Lutero no había muerto. Era preciso, pues, que se adaptara. Pero hay tantas maneras de adaptarse… No intentamos exponer en detalle la o las maneras que él escogió. Resultaría todo un libro, y nuevo, sin relación con el que escribimos. Fieles a nuestro designio, permanezcamos en el dominio de los hechos psicológicos y contentémonos con señalar, lo menos mal que se pueda, algunas de las actitudes, algunas de las reacciones del Lutero de después de 1525.
Puesto que él era Lutero, decir: estoy herido, y luego retirarse, no era una actitud digna de él. Gente furiosa se coaligaba para anonadar su obra. Su fuerza de propaganda parecía quebrantada. No retrocedió. No empezó por “contradecirse” o “desmentirse” en bloque. Hizo frente. Y para mostrar mejor que tenía razón, que su partido era el único bueno, del mismo modo que sólo era verdadero el Cristo que él predicaba, se opuso vigorosamente a los que, rodeándolo, eran sus vecinos. No delimitó su doctrina, en los bordes, con una raya clara y firme; no la definió rigurosamente desde dentro; se abalanzó sobre todos aquellos a quienes acusaba de deformarla, y según la táctica experimentada y conocida (pero en él, era instinto más que cálculo), se defendió contraatacando.
Desde todos los puntos de vista, su situación era incómoda. En 1523, en 1524, para vivir en el sentido más material de la palabra, Lutero conoce amargas dificultades. Sus cartas no son más que una cadena de quejas. Parsimonioso y descuidado, indiferente a quien le sirve,[189] el Elector de Sajonia hace esperar su ayuda. Lutero se debate como puede. No está solo. Todos los que rompen con Roma y se desprenden violentamente de la Iglesia acuden a Wittemberg, quieren ver al “hombre de Worms”, pedirle consejos, un apoyo, un sostén. Vienen de Alemania, de los países del Norte, de Inglaterra, de Francia incluso. Vienen también mujeres, monjas escapadas del convento, rechazadas por sus familias y que piden su pan cotidiano, un asilo y un establecimiento si es posible, a aquel cuya voz ha hecho estremecerse a los claustros. Lutero tiene que asistir, hospedar a toda esa gente. Implora; amenaza; a veces se revuelve en un sobresalto de rabia. Comentando duramente los procedimientos de Federico: “Pienso, sin embargo —escribe un día a Spalatin—,[190] que no hemos sido ni somos una carga para el Príncipe… ¿Hemos sido un provecho? No quiero hablar de eso, porque acaso no consideráis como un provecho el resurgimiento del Evangelio que nos debéis: sin embargo le debéis, con la salvación de vuestras almas, no poco de ese buen dinero del mundo, que ya ha colmado y cada día sigue colmando más la gran bolsa del Príncipe”. La amargura se trasluce, aquí y en otras cartas: haber dado tanto de uno mismo, y no cosechar más que indiferencia…
Tanto peor, Lutero se obstina. De nuevo, contra los espiritualistas místicos únicamente ávidos de sumergir sus almas en la profundidad de lo divino, hace un ataque de frente a fines de 1524 o a principios de 1525, en un tratado que resume sus críticas “contra los profetas celestes, sobre las imágenes y el sacramento”. Los anabaptistas, los iluminados, compañeros de Calrstadt y de los Münzer, son perseguidos sin cesar por sus sarcasmos y sus invectivas. En cuanto a los campesinos que alzaban por encima de sus cabezas sus gruesos zapatos de destripaterrones, símbolo tradicional de sus uniones: Bundschuh, Bundschuh!, les ha dicho categóricamente lo que pensaba de su evangelismo de insurrectos. Estos combates no le bastan. Rompiendo el frente único de los adversarios de Roma, lo vemos mantener y esgrimir frente a los jefes de la Reforma alemánica y renana, un Zwingli, un Oecolampade, un Bucer, su doctrina de la presencia real.
A los fieles de Estrasburgo, en 1524, les habla de las tentaciones que tuvo al principio, de sus veleidades de adoptar la tesis de que, “en el Santo Sacramento, no hay más que pan y vino. Me revolví —escribe—, luché;[191] veía bien que de esta manera podía asestar el golpe más terrible al papismo”. Pero ¡qué le vamos a hacer! “Estoy encadenado, no puedo salir, el texto es demasiado poderoso, nada puede arrancarlo de mi espíritu.” Lutero se ilusionaba. Su sentimiento, su instinto religioso, lo “encadenaba”. Sin cambiar su corazón ni trocar su alma, ¿cómo hubiera podido renunciar a consumir en la Cena, en carne y sangre, la sustancia palpitante de un Dios que, penetrando en él, exaltaba sus poderes? Todo su ser se rebelaba contra las concepciones razonables de los suizos, su teología vacía de misticismo. En su escrito contra los profetas celestes, discutiendo la opinión de Carlstadt de “que no se podía razonablemente concebir que el cuerpo de Jesucristo se redujese a un espacio tan pequeño”, razonablemente, exclamaba: “Pero si se consulta a la razón, no se creerá ya en ningún misterio.” Ésta es la gran palabra.[192] Éste es el enemigo contra el que Lutero, creyente pero no jefe, arremetía ciegamente en cuanto lo encontraba…
Y precisamente ese mismo espíritu, ese mismo adversario, en la misma época, es lo que persigue en Erasmo. Lutero no era todavía Lutero cuando ya aborrecía, como hemos visto, en el autor del Enchiridion, la inteligencia clara que se ilumina con su claridad, la razón enemiga del misterio y de todas esas cosas oscuras que percibe la intuición. Dijo una vez una frase impresionante, que se encuentra en la recopilación de Cordatus.[193] Fue en la primavera de 1533: “No hay un solo artículo de fe, por muy bien confirmado que esté en el Evangelio, del que no sepa burlarse un Erasmo, quiero decir la Razón” (Ab Erasmo, id est a ratione). Éste es el secreto de un odio atroz, de uno de esos odios recalentados y alucinantes cuyo secreto conocen los hombres de Dios: el odio del pecado que encarna en el vecino y que lleva hasta el homicidio. En esos años —las recopilaciones de Tischreden lo prueban con abundancia—, Lutero desatinaba furiosamente contra Erasmo. Y que haya consentido —él que no se detenía ante ninguna consideración cuando una oleada de sangre le subía del corazón al cerebro— durante tantos y tantos meses en mantener casi oculto tal odio; que todavía en abril de 1524 haya escrito al “rey de la anfibología”, a la “serpiente”, una larga carta para proponerle un trato (“No publiques libros contra mí, yo no publicaré contra ti”), verdaderamente, entre todos los homenajes que recibió en su vida el gran humanista, no conozco ninguno más hermoso y, viniendo de tal enemigo, tan fortalecido por sus triunfos, que trasluzca más involuntario respeto.
Pero, finalmente, fue inevitable que se produjera el duelo. Fue Erasmo el primero en sacar la espada. Fue él, por razones hoy muy conocidas, quien publicó el 1° de septiembre de 1524 su famosa diatriba sobre el libre arbitrio. Ya sólo la elección del tema daba muestras, una vez más, de su alta y viva inteligencia crítica. Lutero no se engañó. Tuvo empeño en proclamarlo muy alto en las primeras líneas de su réplica:[194] “Tú no me fatigas con nimiedades marginales, sobre el papado, sobre el purgatorio, las indulgencias y otras necedades que les sirven para acosarme. Sólo tú has captado el nudo, has mordido en la garganta. ¡Gracias, Erasmo!” Esta réplica de Lutero, su tratado Del siervo arbitrio, no apareció, por lo demás, hasta el 31 de diciembre de 1525. Y sólo en septiembre del mismo año, un año después del ataque, se puso Lutero a componerla. El adversario era temible y por muy intrépido que se fuese, era imposible dejar de sentirse intimidado ante la idea de afrontarlo. Pero, en cuanto Lutero se decidió a escribir, el pensamiento fluyó con una fuerza, una abundancia, una violencia irresistibles: lo que estaba en juego era toda su concepción de la religión.
Ya se ha dicho: en lugar de intitular sus dos escritos Del libre arbitrio y Del siervo arbitrio, los dos antagonistas hubieran podido darles estos títulos: De la religión natural y De la religión sobrenatural. Entre la omnipotencia de Dios y la iniciativa del hombre, puede un semirracionalista como Erasmo negociar un compromiso y aceptar sin emoción que sea batido en retirada ese sentimiento vehemente de la omnipotencia irracional de Dios en la que Lutero veía la única, la indispensable garantía de su certidumbre subjetiva de la salvación. El autor del Siervo arbitrio no podía detenerse en semejantes tareas. No viendo el medio de conciliar con la afirmación del libre arbitrio su fe personal en la omnipotencia absoluta de Dios; rebelándose ante la idea de que la voluntad humana pudiera limitar en cualquier medida la voluntad divina y suplantarla, por un movimiento propio de su genio, saltó bruscamente a los extremos. Negó el libre arbitrio, pura y simplemente. Proclamó, una vez más, que todo lo que le sucedía al hombre, incluyendo su salvación, no era sino el efecto de esa causa absoluta y soberana, de acción irresistible y continua: Dios, el Dios “que obra todo en todos”. Y no era ésta, para Lutero, una tesis filosófica, esmaltada de argumentos racionales, sino el grito espontáneo de un creyente que confesaba su fe “con todo su aliento y sin cortapisas de ninguna especie” era la protesta apasionada de un cristiano “que no quería vender a su querido Niño Jesús” y que, siempre prisionero de sus experiencias, teniendo siempre en el espíritu “esas angustias espirituales y esos nacimientos divinos, esas muertes y esos infiernos” a través de los cuales había buscado y encontrado a su Dios, no hallaba la paz espiritual si no era en el abandono total, la abdicación sin reservas de su propia voluntad entre las manos del Guía Soberano.
Sólo que los contemporáneos no tenían el ocio necesario para interesarse, como espectadores curiosos, en toda esa psicología religiosa, por rica que fuese. Vieron, en el choque brutal de los dos “arbitrios”, el libre y el siervo, la ruptura definitiva, irremediable, del pensamiento humanista y del sentimiento cristiano tal como Lutero lo interpretaba. Los unos aplaudieron, los otros deploraron. Pero, después de esa controversia resonante, hubo que escoger. Se hizo imposible, a menos de traicionar a uno o a otro de los dos enemigos, conciliar la fidelidad a Lutero y a sus enseñanzas con la admiración hacia Erasmo y su obra, a la vez crítica y positiva. Y de esto Lutero no se había preocupado. Había obedecido, sin más, al ciego impulso de su genio. Sin embargo, el hecho estaba allí. Cavado por sus manos, un nuevo foso se extendía en lo sucesivo entre el grupo sabio de los erasmistas y esa pequeña tropa de los estrictos luteranos, cuyo jefe, en ese momento, trabajaba, al parecer, más que en acrecentarlos, en restringir los efectivos.