IV. Los campesinos

La guerra de los campesinos: la gran renegación de Martín Lutero. Así lo dice la tradición. Tal vez sí, tal vez no.

No tenemos que decir lo que fue la sublevación de 1524-1525, ni cómo otras revueltas la habían precedido, ni qué hombres, de orígenes y de tendencias muy diversas, tomaron parte en ellas, ya sea como jefes, ya como ejecutantes.[175] Pero que, desde el principio, Lutero haya sido puesto en tela de juicio, y por los dos partidos a la vez, habría que ser muy ingenuo para que nos extrañara. A los ojos de unos, era de manera natural el padre y el autor de la sedición; sus doctrinas, sus predicaciones, su ejemplo funesto la habían provocado; y si era preciso reprimir los motines, con más razón había que castigar al enviado de Satanás que, habiendo sembrado vientos sobre la apacible Alemania, cosechaba tempestades. Los otros, de manera no menos natural, saludaban en Lutero al abogado de oficio de todos los oprimidos, al patrón nato de todos los rebeldes, al adversario obligado de todas las tiranías. Y además, ¿no eran ellos, los campesinos, los verdaderos campeones del Evangelio contra los Príncipes? A la cabeza de sus artículos, ¿no reivindicaban el derecho de elegir pastores[176] que, traduciendo claramente la Santa Palabra y predicando sin adulteración, les dieran ocasión de rezar, de alimentar en ellos la verdadera fe? No debe sorprendernos que, a finales de abril de 1525, Lutero, interviniendo por fin, publicara su famosa Exhortación a la paz a propósito de los doce artículos de los campesinos de Suabia, y también, contra el espíritu de asesinato y de bandidaje de los otros campesinos amotinados.[177]

El plan es claro, la tesis simple. Una corta introducción; luego, dos discusiones separadas, una con los príncipes, y la otra, mucho más larga, con los campesinos; para concluir, algunas frases de exhortación a los dos partidos. Ahora bien, ¿qué quiere Lutero? ¿Examinar lo que tienen de justas o de injustas las demandas de los campesinos? ¿Arbitrar un desacuerdo políticosocial? De ninguna manera. Tratar un punto de religión, sí.

Los campesinos afirman: “No somos ni rebeldes, ni amotinados, sino voceros del Evangelio. Lo que reclamamos, el Evangelio justifica que lo reclamemos”. Ésta es la pretensión contra la cual únicamente se levanta Lutero, pero con una pasión, una violencia, una fogosidad incomparables. A los Príncipes les dice pocas cosas y vagas: que hacen mal los que prohíben predicar el Evangelio; que hacen mal también los que oprimen a sus pueblos con cargas demasiado pesadas. Deberían retroceder ante la cólera que desencadenan, tratar a los campesinos “como el hombre sensato trata a las personas ebrias o fuera de sus casillas”. Esto sería prudencia; y justicia también, en el sentido humano de la palabra; la autoridad no está instaurada con el objeto de hacer que los súbditos sirvan para la satisfacción de los caprichos del amo. Pero una vez terminado este pálido discurso en condicional, ¡qué voz tan clara y sonora encuentra Martín Lutero cuando increpa y apabulla a los campesinos! ¿El Evangelio con ellos, de su lado? ¡Qué monstruosa tontería! Así lo quemen, lo torturen, lo despedacen; mientras le quede aliento, Lutero clamará la verdad: el Evangelio no justifica, sino que condena la rebeldía. Toda rebeldía.

Los campesinos dicen: “Tenemos razón, y ellos no. Somos oprimidos y ellos son injustos”. Posiblemente. Lutero va más lejos. Dice: lo creo. ¿Y qué? “Ni la maldad ni la injusticia justifican la rebeldía.” El Evangelio enseña: “No resistáis al que os hace daño; si alguien te pega en la mejilla derecha, pon la otra”. ¿Lutero ha sacado alguna vez la espada? ¿Ha predicado la rebeldía? No, sino la obediencia. Y precisamente por eso, a despecho del Papa y de los tiranos, Dios ha protegido su vida y favorecido los progresos de su Evangelio. Los que “quieren seguir a la naturaleza y no soportar ningún daño” son los paganos. Los cristianos no combaten con la espada o el arcabuz. Sus armas son la cruz y la paciencia. Y si la autoridad que los oprime es realmente injusta, pueden estar sin temor: Dios le hará expiar duramente su injusticia. Mientras tanto, que se dobleguen, obedezcan y sufran en silencio.[178]

Ésta es la doctrina de la Exhortación a la paz. Y sin duda es fácil ironizar, subrayar el contraste y su enorme comicidad: aquí tumulto, aullidos de odio, campos llenos de gritos de rabia y de fulgores de incendio; y allá, el doctor Martín Lutero, con los ojos alzados al cielo, tocando con toda su alma y con las mejillas hinchadas, como si no viera ni oyera más que a sí mismo, su pequeña música de flauta cristiana. Es fácil. Pero hay una cosa que no se tiene derecho a decir: que Lutero, viéndose en un mal paso, inventa bruscamente, en 1525, argumentos farisaicos.

¿Su doctrina? No nace, como un expediente, de la rebelión campesina. ¿No inspira ya la carta a Federico[179] del 5 de marzo de 1522? “Sólo aquel que la ha instituido con sus manos puede destruir y arruinar la Autoridad: de otro modo es la rebeldía, es contra Dios.” ¿No anima, de punta a punta, el tratado de 1523 sobre la Autoridad secular: reino de Cristo, reino del mundo, y en este reino, a sus reyes obediencia absoluta, incluso si el orden es injusto? Porque tiene razón el proverbio: quien devuelve los golpes hace mal; y nadie debe juzgar su propia causa.[180] No, en verdad, Lutero no inventa nada en 1525, cuando grita a los siervos que se resignen, a los campesinos que se inclinen. Y cuando añade: la única libertad de que debéis preocuparos es la libertad interior; los únicos derechos que podéis legítimamente reivindicar son los de vuestra espiritualidad. Estas fórmulas, enarboladas por sobre las cabezas de rústicos agotados y que luchan como animales por su vida, pueden parecer enormemente irrisorias. Lutero, manteniéndose en ellas con obstinación, es lógico consigo mismo: Lutero, el verdadero Lutero, el de Leipzig, de Worms, de Wartburg.

Sí, ironizar es fácil. Pero el francés que ha nacido malicioso, o el antiluterano que se mofa, ¿son buenos guías para comprender a un Lutero, y a través de él la Reforma alemana, y más lejos aún a través de él, uno de los aspectos más impresionantes del germanismo en la historia?

No lo creía así Michelet que, en sus Memorias de Lutero, escribe (y precisamente a propósito de la Exhortación): “Tal vez en ningún sitio se ha elevado Lutero tan alto.” Sin duda, en la fecha en que componía su libro, el historiador se mostraba sensible muy particularmente a la fuerza torrencial, al fogoso poder de ese sentimiento religioso que domina, arrebata, colma, empuja al reformador entero, y —brotando de su corazón para esparcirse por el mundo en borbotones llenos de espuma, en remolinos y luego en avenidas irresistibles— explica precisamente aquello que hay que explicar: la fortuna histórica, la influencia sobre los hombres, la misteriosa y viva irradiación de un Lutero. Pero hay más. Lo que hace la importancia capital de la crisis de 1525 es que, en un gran desgarramiento de todos los velos, permite por primera vez ver y medir, a la luz brutal de los hechos, las consecuencias considerables de la palabra, de la acción histórica de un Martín Lutero.

Sin duda tienen razón los historiadores que, sensibles a los hechos, hacen notar cuanto escandalizó e hirió la actitud de Lutero, en esa fecha, a los campesinos, a los rebeldes, a todos los que extendían mucho más allá de los límites que él le asignaba el movimiento que un agustino sin miedo había iniciado. Tienen razón en insistir sobre esto: que habiendo lanzado desde su altura la Exhortación y fulminado contra la rebeldía esa condenación doctrinal, pero que terminaba por lo menos con un deseo de arbitraje, Lutero no se calló en absoluto, ni permaneció, piadoso y sereno, por encima de los acontecimientos. Durante la primavera de 1525, la rebeldía campesina no había cesado de extenderse. Por todas partes las ciudades eran saqueadas, los castillos forzados, las abadías arrasadas. En Turingia, Tomás Münzer establecía la comunidad de los bienes y en sus llamadas de siniestro estribillo, que sonaba como un toque de rebato: “Sus, sus, dran, dran”, suplicaba a sus partidarios que no dejaran enfriarse la espada tibia en sangre. Pero los príncipes, poco a poco, se habían organizado. El 15 de mayo de 1525, en Frankenhausen, el ejército de Münzer era deshecho, el jefe capturado y pronto ejecutado. El 18, en Lupfenstein, el duque Antonio aplastaba a los rústicos y luego se apoderaba de Saverna. En junio, los de Franconia eran hechos pedazos por Adolzfurt. Las represalias empezaban, feroces. En una Alemania devastada, llena de ruinas humeantes y que veía sobre sus campos arrasados, sobre sus establos vacíos, levantarse el espectro horrible del hambre, los señores, dice uno de ellos, jugaban a los bolos, a su vez, con cabezas de campesinos.

Lutero, el Lutero que en diciembre de 1522, en el tratado De la autoridad secular, declaraba con tanta energía: el juez debe ser duro, el poder implacable, la represión llevada sin falsa sensiblería hasta la crueldad: porque la misericordia no tiene nada que ver con el mundo temporal; Lutero, el Lutero que en 1524, en su escrito Contra los profetas celestes opinaba con tan perfecta, claridad: Herr Omnes? El único medio de obligarlo a hacer lo que debe, “es constreñirlo por la Ley y la Espada a la piedad exterior, como se sujeta a las bestias salvajes por las cadenas y la jaula”;[181] Lutero que en la misma obra escribía, para establecer el derecho del príncipe a expulsar a Carlstadt: “Así, pues, opino de esta manera: el país es de los príncipes de Sajonia y no de Carlstadt, que no es más que un huésped y que no posee nada… ¿Un dueño de casa no debe tener el derecho y el poder de despedir a un huésped o a un criado? Si tuviera que dar previamente sus razones y discutir jurídicamente con él, sería un pobre amo prisionero en su propio bien, y en su lugar el huésped sería el verdadero amo”;[182] ese Lutero no era hombre para cambiar de opinión ante los excesos de los campesinos y la amplitud de las perturbaciones de 1525. Cuando se sabe además cómo pretendían controvertirlo, cómo lo azotaban vivamente las objeciones, las acusaciones, los reproches directos, y lo incitaban, por espíritu de bravuconería, a ir siempre más allá, no resulta extraño que a fines de mayo de 1525, después de los primeros éxitos de los príncipes, cuando empezaban las represalias, haya vuelto a tomar la pluma y haya compuesto “contra las bandas saqueadoras y asesinas de los campesinos” un librito de una dureza, de una violencia, sanguinarias.[183]

Sus cartas ya no respiran más que furor. “¿Qué razón habría para mostrar a los campesinos tan gran clemencia? Si hay inocentes entre ellos, Dios sabrá bien protegerlos y salvarlos, como hizo con Loth y con Jeremías.”[184] Es casi la frase célebre: ¡Matémoslos a todos, Dios reconocerá a los suyos! “Si Dios no los salva, es que son criminales. El menor mal que hayan podido cometer es haberse callado, haber dejado hacer, haber consentido…” “Mi sentimiento es claro —escribe a Amsdorf[185] el 30 de mayo de 1525, cuando acaba de cambiar la fortuna—: más vale la muerte de todos los campesinos que la de los príncipes y magistrados.” Cuando se entera de la captura de Münzer, escribe: “Quien ha visto a Münzer puede decir que ha visto al diablo encarnado, en su más grande furia. ¡Oh Señor Dios, si reina semejante espíritu entre los campesinos, es tiempo de degollarlos como a perros rabiosos!”.[186] Y él, el proscrito de Worms, el hombre puesto solemnemente fuera de la ley de Dios y del Emperador, declara sin rodeos: “Un hombre que puede ser convicto del crimen de rebeldía está fuera de la ley de Dios y del Emperador; y todo cristiano puede y debe degollarlo y hará bien en hacerlo…”. Es un perro rabioso. Si no lo matan, mata.

Así se explica el furor homicida de su escrito de mayo de 1525: “Por todas estas razones, queridos señores,[187] desencadenaos, salvadnos, ayudadnos, tened piedad de nosotros, exterminad, degollad, y que el que tenga poder para ello actúe”. Y Lutero llega hasta olvidar, en las palabras, su teología, cuando concluye: “¡Vivimos en tiempos tan extraordinarios que un príncipe puede merecer el cielo vertiendo la sangre, mucho más fácilmente que otros rezando!”.