IV. Idealismo ante todo

Dejemos esto. Volvamos a tomar, del tomo III de la edición Enders, las cartas de Wartburg; leámoslas con ojos nuevos, sin preocuparnos de los viejos comentarios: qué claro nos parecerá ver en el estado de espíritu de un hombre que, siendo muy capaz de habilidad —e incluso de habilidades, de momento y enfrente de un adversario al que se trata de seducir o de un aliado que hay que retener—, observaba a disgusto, por otra parte, las precauciones calculadas de una larga prudencia.

Y en primer lugar, cuando llega, se siente muy bien una obsesión en él. El Papa lo ha puesto fuera de la Iglesia. La bula Decet Romanum Pontificem del 29 de abril de 1521, volviendo a tomar y confirmando la condenación de la bula Exsurge, ha redondeado la obra pontificia.[140] El Emperador lo había puesto fuera de la ley. El edicto de Worms, del 26 de mayo de 1521, hace de él un enemigo público, un outlaw, y todo cristiano que lo encuentre puede matarlo impunemente, sin recibir por ello otra cosa que aplausos… ¿Qué importa? En su conciencia, la voz misma de Dios le grita bien alto a Lutero: ¡tienes razón, persevera! Y, sin embargo, cómo se siente que se transparentan angustias secretas y la ansiedad de una interrogación en esa carta escrita poco tiempo —diez días exactamente—[141] después de su rapto, y en la que Lutero le cuenta a Spalatin la acogida entusiasta que, a su vuelta de Worms, le hizo el abate de Ersfeld que insistía en alojarlo, en hacer que el excomulgado predicara al pueblo; y también la población de Eisenach, que deparaba al combatiente de Worms la recompensa magnífica de su valentía.

Lutero no se complace orgullosamente en esos recuerdos. No admira en sí mismo al héroe de Worms. Sin duda esas escenas de la vuelta le emocionan. Le confirman en la idea de que ha dado de la Palabra una traducción verdaderamente fecunda y saludable, puesto que tantos hombres piadosos lo proclaman, atestiguando sus efectos eminentemente benéficos. Pero acrecientan su profundo rencor hacia unos perseguidores que persiguen en él, con su odio, aquella Palabra saludable. Sobre todo, levantan ante su conciencia inquieta una pregunta que (se nota en cortas frases que se le escapan) le preocupa singularmente: en Worms, ¿cumplió verdaderamente su cometido dignamente? Heraldo de la Palabra, intérprete de Cristo a quien sentía animándolo con su soplo y cuya sola presencia le daba valor, su inquebrantable resolución, su fe, ¿no traicionó por un exceso de preocupaciones humanas, de concesiones a los hábiles, a los prudentes, a la sabiduría mundana tan enemiga de la sabiduría divina, no traicionó esa especie de misión que Dios le había confiado? Inferior a su tarea, indigno del maestro a quien sirve, ¿no subordinó a miserables contingencias políticas y sociales esa afirmación de la Palabra a la que hubiera debido, sin duda, dar otra violencia, otra intransigencia, una fuerza de expansión digna de los Profetas, digna de la Majestad soberana del Espíritu? Cuánto revela sobre este punto ese pasaje de una carta a Spalatin, eterno y prudente conciliador de las posibilidades y de las necesidades divinas:[142] “Estoy en temblor y mi conciencia se turba, porque en Worms, cediendo a tu consejo y al de tus amigos, dejé desfallecer en mí al espíritu en lugar de alzar frente a esos ídolos un nuevo Elías. Oirían cosas muy diferentes si la suerte hiciera que volviese a comparecer ante ellos. ¡Basta de este asunto!”.

Súbita y viva explosión: nos ilumina, con una luz cruda, los sentimientos íntimos del recluso de Wartburg. Los biógrafos que periódicamente cuentan la vida del Reformador, unos piadosamente, otros agriamente, algunos de vez en cuando sin prejuicios (lo cual no quiere decir, necesariamente, que su visión sea amplia), los biógrafos, por lo general, pasan rápidamente sobre esas largas semanas: todo un verano, un otoño, un largo invierno… Los llenan con los trabajos de un Lutero que estudia valientemente su griego y su hebreo, traduce la Biblia, compone sermones, cartas y tratados. Su cama, su flauta y su diablo bastan para amoblar el resto. Ahora bien, ¿con qué espíritu aceptaba su reclusión? Nadie se hace esta pregunta. O, más bien, da la impresión de que la respuesta se sobrentiende. Cómplice de su rapto, Lutero no podía sino estar feliz con su internación. Detrás de los espesos muros de Wartburg, respiraba. No vendrían a prenderlo. No temía por su vida.

Pero ¿puede creerse verdaderamente que Lutero estuviera obsesionado por la idea del peligro; que viviera en el perpetuo terror del martirio? Era un hombre, ciertamente. Sus cartas a Melanchton lo muestran. Afortunadamente. Y el mundo está lleno, hoy, de hombres que saben, por una experiencia personal y todavía muy reciente, hasta qué grado puede llegar la rebeldía instintiva de una criatura humana contra una amenaza de muerte que se cierne sobre su cabeza. Pero, al mismo tiempo, el mundo está lleno de hombres que saben qué fácilmente gobierna el espíritu esas reacciones instintivas del organismo, o más bien, que es lo bastante fuerte para levantar al ser humano por encima de la tierra y arrastrarlo, a pesar suyo, lanzarlo en pleno peligro, frente a la muerte… ¿Lutero? Ya había hecho su sacrificio cuando iba a Worms. Llevaba en él el apetito del martirio, la imagen de Juan Huss y de su hoguera. Lo aceptaba por lo menos. Y cuando habla de su viaje a Worms, durante los meses que siguen inmediatamente, nunca lo hace sin un acento de nostalgia indefinible. Vivía. Había escapado de Behemoth. Bendita sea la voluntad de Dios. ¿Pero no había actuado verdaderamente con excesiva prudencia?

De hecho, aún no hacía ocho días que estaba en Wartburg, cuando el 12 de mayo de 1521, en una carta a Juan Agricola, trazaba estas palabras:[143] “Soy un prisionero bastante extraordinario… Por mi gusto y contra mi gusto permanezco aquí. Por mi gusto, porque Dios lo quiere. Contra mi gusto, porque todo mi deseo sería estar en pie, públicamente, defendiendo el Verbo. Pero todavía no soy digno de ello”. El mismo día, a un amigo mucho más cercano a su corazón, a Melanchton, le dirigía palabras todavía más claras y más emocionadas:[144] “Salud a ti, mi Filipo, ¿qué haces en este momento? ¿No ruegas por mí para que de este retiro que he aceptado a mi pesar salga alguna cosa grande para la gloria de Dios? ¡Ah, cómo ansio saber si mi partido te gusta! Temía parecer abandonar el frente; pero el medio de resistir a sus voluntades, a sus opiniones, no lo he visto… Y, sin embargo, sólo deseo una cosa: correr con el cuello tendido hacia el furor del enemigo”.

Así, pues, le habían persuadido de que debía acceder a todo aquello. ¿En su propio interés? Hubiera contestado que desde hacía mucho tiempo Sickingen le ofrecía sus castillos, sus hombres de armas, y que había dicho que no al Rey de los Caballeros. Otros argumentos le habían hecho decidirse. Reservar el porvenir, consentir en jugar durante un instante el juego que deseaba el Elector, ¿no era el verdadero medio de salvaguardar su obra y —lo que le importaba sentimentalmente mucho— de poder volver a encontrar pronto, sin duda, y sentir de nuevo alrededor de su corazón fiel el pequeño círculo familiar de las amistades de Wittemberg? Y había cedido. Y ejecutaba, honradamente, la convención. Guardaba, bien que mal, el secreto sobre su escondite. Desmentía su presencia en Wartburg con más o menos convicción. Pero cómo se siente que le pesa su aislamiento, su reclusión, su condición de eremita en medio del desierto. Apenas se siente a salvo, ya piensa en abandonar su asilo, en bajar a Erfurt primero, más tarde a Wittemberg. En todo caso, si se inclina ante las consignas, no tiene intención de esclavizar su pensamiento, su palabra, su conciencia a las prescripciones de otros. No está más obligado al Elector que al Papa o que al Emperador.

¿El Elector? Hecho notable, que nunca se aclara suficientemente: en toda la correspondencia de Lutero desde Wartburg, no se encuentra una palabra, una sola, de gratitud o de agradecimiento para él. Por el contrario, cuántas declaraciones brutales, cuántas palabras violentas contra los príncipes. Y entre los príncipes, Federico se halla incluido… Muchas veces es él, es su actitud la que sirve de pretexto para esas salidas de Lutero. El 11 de agosto, en una carta a Spalatin, el huésped forzado de Wartburg manifiesta escrúpulos en cuanto a su manutención. ¿Quién soporta los gastos materiales? ¿Será el castellano, Hans von Berlepsch? Lutero espera que no. En ese caso, no viviría un instante más a expensas de un hombre excelente, pero de recursos mediocres. No, sin duda el Príncipe subviene a los gastos de Lutero. Entonces, todo está bien. Lutero no es ya beneficiario de una liberalidad, sino ocasión de una restitución, y lo dice crudamente:[145] “Es sabido que si hay que gastar el dinero de alguien, debe ser el dinero de los príncipes. Porque ser príncipe sin ser ladrón de alguna manera, es cosa imposible o casi imposible.” Conjunción imprevista del Reformador con tal hombre “curtido”, alegre y despreocupado cuya ahorcadura nos cuenta el sire Brantôme; también él, desde lo alto de su escala, en Ginebra, enseñaba al pueblo que nunca había robado a los pobres, sino a los príncipes y a los grandes: “Más ladrones que nosotros y nuestros saqueadores cotidianos; bien está recuperar de ellos lo que nos quitan…”.

En todo caso, Lutero se hacía justicia cuando declaraba a Spalatin, en otra carta: “Yo, por naturaleza, tengo horror a las cortes”.[146] Esta confidencia no debió extrañar lo más mínimo al capellán de Su Gracia.

Así, pues, Lutero en Wartburg no se siente, no se cree obligado al Elector. Más bien lo considera obligado a él. Para no crearle complicaciones, acepta su reclusión física. Pero renunciar en la menor medida a su libertad de apreciación y de pensamiento, eso no, nunca. No, con indecible violencia. Habiéndole transmitido Spalatin un deseo imperativo del príncipe, ¡qué explosión furiosa! “En primer lugar —exclama Lutero—[147] no soportaré lo que me dices: que el príncipe no sufriría que se escriba contra los maguntinos (entiéndase Alberto de Brandeburgo) y que se perturbe la paz política. Antes perderos a ti, al Príncipe y al mundo entero. He resistido al creador del maguntinado, al Papa, ¿y cedería a su criatura? Dices bien: no hay que turbar la paz pública; pero que él turbe la paz eterna de Dios con sus obras impías y sacrilegas de perdición ¿tú lo sufrirías? No, Spalatin, no, Príncipe. En interés de las ovejas de Cristo, y para ejemplo de los demás, hay que oponerse a ese lobo devorador, con todas nuestras fuerzas.” Y algún tiempo después, a Capiton, entonces secretario del maguntinado:[148] ¿Pedís dulzura y mesura? Comprendo. ¿Pero existe alguna medida común entre un cristiano y un hipócrita?… Mi opinión es que se debe atacar todo, censurar todo, confundir todo, no perdonar nada, mientras la Verdad no se alce en pie, sobre la plaza, libre, pura y desnuda.” No. El idealista de 1520 no ha cambiado de espíritu ni de sentimiento, detrás de los fuertes cerrojos de Wartburg.