II. Burlarse del mundo: Catalina

¿El jefe? Lutero hubiera protestado contra semejante título. Y con razón; porque precisamente un jefe, un conductor de hombres, habría hecho todo lo posible para evitar, o por lo menos para disimular esas rupturas. En lugar de alzarse furiosamente contra Erasmo, hábilmente, por el contrario, con una dulce e invencible obstinación, a pesar de todo lo que hubiese dicho o escrito el humanista, habría saludado en él a un precursor, a un necesario preparador. Que estos cuidados le fuesen extraños podía ser para Lutero la prueba de que seguía siendo un idealista impenitente, empujado por una fuerza interior más fuerte que todo cálculo. Pero lo que no veía era cómo su idealismo, de conquistador que había sido, se transformaba en conservador. Las tesis que al principio chocaban contra su sentimiento, ya no se esforzaba en volverlas a pensar a fin de poderlas tomar por su cuenta; ya no se aplicaba a absorberlas, a ampliar con ellas su pensamiento y alimentar su sentimiento. Distinguía, por el contrario; discriminaba y rechazaba. Cesando de enriquecerse, se empobrecía.

¿Pero no seguía siendo el mismo, con sus bruscas explosiones, sus arrebatos de pasión vehementes, ese no sé qué de salvaje y de ingenuo que atrae y a la vez repele al hombre de gusto moderado? La violencia de sus impulsos religiosos lo sofoca a veces. Y lejos de tratar de calmarla, se solaza en ella. Goza desconcertando a los otros y tal vez desconcertándose a sí mismo. Exhibe con complacencia su gusto por la bravata y por el escándalo. Lo afirma una vez más, llamativamente, en junio de 1525. Se casa con Catalina de Bora, joven monja escapada del convento…

Dios sabe, sin embargo, cuántas veces había dicho y repetido que no se casaría. El 30 de noviembre de 1524 desarrolló de nuevo un tema que le era familiar: “En las disposiciones en que he estado hasta ahora y en que sigo estando, no tomaré mujer —escribía a Spalatin—.[195] No es que no sienta mi carne y mi sexo; no soy ni de madera ni de piedra; pero mi espíritu no está dispuesto al matrimonio cuando espero cada día la muerte y el suplicio debido a los heréticos”. Es verdad que añadía, en la misma carta: “Estoy en manos de Dios, como la criatura cuyo corazón puede cambiar y volver a cambiar, a la que puede mantener en vida o matar a cualquier hora y en cualquier minuto”. Pero en abril, seguía en las mismas disposiciones:[196] “No te extrañe que no me case, yo, el enamorado que todos señalan”. Dos meses más tarde, era el esposo de la dulce y dócil Catalina de Bora.

No sabremos nunca, y es inútil preguntárnoslo, hasta qué punto traduce exactamente la realidad psicológica la siguiente frase de Lutero[197] a su colega Amsdorf: “Ningún amor, ninguna pasión; un buen afecto hacia mi mujer”. Las razones que el recién casado presenta a su amigo para hacerle aprobar su unión ¿fueron las únicas, y las verdaderas? “Espero no tener ya sino un tiempo corto por vivir,[198] y por una última consideración hacia mi padre que me lo pedía, no he querido negarle la esperanza de una posteridad. Y además, al mismo tiempo, pongo de acuerdo mis actos y mis declaraciones: Hay tantos, en cambio, que son pusilánimes, en este gran deslumbramiento del Evangelio.” ¿Habría, pues, que ver en la precipitación insólita y, para los contemporáneos, bastante enigmática, de una unión decidida en algunos días, un último, un brillante mentís dado por Lutero mismo a los que iban diciendo que el héroe había cedido su lugar a un pobre hombre, y que al hombre de Worms, muerto y bien muerto, había sucedido un criado de los príncipes?

Por indiferente que se le suponga a las consecuencias materiales de sus actos y de sus declaraciones, parece difícil que Lutero no haya sentido profundamente el efecto de acontecimientos dramáticos que le atañían todos de una manera o de otra: la rebelión campesina, la ejecución de Münzer —“me pesa sobre el corazón”, dirá a menudo[199]—, el destierro de Carlstadt, el duelo con Erasmo, las campañas de injurias de los anabaptistas, de los iluminados y, por otra parte, de los católicos, ponían en juego sus responsabilidades. En su matrimonio súbito, ¿habría que recoger entonces el testimonio de una perturbación, de una desesperación que por muchos indicios, en el curso de esos años movidos, parece percibirse: desesperación de un hombre que, viviendo un gran sueño, se ve despertado bruscamente por enemigos injuriosos, y cae desde una altura demasiado grande en una tierra demasiado baja?

No lo niego. Pero hay otra cosa: ese sentimiento tan fuerte que expresa una carta del 5 de enero de 1526 dirigida por Lutero[200] a Schuldorp, que acababa de casarse con su sobrina: “Yo también me he casado, y con una monja. Hubiera podido abstenerme y no tenía razones especiales para decidirme. Pero lo he hecho para burlarme del diablo y de sus escamas, los hacedores de obstáculos, los príncipes y los obispos, puesto que son bastante locos para prohibir a los clérigos que se casen. Y de muy buena gana suscitaría un escándalo todavía más grande, si conociera otra cosa que pudiese complacer más a Dios y ponerlos más fuera de sus casillas”. Traducción clara, pero bastante mediocre, de un estado de espíritu complejo y que hemos encontrado ya más de una vez: hecho sin duda de desafío y de bravata; de intemperancia verbal también, pero más todavía, del sentimiento que le dictaba en 1521 su Esto peccator et pecca fortiter, y algunos años más tarde, en 1530, su asombrosa carta a Jerónimo Weller:[201] Lutero expone en ella, con un desaliño y un lujo de detalles verdaderamente notables, un método de tratamiento del diablo por el alcohol y la alegría, a la vez ingenuo y sutil: “A veces hay que beber un trago de más, y tomar esparcimiento, y divertirse; en una palabra, cometer algún pecado con odio y desprecio del diablo, para no darle ocasión de hacernos un caso de conciencia de necedades minúsculas… Así pues, si el diablo viene a decirte: ‘¡No bebas!’, contéstale en seguida: ‘Precisamente voy a beber, puesto que me lo prohibes, e incluso beberé un buen trago’. Hay que hacer siempre lo contrario de lo que Satanás prohíbe”. Y Lutero añade: “¿Qué otra razón crees que tenga para beber cada vez más mi vino puro, sostener conversaciones cada vez menos recatadas, hacer cada vez con más frecuencia buenas comidas? Es para burlarme del diablo y vejarlo, a él que antes me vejaba y se burlaba de mí”. Y entonces, el grito célebre que ha hecho, que hará todavía correr tanta tinta de los tinteros profesionales, negra unas veces y rosa otras: “Oh, si pudiera finalmente imaginar algún enorme pecado para decepcionar al diablo y que comprenda que no reconozco ningún pecado, que mi conciencia no me reprocha ninguno!”.

Así escribía el Lutero del que Melanchton decía, con un profundo suspiro: Utinam, Lutherus etiam taceret: ah, si tan sólo pudiera callarse… Era así uno de los primeros que hacían, en nombre de una inmensa familia de espíritus similares, la confesión pública de los hombres que, angustiados por escrúpulos imprecisos, obsesionados por remordimientos vagos y temores sin objeto, hacen un esfuerzo de condenados para proyectar fuera de sí mismos su angustia, encarnarla en algún pecado clasificado, tangible, bien conocido de los hombres, y luego, revolcándose en él con una especie de alegría liberadora, buscan en el exceso mismo el medio de escapar al verdugo interior, de extenuar su demonio y de “volver hacia lo azul más allá…".