Soportando mal su aislamiento, e impaciente, por lo demás, de conocer los acontecimientos de otra manera que por cartas demasiado breves, Lutero, escapándose de Wartburg, había hecho del 4 al 9 de diciembre de 1521 una reaparición secreta en Wittemberg.[157] A todos les había vuelto a dar confianza y alegría; luego había vuelto a subir al país del aire, a su castillo de los Pájaros. Con el alma en paz, con el espíritu serenado, se decía resuelto a quedarse allí nuevamente hasta Pascuas. No habían transcurrido todavía tres meses cuando bruscamente, el l° de marzo de 1522, abandonaba de nuevo su asilo. Vestido con su traje de caballero, tal como dos jóvenes suizos lo encontraron una noche en el Oso Negro de Jena, corría hacia su querido Wittemberg. No debía volver ya nunca a Wartburg.
Ahora bien, mientras estaba en camino, el 5 de marzo, dirigió desde Borna, cerca de Leipzig, al Elector de Sajonia, una carta célebre.[158] Larga, pero con cuánta riqueza: esencial para el conocimiento de un Lutero. Brusca, imperiosa, altiva, maravillosa sin duda de libertad y de desahogo, con algo tierno al mismo tiempo, algo humano y exaltado, algo heroico, en una palabra. Es uno de esos textos, tan raros, que cuatro siglos no han logrado todavía secar. Se lee en él, hay que leer en él, todo lo que Lutero traía en el fondo de sí mismo cuando en esa agria primavera de 1522 bajaba apresuradamente hacia las ciudades revueltas y los campos llenos de rumores.
Primero, en dos palabras, recordaba al príncipe que si había ido a Wartburg había sido por interés de él, del Elector. “He hecho una concesión bastante grande a Vuestra Alteza Electoral al retirarme durante un año para darle gusto. El diablo sabe que no lo hice por miedo. Él veía bien mi corazón cuando entré en Worms, y que, si hubiera sabido que había allí tantos demonios como tejas en los tejados, de todas formas me hubiera lanzado, alegre, en medio de ellos.” Siempre la misma nostalgia, la misma obsesión, esa vuelta sobre un pasado que, por heroico que fuese, dejaba a Lutero decepcionado, turbado, lleno de escrúpulos. Ahora, renunciando al asilo que Federico le había preparado, su pensamiento era también para este pasado. ¿Iría a figurarse que Lutero, con su brusca decisión, se arreglaba para comprometerle, obligarle a enseñar sus cartas, a declarar que no aplicaría el edicto de Worms? Había que disipar esa posible sospecha; el evadido de Wartburg ponía en ello todo su empeño. “No tengo en absoluto la idea de solicitar vuestra protección… Si supiera que Vuestra Gracia tiene el poder y la intención de protegerme, no iría a Wittemberg…”
De hecho, iba allí “bajo una protección mucho más alta que la de un Elector”;[159] y puesto que Dios velaba por todo, no había ninguna necesidad de intervención humana. “Aquí, quien cree mejor protege mejor. Pero como Vuestra Gracia, lo noto, es todavía bastante débil en la fe, no puedo ver en Ella al hombre capaz de defenderme y de liberarme…”[160] Federico no podía sino dejar hacer. Y Lutero le fijaba firmemente su deber: “Ante los hombres, he aquí cómo debe comportarse V.G.E.: Obedecer a la autoridad como debe hacerlo un Príncipe Elector. Dejar que Su Majestad Imperial gobierne en vuestras ciudades y vuestros campos, sobre las personas y sobre los bienes, conforme a los reglamentos del Imperio. No resistir, no oponerse, no levantar el más pequeño obstáculo ante la Autoridad, si quiere prenderme o matarme. Porque la Autoridad nadie debe romperla ni ir contra ella, nadie que no sea Aquel que la estableció”. Y Lutero concluía: “Que vengan a buscarme o que me hagan buscar, todo sucederá sin preocupación, sin participación, sin inconveniente, por pequeño que sea, para V.G.E. Porque ser cristiano con riesgo y peligro del prójimo, eso Cristo no me lo ha enseñado”.[161]
Palabras de noble acento y de innegable sinceridad. No era a un peligro imaginario a lo que Lutero se encaraba. Federico lo sabía, él que poco antes de la partida de Lutero le encarecía que se quedase en Wartburg,[162] que esperase por lo menos el resultado de esa Dieta de Nuremberg que se anunciaba para marzo de 1522, y en el curso de la cual, en varias ocasiones, terribles amenazas debían ser formuladas contra el monje y contra su alto protector. Palabras honradas y fuertes, que Lutero pronunciaba con toda su alma. Pero cómo revelaban, en vísperas de lanzarse otra vez en plena lucha, cómo iluminaban su naturaleza.
Hacer el sacrificio de su vida. Irse solo, sin armas, inocente en su sueño, por el camino cruzado por el fuego; adelantarse tanto, que llegado el momento del estremecimiento instintivo ante el peligro surgido brutalmente, y siendo imposible retroceder, sólo una salida pareciera fácil y necesaria, la muerte: esto, millones y millones de hombres lo han hecho y son capaces de hacerlo. Por un muy justo sentimiento de lo que era y de lo que podía, Martín Lutero se ofrecía al martirio, como ellos. Como ellos, que no eran más que discípulos, servidores del ideal, pero no constructores.
Ahora bien, ¿qué necesidad imperiosa empujaba al reformador, en marzo de 1522, a desobedecer a las reclamaciones de Federico y a regresar con tanta prisa a Wittemberg?
Desde el mes de mayo de 1520, habían estallado perturbaciones en una pequeña ciudad de Sajonia, al norte de Erzebirge y del país husita: Zwickau. Un sacerdote, un iluminado, Thomas Münzer, apoyándose en los artesanos y preferentemente en los pañeros, había intentado establecer allí un “reino de Cristo”: reino sin rey, sin magistrado, sin autoridad espiritual o temporal, sin ley tampoco, ni Iglesia ni culto, y cuyos súbditos libres, sometidos directamente a la Escritura, experimentaban las ventajas de un comunismo que obsesionaba a los espíritus simples como un sueño edénico. El magistrado de Zwickau, asustado, reaccionó duramente. Arrestos en masa quebrantaron el movimiento. Münzer huyó. Sus lugartenientes lo imitaron. Y el 27 de diciembre de 1521, tres de ellos, el batanero Nicolás Storch, Tomás Drechsel y Marco Thomae llamado Strübner, entraban en Wittemberg como en un asilo seguro. Hacía tres semanas que Lutero, después de su primera fuga, había vuelto a su cuarto de Wartburg.
En cuanto estuvieron instalados en la ciudad, los tres apóstoles empezaron a cumplir su misión de hombres de Dios, colmados de las gracias y de las revelaciones directas del Espíritu. Pronto la extrañeza de sus doctrinas, su seguridad de visionarios, la mezcla de lástima y desdén con que hablaban de Lutero —reformador timorato y sólo útil para proporcionarles a los verdaderos profetas, a fin de que dieran el salto hacia lo absoluto, el trampolín de una doctrina pedestre— todo esto, y sus declamaciones contra la ciencia generadora de desigualdad, sus apologías del trabajo manual, sus exaltaciones a romper las imágenes que en el fondo del alma popular removían la vieja herencia de creencias y supersticiones, heredadas y transmitidas por las mujeres, los curanderos, los inspirados, y de las que nunca sabremos nada preciso —aunque no hay riesgo de que exageremos su influencia sobre los hombres de ese tiempo—; todo esto les valió en algunas semanas a los fugitivos de Zwickau, a los “profetas Cygneanos”, el favor inquietante de los wittembergueses. En la primera fila de sus auditorios, Carlstadt, abrasado súbitamente en la nueva gracia, aportaba a los iluminados sin diplomas la apreciable adhesión de un sabio y, como diríamos hoy, de un intelectual conocido y representativo.
Pronto los profetas pasaron a la acción. Abalanzándose sobre las iglesias, las saquearon abominablemente. ¿No estaba escrito: “No harás imágenes talladas”? El malestar crecía. Nadie intentaba oponerse a Storch y a sus acólitos. Melanchton no sabía qué hacer. La seguridad magnífica de los recién llegados se imponía a ese tímido, siempre inquieto de poder dejar pasar por su lado, sin reconocerlo a tiempo para saludarlo, el Espíritu de Dios… Volviéndose hacia Lutero, lo llamaba: sólo él, en medio de ese caos, era capaz de ver claro, de volver a poner en su sitio las cosas y a la gente. Sólo él, con su lucidez de profeta auténtico.
Lutero no vaciló. Partió. ¿Por temor de que unos rivales, unos competidores se le adelantaran, lo suplantaran en el favor del pueblo? Qué tontería. Porque para Lutero el deber era dirigirse adonde le llamaban Melanchton y ese rebaño cristiano del que estaba encargado. Porque su convicción, además, le dictaba su conducta: los profetas no eran de Dios; en consecuencia, eran del diablo; por lo menos Satanás los utilizaba contra la verdad; había que desnudarlos y desenmascararlos. Finalmente, porque contra esos hombres que ya el magistrado de Zwickau había perseguido, muchos reclamaban medidas de rigor; y eso no, Lutero no podía tolerarlo. Fue su primera preocupación: nada de sangre de suplicios. Ya el 17 de enero de 1522 escribía a Spalatin:[163] “No quisiera que fuesen encarcelados, sobre todo los que se proclaman de nuestro lado… Sin verter sangre, sin sacar la espada, no hay que dudarlo: apagaremos buenamente esas dos pavesas ardientes… Pero tú cuida que nuestro Príncipe no se manche las manos en la sangre de esos nuevos Profetas”. Su fe en la Palabra le dictaba estas líneas. Pero de esa Palabra, precisamente, ¿no le había hecho Dios heraldo y exégeta? Levantarla como un muro ante las empresas turbias de Satanás ¿no era para él una estricta obligación? ¿Qué pesaban frente a esto las conveniencias del Elector, los cuidados para con el Imperio, las prudencias políticas? El 6 de marzo, Lutero llegaba a Wittemberg. La víspera, desde Borna, había dirigido a Federico la famosa carta. Tres días más tarde, el domingo 9, subía a la cátedra. Tomaba la palabra. La conservó durante ocho días.
Durante ocho días predicó, con una sencillez, una fuerza, una claridad irresistibles, una moderación singular también, un sentido superior de la medida y de la equidad. Hombres, mujeres, sabios y gente del pueblo, todos pudieron satisfacer a su gusto su apetito de entusiasmo, comulgar con un genio hecho a la vez para seducir y dominar. Volvieron a encontrar en Lutero un héroe, su héroe. Y tallado a la medida física del héroe, del tribuno poderoso, un poco vulgar, sólido sobre esas bases y cuyo pecho sonaba bajo el choque de los puños. Pero, hundidos bajo la bóveda saliente de una frente bien despejada, los ojos de Lutero lanzaban extrañas llamaradas, y por su palabra pasaba en vibraciones tónicas la misma alegría que desde hace siglos vierten, en los hombres puestos bruscamente en pie, las campanas tocando a rebato en lo alto de las atalayas.
Así, en una semana, los corazones fueron conquistados de nuevo; hasta los violentos fueron conmovidos por esa fuerza tranquila. Tenía razón en proclamarlo: predicada por él, la Palabra era soberana. Y luego, como también en otras partes los espíritus se turbaban y se dejaban seducir, partió. Se le vio, se le oyó, se sintió su poder en Altenburgo, en Borna, en el propio Zwickau, en Erfurt también y en Weimar. Por todas partes el éxito, las masas subyugadas, la misma demostración de una fuerza y de una moderación llenas de dominio. El idealismo magnífico que animaba a Lutero se revelaba a todos como una fuerza única de conquista y de dominación. Cada viaje valía una victoria.