V. Las dos ciudades

Se adivinan las consecuencias de esta actitud, y cómo aislaba, cómo apartaba de sí toda una parte, la más ardiente, de esa masa humana que su palabra había conmovido y turbado profundamente. ¿Y qué? ¿Habría que volver atrás por causa de ella y volver a caer en los viejos errores? Se ve muy bien a Lutero, en esas horas trágicas, angustiado a su pesar, reanudando una vez más el encadenamiento de sus pensamientos. Y asegurándose en su sentimiento.

El mundo es malo, decía la piedad católica. Tan malo, que por más que el hombre se esfuerce, por heroicos y sostenidos que sean sus esfuerzos, mientras permanezca sumergido en él su maldad de fondo viciará siempre sus actos y sus resoluciones. Para los que llevan dentro un alto ideal de sacrificio y de santidad, sólo hay un recurso: huir del mundo. Retirarse, vivos, de la sociedad de los vivos. Llevar fuera del siglo, en asilos cerrados, una existencia toda de rezos, de mortificación y de renunciamiento; ofrecerse a Dios en sacrificio expiatorio por los pecados propios y ajenos.

Quimera y blasfemia, había gritado Lutero. El mundo es el mundo. El espectáculo que da, Dios mismo lo ha regulado. Y es también él quien nos ha colocado aquí, como actores, en este escenario trágico y miserable. No tratemos de huir. Vivamos en el siglo. Cumplamos, príncipes o mercaderes, jueces, verdugos o soldadotes, las funciones que nos sean confiadas. Aceptémoslas, por amor de los que se benefician con ellas. Pero, como cristianos, vivamos en espíritu en otra esfera: en ese reino de Cristo donde, ocupados exclusivamente por la preocupación de nuestra salvación, practicaremos la castidad, la misericordia, las virtudes superiores que no tienen nada que ver con el mundo terrestre, que es el imperio de la cólera, de la fuerza y de la espada…

Y sin duda someterse a las necesidades políticas, económicas y jurídicas; aceptar la opresión de las leyes, los males sangrientos de la guerra, las iniquidades de los príncipes, es un sacrificio penoso. Sin duda una personalidad poderosa como la de Lutero siente que se ahoga en los marcos estrechos de la vida terrenal, y que al menor movimiento corre el riesgo de hacer que estalle todo. Lo siente, lo sabe. Y grita tanto más fuerte: “Quedémonos inmóviles. Romperlo todo, demolerlo todo para reconstruir una casa más amplia, ¿para qué? Dobleguémonos, al precio de una perpetua constricción, a las duras necesidades del mundo terrenal. ¿Qué importa, puesto que nuestra alma, nuestra alma de cristianos y de creyentes se evade libremente fuera de la jaula? En el éter sutil de ese mundo espiritual donde no hay ni leyes, ni aduanas, ni fronteras, que se embriague de su poder y saboree su libertad real. Moviéndose sin temor de la cima de las virtudes al abismo de los vicios, que alcance a través de las inmundicias y las mancillas el gozo cándido de la paz interior. En el término de sus experiencias, finalmente, que entre en comunicación directa e inmediata con el foco de toda energía creadora, con el animador soberano, Dios. En la llama que le rodea, que pega fuego a los que se acercan a él con el horror de ser lo que son, el sentimiento patético de su indignidad, una infinita confianza en su misericordia, todo se funde, todo se licúa: pecados y vicios, miserias y debilidades, impurezas y escorias. Es la liberación perfecta y el perdón, la entrada en esa esfera en que, abolida la ley, anonadado el pecado, vencida la muerte, el alma se encuentra más allá del bien y del mal. Es la salvación por la fe”.

¿Qué certidumbre hay, pues, para el cristiano? Dios se instala en él, lo penetra y lo inspira, hace de su vida una cadena ininterrumpida de creaciones fecundas y de su corazón una fuente de amor inagotable. Las obras salen de la fe que ellas mismas alimentan. Un circuito sin fin se establece. “La fe se vierte en las obras y por las obras vuelve a sí misma, como el sol se levanta hasta el momento de ponerse y vuelve a su punto de partida al amanecer.”[188] Ante tales perspectivas, y puesto que el hombre es dueño de gustar de esta embriaguez, ¿qué importan las molestias de este mundo, las constricciones de esta tierra?

1525. La rebelión de los campesinos. Un brusco relámpago rompiendo las nubes de ilusión. Y Lutero vio, tal como era realmente, vio, con su guadaña en la mano, su venablo levantado, al hombre del pueblo miserable, inculto, grosero. Y que no aceptaba, sino que con toda su fuerza salvaje golpeaba furiosamente las paredes de su celda. ¿Prometerle los frutos magníficos de la libertad cristiana? Ridiculez excesiva. ¿Participar en sus penas, hacer nuestras sus reivindicaciones? Nunca. Era contra Dios. Y además, el razonamiento que Lutero opone a los iconoclastas: “¿Las imágenes son sin virtud? ¿Por qué entonces rebelarse contra ellas?”. Ese razonamiento se aplicaba demasiado bien a los príncipes: “¿Qué poder poseen sobre las almas? Ninguno. ¿Por qué, pues, alzarse contra una tiranía que no tiene ningún poder sobre la verdadera persona?”. No, ninguna contemplación con los motines. Reprimirlos duramente. Golpear sin escrúpulos esos hocicos insolentes.

De esta manera, todas las cosas volverían a ser claras. Todo se ordenaría de nuevo, de manera satisfactoria. Por un lado, los héroes. Algunos raros genios, algunas poderosas individualidades, aceptando con indiferencia las ataduras exteriores, sufriendo, sin tomarse el trabajo de protestar o de resistir, todas las molestias y todas las mezquindades, pero conociendo en su interior la verdadera libertad, la alegría sobrehumana de escapar a las servidumbres, de juzgar nulas las leyes, de conducir contra las necesidades mecánicas la rebeldía del libre espíritu. Del otro lado, la masa, sometida a las ataduras, experimentando sus rigores saludables, poseyendo también ella en teoría la libertad interior, pero incapaz de utilizarla y viviendo en los marcos de un estado patriarcal que actúa y prevé por todos, que aplica a su encomienda humana las recetas de un despotismo más o menos ilustrado.

Contraste brutal de una sociedad luterana que se desarrolla en su mediocridad con su moralismo farisaico y timorato, su perfecto logro en las cosas pequeñas, su pasividad y su cobardía en las grandes, y de una fe visionaria que anima a algunos genios heroicos a quienes nada ni nadie arredra, y cuyo espíritu recorre espacios infinitos: pero su cuerpo permanece en tierra, en el lodo común. ¿Ciudadanos? Sí, de la ciudad celeste. En cuanto a la ciudad terrena, no aspiran ni a dirigirla ni a mejorarla. Súbditos dóciles, funcionarios modelo, dan el ejemplo de la sumisión perfecta a las órdenes de un príncipe que, finalmente, alzándose por encima de todas las cabezas inclinadas, posee él solo un poder que nadie le discute.

Era toda la historia, toda la filosofía de la Alemania luterana lo que se dibujaba así, en la primavera de 1525, en las ensoñaciones seguramente, en las exhortaciones sin duda alguna de un Lutero, turbado en el fondo de su corazón y gritando con tanta más fuerza sus certidumbres.