el más paternal de los reyes. ¿Sus actos? Dios los quiere como son. ¿Sus órdenes? Dios consiente en que las dicte. Los príncipes, todos los príncipes, son lugartenientes. Que son dioses, Lutero no espera a Bossuet para decirlo: “Los superiores son llamados dioses —escribe en 1527— en consideración de su cargo, porque toman el lugar de Dios y son los ministros de Dios”. En otro lugar, su pensamiento se expresa más brutalmente: “Los Príncipes del mundo, dioses; el vulgo, Satanás.”[207] ¿Cómo rebelarse entonces? ¿Quién se atrevería a hacerlo? ¿En nombre de qué? No, no, “más vale que los tiranos cometan cien injusticias contra el pueblo, que no el pueblo una sola injusticia contra los tiranos”. Y un flujo de proverbios surge de los labios de Martín Lutero, gruesos proverbios vulgares en los que se condensa, en términos sin finura, una experiencia mediocre: “Los bancos no deben subirse sobre las mesas… Los niños no deben comer sobre la cabeza de los padres”. Aforismos de Perogrullo sajón. Obligan al lector a recordar los humildes orígenes del profeta que, venido de los Lugares Altos, viene a dar a su pequeña burguesía de Eisleben o de Mansfeld, entre contramaestres y contratistas.

No debe extrañarnos, por lo menos, que a este Estado, directamente autorizado por Dios, remita Lutero derechos cada vez más extensos: el de velar por la pureza y la salud interior de la Iglesia, controlando su enseñanza, asegurándose de su ortodoxia, expulsando a los heréticos. En verdad, tenía el derecho de escribir en 1533: “Desde los tiempos apostólicos, no hay un doctor, ni un escritor, ni un teólogo, ni un jurista que, con tanta maestría y claridad como yo lo he hecho, por la gracia de Dios, haya asentado en sus fundamentos, instruido en sus derechos, hecho plenamente confiante en sí misma la conciencia del orden secular”.[208]

Die gewissen der weltlicher Stande: la fórmula amplía el problema, traduce una nueva concepción de conjunto de la vida, que adopta cada vez más Lutero en esos años de repliegue. El poder del príncipe es una delegación del poder divino. Porque, en su totalidad, el mundo es un mundo divino. La indeferencia altanera con que el idealista de 1520 lo contemplaba no es ya vigente después de 1530. Los bienes de la tierra toman a sus ojos un valor casi absoluto. ¿No son los dones de Dios? Usar de ellos es complacerle. ¿No es él quien nos asigna, a cada uno de nosotros, en esta tierra, nuestra tarea, nuestra función profesional, nuestra “vocación”? Sin duda subsiste la distinción de los dos dominios: el de la espiritualidad, el de la temporalidad. Pero entre uno y otro el contraste se atenúa, pierde su vigor. Ya no es un contraste propiamente dicho; es una gradación.

Y lo mismo sucede con todas las cosas. Philosophiam de coelo in terram evolavit: se podría, parodiando la vieja fórmula, aplicarla al Lutero de después de 1525. Más exactamente; él que antaño no se interesaba sino en lo que llamamos, en nuestra jerga, espontaneidad viva, autonomía creadora, impulso vital y empuje interior, recurre ahora, y con frecuencia, a la constricción mecánica de las leyes, a la acción coercitiva y represiva de las autoridades, a la presión del medio social. Necesidad es ley.

Sólo que todo esto no es tan sencillo. Lutero no reniega de sus enseñanzas pasadas. Vuelve sobre ellas a veces, las repite. Se siente que permanecen vivas en el fondo de su corazón. ¿Intactas? Sería decir demasiado. Más que una fe, son ahora para él un ideal. Un ideal que se reserva para su uso particular y el de sus amigos, del pequeño número de hombres capaces de seguirlo por los caminos escabrosos de su revelación, sin perderse ni extraviarse.

En otros términos, Lutero no es el hombre que, consciente de sus responsabilidades, cambia sus baterías ante una situación nueva, renuncia sin esfuerzo a todos los proyectos anteriores, y sin pensar más en ellos, erige en el aire el edificio que reclaman las circunstancias. Es un nervioso, un inquieto, un inestable, que permanece encerrado en sí mismo; pero ante las dificultades, las protestas de unos, las exageraciones de otros, la crasa tontería de la masa, tiene bruscas rebeldías, desfallecimientos, cóleras brutales. Y el viejo hombre reaparece, el hombre común que se irrita, amenaza, no habla más que de látigo y disciplina. O bien, como contrapartida, sueña con organizar fuera de las agrupaciones donde se codean ignaros y cultos una comunidad de verdaderos evangélicos; asociándose en la práctica con un culto en espíritu, realizarían entre cristianos de fe esclarecida lo que Lutero renuncia a proponer a las bestias… Sólo que el espectro del “sectarismo” anabaptista se levantaba entonces ante el enemigo de Münzer y de Carlstadt. Y no organizaba nada. Hablaba, escribía, porque era preciso, para Herr Omnes. Y en su lengua propia, en su “vulgar”, como se decía en el siglo XVI. Gran hecho, que no suele ser bastante observado: Lutero, después de 1525, no escribe ya casi más que en alemán. Renuncia al latín, lengua universal, lengua de élite. No es a la cristiandad a quien se dirige: es sólo a Alemania; ni siquiera a la Sajonia luterana. No debe extrañar que, después de 1530, el luteranismo se estanque en Europa, e incluso retroceda. Es el mismo Lutero, y cada vez más a medida que el siglo avanza, quien renunciando a la catolicidad, limita sus esfuerzos, humildemente, al rebaño de Wittemberg.

Contradicciones, sí. Pero sin nada sistemático. Impulsos bruscos, explosiones, gestos de mal humor. ¿Un esfuerzo continuo de adaptación? Nunca.

Lutero mismo se asienta en la vida. Con cierta pesadez. Ya casado, tiene bromas de marido vulgarote. Estrecha en sus brazos, sin discreción, a su Catalina, su “querida costilla”, su “emperatriz Ketha”. Tiene hijos. A veces trabaja con sus manos para conseguir algunos recursos. Tornea o hace trabajos de jardinería o de relojería. Instalado en su antiguo convento por el Elector, vive allí mediocremente, valientemente también, y dignamente en medio de los gritos, del ruido, de los pañales puestos a secar y de las suciedades de niños. Es un hombre, un buen hombre que se va haciendo pesado, espeso, va echando barriga. La grasa invade la parte baja de su cara. El agustino ardiente de ojos de fuego, el agustino de las estampas de 1520 está lejos. Cuando se miran los retratos del doctor, fechados en 1530, en 1533, se tiene la sensación molesta de haber encontrado muchas veces en las ciudades alemanas personajes cualesquiera hechos a su semejanza. Demasiados personajes, en demasiadas ciudades… A un hombre acostumbrado a finos rostros de prelados, esas obras maestras vivas de la piedad católica —labios delgados, rasgos menudos, en el fondo de las pupilas claras el reflejo velado de una llama perpetua—, la especie de vulgaridad agresiva del grueso Lutero de la cincuentena le resulta una sorpresa.[209]

Sin embargo, él, el doctor, enseña y catequiza en Wittemberg. Come también. Bebe. De vez en cuando le llega un tonel de vino clarete; en los días de fiesta, abandonando su cerveza, saca una buena pinta de este vino. Le envían calzas por las cuales da las gracias a los donadores. Encuentra, para celebrar esas pequeñas dichas, acentos que a veces sorprenden un poco. No obstante, su prestigio permanece intacto. Y sus virtudes. Ignora la avaricia, e incluso la economía. Le gusta dar. Se muestra muy sencillo, muy accesible a todos. Poco a poco, recibe pensionistas en su casa. Privilegiados, envidiados de todos, y que, en la mesa del gran hombre, abren las orejas para oírlo todo bien. Muchas veces Lutero se calla. Se sienta sin decir palabra; se respeta su silencio, grávido de meditación y de ensoñación. Pero muchas otras veces, habla. Y frases espesas salen de su boca: groseras incluso, porque el maestro tiene por cierta clase de basuras, por la escatología, un gusto que con el tiempo no hace sino afirmarse cada vez más.[210] Pero a veces también, de ese cuerpo grueso que se va afeando, otro hombre se desprende y surge. Un poeta, que dice sobre la naturaleza, sobre la belleza de las flores, el canto de los pájaros, la mirada profunda y brillante de los animales,[211] toda clase de cosas frescas y espontáneas. Sin gran refinamiento, si se quiere. Pero es, bajo la dirección de un hombre sensible y bueno, de corazón nuevo, de ojos frescos, j como una visita sentimental a uno de esos jardines rústicos, plantados de rosas y perfumados por claveles, que los pintores renanos nos describen abundantemente. O, si se prefiere, un paseo por ese Paraíso ingenuo que le gustaba describir:[212] veremos en él perros, gatos, todos los animales familiares del hombre; pero la piel de los perros será dorada, sus pelos constelados de perlas; irán, magníficos, en medio de serpientes sin veneno, de fieras que no muerden, y los hombres inocentes jugarán con todos ellos: et cum ipsis ludemur…

Imaginaciones de una inocencia un poco sosa. Bastan para seducir al doctor, cuando no sigue con miradas divertidas esas nubes que le gustan y que le proporcionan fáciles alegorías:[213] “Ved esas nubes que pasan sin lluvia: son la imagen de los falsos evangélicos. Se jactan de ser cristianos; pero ¿dónde están los frutos que dan?”. En esos momentos, el profeta dormita en Lutero. Pero a veces se despierta.

Sin duda no para actuar. Para clamar, por el contrario, que actuar es inútil, y sólo una cosa es buena: refugiarse en el seno de Dios, abdicar en él toda voluntad propia, toda iniciativa humana. Sobre este punto, Lutero no transige; y lo último de que se le pueda acusar es de haberse hecho, por razones de éxito y de oportunidad, lacayo dócil y auxiliar de los príncipes. Los conoce. Sabe lo que valen personalmente. No es su abogado defensor, su agente diplomático. En cierto sentido, sería más bien su víctima. Hasta el final, y en toda ocasión, mostró claramente que a sus ojos la Reforma no era una política, y que su éxito no dependía para él de batallas o de negociaciones. Cuando Zwingli y Felipe de Hesse proyectaron, para abatir a Carlos V, una liga universal de todos los adversarios de la política imperial, inclusive el Turco, alguien se rebeló, y fue Lutero. Se negó a avalar esa empresa. Una vez más, con un vigor considerable, proclamó que nadie tenía derecho a defenderse con las armas en la mano contra su legítimo soberano, el César. Y fue sin duda su actitud la causante en parte, en una gran parte, de la catástrofe de Mühlberg.

Ironía singular de los destinos: Juan Federico, el sobrino del elector Federico el Sabio, perdió en la batalla, con su libertad, su electorado; lo debió en gran medida al protegido de su tío, al Lutero de Wartburg. Pero ya después de Cappel, qué explosión de alegría en Lutero: con una alegría salvaje, sin duda, con una alegría rencorosa de hombre que, profesando que el fin justifica los medios en algunos casos privilegiados, no vacilará en decir un día, si hemos de dar crédito a la recopilación de Cordatus:[214] “Vale mucho más, es mucho más seguro anunciar la condenación, antes que la salvación de Zwingli y de Oecolampade… Porque así se salva y se protege a los vivos que les sobreviven…”. Pero hay que detenerse en declaraciones como ésta: “Si yo hubiera concluido el pacto de concordia con los Sacramentarios, tendría en mis manos la sangre de Cappel”.[215] O también: «Zwingli gritó públicamente: “Nada nos detendrá, ¡adelante! Y veréis en menos de tres años a España, Inglaterra, Francia y toda Alemania conquistadas para el Evangelio”.[216] Desgraciadamente su victoria imaginaria lo ha matado a él mismo; deformó escandalosamente las lecciones evangélicas; reforzó tan bien el papado que hoy todos los suizos vuelven a serle fieles…».

Aquí no hay sólo el veredicto que cae, implacable —“Zwingli ha tenido la muerte de un asesino»—,[217] hay también la alegría de un hombre que, habiendo erigido la inacción política en ley absoluta, se felicita, por una vez, de las ventajas seculares de su abstención. “Esperar.» Lutero espera, y a veces se suelta en predicciones extrañas. El mundo es tan malo, los príncipes son tan cobardes, todos los poderes terrenales tan infieles a sus deberes… ¿No es el Anticristo quien triunfa? ¿No se prepara Cristo para venir a abatirlo? Los signos precursores de su venida, los signos anunciadores del Juicio ¿no se multiplican? Lutero espera, Lutero anuncia. Fija fechas. Cuando el Turco, con crecido furor, se precipita sobre Alemania, saluda en él a Gog y a Magog golpeando las puertas del mundo cristiano. El día de Pascua de 1545, él lo sabe y lo dice, el gran misterio se cumplirá. El universo terrestre se desplomará. Y los justos nacerán a la vida eterna.