Sólo que, al día siguiente, todo estaba otra vez por hacer… Apoderarse de una multitud, llevarla al punto preciso donde se la quiere conducir, es un juego de niños para un tribuno en plena posesión de sus medios y de sus dotes. Pero están los comités, cualquiera que sea el nombre que les dé, los comités y su acción paciente, obstinada, invencible…
Apenas Lutero había vuelto a partir cuando ya empezaba otra vez el trabajo contra él, contra su timidez y sus medidas tibias. Pronto se hablará, como es de rigor, de su traición. Y lo trágico era que esos hombres, con quienes Lutero se disputaba las multitudes, era a Lutero mismo, su ejemplo y su rebeldía, a quien decían seguir para sobrepasarlo. Hollando su cuerpo derribado, pretendían elevarse muy por encima de él. Individualistas místicos, únicamente ávidos de sumergir el alma, de revolcarla voluptuosamente en los abismos de lo invisible y de saborear en el fondo de sus conciencias —sin necesidad de Iglesia alguna, de culto o de doctores— la embriaguez lenta de ese deleite solitario; anabaptistas iluminados y sectarios, en busca de un reino de Dios que agrupara sólo a los elegidos, inspirados por el Espíritu y gozando en igualdad perfecta las alegrías de un comunismo sin restricción: todos parecían decir, tendiendo a Lutero un espejo con su propia efigie reflejada: “Mira. Eres tú. Tú en tus días de audacia. ¿Cómo podrías culparnos? Lo que decimos, tú lo has dicho antes que nosotros. Sólo que nosotros, más lógicos, más independientes, vamos hasta el final. Tú, cobardemente, te sientas a un lado del camino para mirarnos pasar encogiéndote de hombros…”. Argumentación especiosa. Lutero pudo pronto medir su éxito.
El 24 de agosto de 1522, en Orlamonde, feudo de Carlstadt, adonde había ido para refutar a su antiguo compañero, el pueblo se agolpó, amenazador, delante de la casa del concejal que lo había recibido, y luego alrededor de su coche. Y fue insultado. “¡Vete al demonio —le gritaban— y rómpete la crisma antes de salir de aquí!” Al mismo tiempo, unos artesanos, un zapatero sobre todo, controversistas improvisados, esgrimían contra él textos ridículos. El conjunto produjo en Lutero el más violento efecto. Tanto más cuanto que en Jena, unos días antes, se había tropezado con Carlstadt en persona. Y el choque había sido brutal. Habiendo predicado Lutero contra lo que llamaba “el espíritu de Allstadt”, el espíritu de sedición y de asesinato de los iconoclastas y de los saqueadores de iglesias, el agrio Carlstadt, no sin fanfarronería, fue al Oso Negro a buscar a su adversario. La escena fue extraña y llegó hasta el desafío: un desafío que los dos teólogos, erguidos el uno ante el otro —Carlstadt tenso y acre; Lutero afectando una calma irónica que sus palabras desmentían—, se dirigieron en forma y ante testigos. Lutero sacó de su bolsillo un florín y se lo alargó a su contradictor. Éste, mostrándolo a la asistencia, dijo: “Queridos hermanos, esto se llama Arrogo. Es la señal de que tengo derecho a escribir contra el doctor Lutero. ¡Sedme todos testigos!”. Y metiendo en su bolsa la pieza envuelta en papel, tocó la mano de Lutero. Éste bebió un trago a su salud. Carlstadt le correspondió. Cambiaron todavía algunas palabras agridulces; luego, un último apretón de manos, y se separaron.[164]
Un hombre de acción, un reformador, el Lutero de la tradición, conmovido por esas resistencias, se habría recogido entonces, y disponiendo bajo su clara mirada los elementos del problema, habría hecho su elección, fijado su decisión, actuado. Era tarde, sin duda. Pero, después de todo, se podía jugar la partida.
Por un lado, un fuerte grupo de príncipes católicos, que amenazaban a Lutero, perseguían a sus adeptos, condenaban sus escritos. Por apego a la tradición. Por temor también de las perturbaciones que adivinaban listas a estallar. Esas perturbaciones no eran sólo los príncipes quienes las veían venir. En las ciudades, los burgueses influyentes, letrados por lo demás, y que al principio habían sostenido a un Lutero que iba al paso con su Erasmo —hombres como Willibald Pirkheimer, el patricio nurembergués, el amigo de Alberto Durero—, sentían acercarse la tormenta y, cansados ya, decepcionados, vapuleados, se recobraban, daban marcha atrás.
En el otro lado, los extremistas, los que acusaban a Lutero de no llevar su pensamiento hasta sus últimas consecuencias. ¿Qué le reprochaban? Conservar demasiados ritos, prácticas, sacramentos del catolicismo. Y, al mismo tiempo, no tratar como ellos y con ellos de realizar en esta tierra el reino de Cristo; proclamar necesaria y querida por Dios la autoridad de los príncipes; en una palabra, no trabajar, con todas sus fuerzas, en esa revolución política y social cuya dichosa aurora saludaban ya.
Entre estos dos fuegos, el pequeño ejército de los fieles de Lutero, confiados pero impacientes, que pensaban, en su fuero interno, que sus guías les obligaban a estarse demasiado quietos. Sin duda, cuando Lutero hablaba, sufrían su influencia a fondo. Se dejaban mecer, embriagar por su bello y cándido optimismo, por la generosidad de un corazón desbordante de amor. Y luego, cuando se había callado, se recobraban en la sombra, en silencio. Frente a la Iglesia que ellos habían abandonado siguiendo su voz, ¿por qué Lutero tardaba tanto en alzar una Iglesia completamente nueva, clara, vasta, espaciosa, moderna, su Iglesia, y también la de ellos, con un hermoso orden bien establecido, ceremonias perfectamente reguladas, dogmas definidos, ritos uniformes?
En verdad, la partida podía jugarse. Un hombre de acción la habría jugado. ¿Cómo? Según su temperamento. Había muchas maneras de salir del paso. Cortar los puentes; retraerse en una iglesia sólidamente fundada, sólidamente plantada en la buena tierra alemana y que proporcionara a todos un asilo, una muralla inexpugnable contra las reacciones y las revoluciones. O bien, por el contrario, tomar las riendas del movimiento; confundir y quebrantar a los extremistas arrastrando a sus tropas al asalto; ponerse en la cúspide de una ola formidable que lo rompería todo, y dejaría al vencedor, para las reconstrucciones necesarias, un terreno despejado y libertad de movimientos… Un hombre de acción, un amigo del riesgo. ¿Pero Lutero? Ni siquiera sentía que hubiese que actuar.
Dejemos las explicaciones que no explican nada. Sin duda, Lutero era, por sus orígenes, un pequeño burgués de ideas cortas. Era, por su larga profesión monástica, un contemplativo: lo contrario de uno de esos políticos, de uno de esos juristas contra los cuales alimentaba un odio instintivo. Lo ignoraba todo del mundo que lo rodeaba. Problemas políticos, económicos, sociales: cuando había pretendido, en el Manifiesto a la Nobleza, aportar soluciones a algunos de ellos, había mostrado, de manera evidente, que ignoraba su mismo enunciado. Esto puede ser exacto. Lo importante, lo verdadero es que en 1524, como ya en 1520, tales cuestiones eran para él como si no existieran.
Lutero era un heraldo de la Palabra. Enseñar esta Palabra, tal como el Señor se la hacía conocer y lo obligaba a manifestarla: tal era su misión en la tierra; su sola y única misión. Ahora bien, pensaba, la Palabra no se aplica a los problemas del siglo. El Evangelio no se ocupa de las cosas temporales, ni de saber si la justicia reina en esta tierra, o lo que hay que hacer para que reine. Por el contrario, enseña al cristiano a sufrir, padecer, experimentar la injusticia, llevar la cruz: tal es su carga humana, y debe aceptarla con un corazón sumiso; o si no, es que no es cristiano.
Que no se busque, pues, en Lutero (y lo mismo en el Lutero de 1523 que en su antecesor, el Lutero de los grandes escritos de 1520) el deseo de actuar para introducir en la tierra una mayor equidad. Vive en el mundo, sin duda, en tanto que hombre. Es un alemán, sumergido en el medio alemán, sometido a las leyes humanas, regido por múltiples instituciones. Como tal, puede tener, sobre la política de los príncipes la condición de los campesinos o la actividad de los banqueros, sus ideas, justas o falsas. De hecho, las tiene y puede lamentarse que las tenga, a veces, cuando se leen las Conversaciones de mesa. Poco importa. No era del reino de este mundo de lo que Lutero tenía que ocuparse. Su fe se apegaba a la sangre de Cristo, no se preocupaba de otra cosa. Y en cuanto a construir una Iglesia luterana estrictamente definida en sus dogmas, regularmente ordenada en sus ritos y sus ceremonias: no, sobre este punto tampoco había cambiado Lutero en 1523, en 1524.