¿Una Iglesia luterana? ¿Cuántas veces, en esta fecha, se alza contra la palabra, contra la cosa? “No creas en Lutero, sino en Cristo sólo… A Lutero dejadlo correr, que sea un perdido o un santo…[165] Yo no conozco a Lutero ni quiero conocerlo. Lo que predico no es de él, sino de Cristo. Que el diablo se lleve a Lutero si puede: que nos deje a Cristo y la alegría.” Persiste en señalar los peligros de la uniformidad. “No me parece prudente reunir a los nuestros en Concilio para establecer la unidad de nuestras ceremonias… Una Iglesia no quiere por sí misma imitar a la otra en esas cosas exteriores: ¿qué necesidad hay de constreñirla por decretos conciliares que pronto se transforman en leyes y en ligaduras para las almas?” Las iglesias son libres de tomar sus modelos las unas en las otras o de complacerse en sus usos particulares, con tal de que la unidad espiritual sea salvaguardada: “La de la Fe, la de la Palabra”.[166]
Que ni siquiera se intente obtener de Lutero que legisle sobre las imágenes, la comunión bajo las dos especies o la confesión, cuestiones candentes que tantas divisiones provocaban. A los que insisten para obtener su opinión, no les contesta más que una palabra: “Minucias, detalles sin interés”… A los cristianos de Estrasburgo, en su carta del 15 de diciembre de 1524, se los dice claramente:[167] la gran equivocación, o más bien una de las equivocaciones de Carlstadt, es dar a entender al pueblo que la esencia del Cristianismo había que buscarla en “la destrucción de las imágenes, la supresión de los sacramentos, la oposición al bautismo”. Vapores y humos, exclama Lutero, Rauch und Dampf! Y además: “Pablo dice (I Cor., 8, 4): Sabemos que los ídolos nada son en este mundo. Si no son nada, ¿por qué por esta nada encarcelar, martirizar la conciencia de los cristianos?”. Aun más; veinte veces, Lutero proclama: “La confesión es buena cuando es libre y no constreñida.” O también: la misa no es ni un sacrificio ni una buena obra; representa, sin embargo, “un testimonio de la religión y un don de Dios”.[168] Se reconoce aquí al hombre que, en 1523, declaraba sin rodeos: “Las personas deseosas de permanecer en los conventos, así sea por su edad o por su barriga (Bauch), o por su conciencia, que no se les expulse… Porque hay que pensar que es la ceguera y el error de todos lo que los ha puesto en semejante estado; no les han enseñado nada que les permita ganarse el sustento por sí mismos”.[169] Y era también él quien, en el otoño de 1524 (exactamente, hasta la tarde del 9 de octubre), se obstinaba en llevar su hábito de agustino, sin duda a modo de reto y por hacer irrisión del Papa; pero también, lo escribe, para sostener a los débiles.[170]
A ese Lutero lo presionan, lo empujan, lo instan. Todo lo que obtienen de él es que medite de nuevo las soluciones que ya antes ha comprobado, que las reanude, las ahonde, y así, mejor anclado en sus sentimientos, posea para no actuar razones más conscientes. A fuerza de insistencia, le arrancan algunos esquemas de organización cultural. Pero provisionales. Pero parciales. ¿Y cómo podría ser de otro modo?
La fe en Cristo, tesoro incomparable que contiene por sí mismo toda la salvación del hombre; un culto exterior sólo podría entorpecer las relaciones libres entre Dios y el fiel. Lutero, en 1523, consiente en dar explicaciones acerca de la ordenación del culto. Publica, el mismo año, en diciembre, su Formula Missae et Comunionis para la iglesia de Wittemberg. Trabaja después en su misa alemana. En enero de 1526, la Deutsche Messe und Ordnung Gottesdiensts sale a luz. Todo esto es poco coherente, poco lógico, y manifiesta ese deseo de transacción que Lutero llevaba a todas las cuestiones. Compromisos. Actúese con ellos como con zapatos sin suela: una vez desgastados, se tiran. Y aun así, si sólo de él dependiera, Lutero no publicaría nada semejante. Los verdaderos creyentes hacen en espíritu su servicio divino. Para los humildes, para los ignorantes, es para quienes, a regañadientes, hace concesiones. Mesuradas, por otra parte: la Iglesia visible, la que los “ceremonistas” lo invitan a delimitar netamente en sus fronteras, no es a él a quien incumbe la tarea de organizaría, de administrarla, de gobernar sus bienes. Esta tarea, Lutero persiste en dejársela al Estado. Esto indica hasta qué punto la juzga secundaria y poco digna de interés.
Pero, precisamente, ¿qué hay con el Estado, con la política, con los príncipes? Lutero se ha explicado ya sobre estas cuestiones candentes en su Treue Vermahnung de 1521. Puesto que insisten, puesto que los anabaptistas a su vez las tratan, y con un espíritu de violencia intransigente; puesto que se amontonan nubes sobre Alemania, tan negras y amenazantes que los más ciegos, los más indiferentes, no pueden dejar de verlas alzarse en el horizonte, repetirá de nuevo en 1522, en el tratado De la autoridad secular, lo que había indicado ya previamente, sólo que con más fuerza, amplitud y método.
No puede acusarse a Lutero de amar a los príncipes, él que decía del Elector Federico aquello que hemos citado más arriba, él que se defendía, como de una tara, de la sospecha de que lo hubiera visto o frecuentado nunca.[171] En tanto que cristiano, anunciador de la Palabra, desprecia a los poderosos del mundo; no le calla al pueblo ninguno de sus vicios, de sus exacciones, incluso de sus crímenes. Prevé las perturbaciones que se preparan contra ellos. “El pueblo se agita por todas partes, y tiene los ojos abiertos —escribe desde el 19 de marzo de 1522—. Dejarse oprimir por la fuerza, ni lo quiere ni lo puede ya. Es el Señor quien lleva todo esto y oculta a los ojos de los Príncipes estas amenazas, estos peligros inminentes. Él lo consumirá todo por la ceguera y la violencia; me parece ver a Germania nadando en sangre.”[172] Bien lejos están los tiempos en que los príncipes podían, impunemente, ir a cazar hombres como si fueran fieras… Pero, entonces, ¿hay que alzarse contra esos déspotas inicuos y crueles, contra esos malos tiranos que oprimen a los cristianos? Sería locura e impiedad. Esos príncipes execrables, Dios los quiere así. Y si tal es el designio de su Providencia, expiarán. Si no, toda tentativa de los hombres para alzarse contra ellos es más que ridícula: blasfematoria.
Los príncipes son plagas, pero plagas de Dios. Los matones, los espadachines, los verdugos que emplea para domar a los malos y hacer reinar por el terror el orden y la paz exteriores en una sociedad de hombres viciosos. “Nuestro Dios es un poderoso monarca —escribe Lutero, resucitando el tono de los sermonarios ardientes en proclamar la nonada de las grandezas—. Necesita nobles, ilustres y ricos verdugos: los príncipes.”[173] Por lo tanto, estos personajes altaneros y antipáticos son necesarios, legítimos y, sean cuales sean sus taras, respetables. En el orden temporal por lo menos, el único en que los príncipes son príncipes y en el que es preciso que los buenos los soporten con resignación, por espíritu de caridad, pensando en los irresponsables menores: los criminales, los inconscientes, los malhechores, que necesitan los vergajos y los calabozos. En el orden espiritual no hay más que cristianos en presencia de su Dios.[174] Y que los príncipes no recurran aquí a sus prerrogativas; que no vayan a querer estatuir sobre puntos de fe, dictar lo que los cristianos deben creer o no creer. Pero, inversamente, sus súbditos deben saber que ese espíritu de misericordia y de caridad debe florecer sólo en el reino de Cristo; en el reino terrestre no es la caridad, la misericordia, la gracia las que guían todas las cosas, sino la cólera, y la estricta justicia, y el derecho humano fundado sobre la razón…
Así Lutero, fiel a su pensamiento antiguo, persistía en levantar frente a frente, en una oposición brutal, la vida espiritual y la vida material. Seguía definiendo al ser humano como el agregado de un cristiano y de un mundano yuxtapuestos: el mundano, sujeto a las dominaciones, sometido a los príncipes, obediente a las leyes; el cristiano liberado de las dominaciones, libre, verdaderamente sacerdote y rey. Solución ingeniosa, en el papel por lo menos: aquí, las fronteras de los dos reinos se dejan trazar sin dificultad. Pero que sobrevenga una crisis que ponga en las conciencias en conflicto violento los sentimientos cristianos y los deberes mundanos: ¿resistiría a la prueba esta sutil distinción? Ya en el verano de 1524, los campesinos de Suabia se encargaban de la respuesta.