V. ¿La violencia o la palabra?

Sin embargo, desde el principio de su cautiverio, Lutero seguía con atención inquieta los acontecimientos que se desarrollaban en su querida ciudad de Wittemberg. Conservaba en el corazón la más viva preocupación por el pequeño rebaño que parecía haberle sido confiado más particularmente. Y si desde esta época reducía gustoso su horizonte a las cosas alemanas —el 1° de noviembre de 1521, en una carta a Berber, escribía estas palabras significativas:[149] He nacido para mis alemanes y quiero servirlos, Germanis meis natus sum, quibus et serviam— en los wittembergueses sobre todos los otros, es en quienes piensa con mayor ternura y solicitud.

No es que, siendo accesible a un sentimiento personal, estime que, estando él ausente, todo esté perdido. Sin duda Lutero se sabe buen intérprete del Evangelio; entrega a Dios el mérito de su maestría; pero hay, fechadas en los meses de Wartburg, una serie de cartas extremadamente conmovedoras, de una delicadeza de sentimiento y de expresión muy raras en ese siglo brutal, y todas destinadas a inspirar a su Filipo una confianza en él que su modestia y cierta timidez de sabio que teme los contactos vulgares le impedían excesivamente, según Lutero, manifestar. “Incluso si yo pereciera, nada se habría perdido para el Evangelio —escribe a su discípulo ya el 26 de mayo de 1521—.[150] Tú me sobrepasas hoy. Eres Elíseo sucediendo a Elías inspirado de un doble espíritu.” Más tarde: “Eres tú quien me sucede en mi puesto, tú que eres más rico que yo en dones de Dios y en gracias”. Más tarde aún: “¿Erráis sin pastor? ¡Ah, qué triste, qué cruel sería oír eso…! Pero mientras tú, mientras Amsdorf y los otros estéis ahí, no estaréis sin pastor. No hables así, no irrites a Dios, no te muestres ingrato hacia él”, Y cuando en octubre la peste amenaza a Wittemberg: “Te lo ruego —escribe en seguida Lutero a Spalatin—: que Filipo se vaya si la peste llega. Hay que salvar una cabeza como ésa, y que no perezca la Palabra que Dios le ha confiado para la salvación de las almas”.

No, el Lutero que no cesa de empujar a Melanchton, de exhortarlo a hablar y a actuar como jefe, el Lutero de Wartburg, del mismo modo que no es un recluso temeroso y beato, tampoco es un político miedoso de que le roben su puesto, y que cada mañana se inquietase de que alguien, en su ausencia, adquiriera demasiada influencia. El espectáculo que ofrece es mucho más curioso: es el de un idealista impenitente que se enfrenta con rudas realidades, los caprichos, las pasiones, las voluntades de los hombres…

De cerca, de lo más cerca que puede, desde su Turingia y su castillo de los bosques, Lutero sigue el gran trabajo que se hace en los espíritus. Ideas atrevidas, sembradas a los vientos por los innovadores; iniciativas a menudo prematuras o mal calculadas; impaciencias, cóleras, excesos de las multitudes, todo lo acoge, lo pesa, lo experimenta, sin impaciencia ni timidez, sin miedo cobarde, con toda sinceridad y amplitud de espíritu. El recluso a pesar suyo, tiene además mucho que hacer. En esos meses de verano y de otoño de 1521, los acontecimientos van de prisa. Por todas partes hay turbulencias, gritos, riñas, palabras violentas y sin mesura, un estrépito de sedición. Removida por centenares de libelos anticlericales, sobreexcitada por sacerdotes tránsfugas y religiosos que han roto con el claustro, la multitud, aquí y allá, parece iniciar una revolución violenta contra el clero. En Erfurt, en junio, bandas de hombres se abalanzan sobre los domicilios de los eclesiásticos, los saquean y los arrasan. El ejemplo es imitado. Por todas partes se multiplican los incidentes. La gente pacífica se asusta y habla de ejemplos necesarios, de represión. Lutero resiste a esa corriente. “No —protesta—,[151] el Evangelio no está comprometido si alguno de los nuestros predica contra la moderación. Y los que fuesen apartados de la Palabra por una causa como ésta, no es a la Palabra, es al humo de la Palabra a lo que se han ligado… Silbar a quien predique la impiedad es pecado menor que aceptar, sin rebeldía, su doctrina.” Había dicho más arriba: “¿Habríamos de ser los únicos a quienes se exija que el perro no ladre?”.

No por ello es menos cierto que, cada vez más, por medio de iniciativas cuyo control escapa a Lutero, la acción práctica plantea una grave cuestión a la especulación teórica: ¿es legítimo hacer la reforma por la violencia, ayudar por la fuerza a la victoria de Cristo sobre el Anticristo romano? Por centenares, en las ciudades, los luteranos opinan que sí actuando. Y Lutero contesta que no: ¿pero podrá mantener mucho tiempo su posición?

Porque he aquí que surgen otros problemas: igualmente urgentes, y tal vez más arduos de resolver. En mayo de 1521 un discípulo de Lutero, el Bernhardi de las tesis de 1518, da el ejemplo, siendo sacerdote y cura en Kempen, de contraer un matrimonio regular. No siendo el celibato de los sacerdotes de institución divina, Lutero no encuentra nada que oponer, desde el punto de vista doctrinal. Desde el punto de vista práctico, se encuentra un poco embarazado, descontento, un poco zumbón. Pero un viento de rebeldía sopla sobre los conventos. Por todas partes hay religiosos, agustinos sobre todo, que rompen la clausura y se transforman en laicos. Reclaman el derecho de matrimonio. Ellos que libremente han hecho voto de castidad ¿pueden romper ese voto? ¿Pueden romperlo sin cometer lo que Lutero en 1518 llamaba el más grave de los sacrilegios?

Precisamente, no falta alguien que diga que sí, alguien bien conocido de Lutero: Carlstadt, el ex campeón de Leipzig, canónigo en Wittemberg desde tiempo atrás, profesor en la Universidad y archidiácono de la catedral. Nominalmente designado como herético por la bula Exsurge, hombre testarudo, apasionado e intrigante, había huido, en mayo de 1521, a Dinamarca, donde el rey Cristián II pensaba en una reforma. Pronto despedido de allí, vuelve a Wittemberg en junio y se lanza en plena lucha. En seguida, la cuestión del celibato le atrae. En espera de resolverla prácticamente por su cuenta —celebrará su matrimonio el 26 de diciembre de 1521—, pretende resolverla doctrinalmente para los otros. Con gran aparato de textos y de citas bíblicas, establece su tesis, pregona sus opiniones, y sus palabras producen sensación.

¿Qué dice a todo esto Lutero? Nada más curioso que su actitud. Al principio vacila. Da rodeos. ¿El matrimonio de los religiosos? Pero si han pronunciado el voto de castidad, ha sido por su gusto, libremente, por elección. ¿Cómo podrían, pues, desligarse de él? La dificultad parece insuperable. Sin embargo, Carlstadt continúa su campaña y Lutero sus meditaciones. Y sigue vacilando. Tiene escrúpulos. El 6 de agosto de 1521, escribe todavía a Spalatin[152] estas divertidas palabras: “¡Por Dios, nuestros wittembergueses darán mujeres hasta a los monjes! ¡A mí, por lo menos, nunca!”. Sin embargo, reflexiona. Lleva en él la idea. La idea lo habita, lo mina. Y bruscamente, el 9 de septiembre de 1521, parte una carta dirigida a Melanchton.[153] Lutero ha encontrado. ¿Los argumentos de Carlstadt?, defectuosos. ¿Su punto de vista?, mal escogido. La verdad es que los votos son hechos en un espíritu de orgullo. Los monjes, cuando los pronuncian, los consideran como otras tantas buenas obras, cuentan con ellos para adquirir la santidad y, por ende, la eterna beatitud. Tales votos están viciados. Son malos. Son nulos de pleno derecho.

Titubeo primero y retroceso instintivo ante la novedad revolucionaria de las soluciones propuestas, en la escuela de la vida, por un Carlstadt. Luego, lento trabajo de acomodación y de reflexión. De una idea extraña a Lutero hacer una idea luterana, que pueda verdaderamente surgir de la conciencia profunda del Reformador; cuando la obra está cumplida; cuando Lutero ha tomado posesión verdaderamente de los pensamientos que le han sido como entregados por otros; cuando los ha hecho suyos, en toda la fuerza de la palabra: entonces, una explosión súbita, uno de esos saltos bruscos de los que hablábamos más arriba. Y el vacilante del principio, el indeciso, el inquieto, de pronto se adelanta en plena audacia a los que le hicieron tambalearse. Y aquí está Lutero entero, en esa fecha.

Así es para el matrimonio de los monjes. Así para la comunión bajo las dos especies y para la misa. Aquí también Carlstadt emprende el asunto, ayudado por un agustino elocuente, Zwilling. Aquí también Lutero vacila, va a tientas, da vueltas, luego bruscamente se decide cuando ha encontrado el lazo, la manera de unir a sus ideas propias unas doctrinas que al principio le parecían extrañas. Esfuerzos siempre semejantes y muy curiosos. ¿Debe incluso hablarse de esfuerzos? Es instintiva en Lutero la necesidad de constancia y de unidad sentimental, la necesidad de no sacar nada sino de su experiencia propia, de no tomar nunca partido por razones de lógica, falsa o verdadera, sino de poner largamente a prueba las soluciones en el fondo de su fe profunda. No ha cambiado. Mientras se combate en las ciudades, alrededor de los altares donde se amontonan hombres burdos y mujeres curiosas, ávidas de esas novedades con gusto a abominación y escándalo: beber, directamente del cáliz, el vino consagrado, o, sin haber observado el ayuno, muchas veces incluso sin haberse confesado la víspera, deglutir una hostia que ha pasado de una mano a otra. Lutero, obligado por los acontecimientos a poner más en claro sus ideas sobre el culto y sobre la práctica de los sacramentos, por encima de los conflictos, de los tumultos, fiel a su idealismo ferviente de siempre; en su confianza absoluta en Dios, en su quietismo tan lleno de esperanza, como nunca, mantiene su larga tolerancia, su irreductible oposición a las constricciones.