II. La heroica labor de Wartburg

Lutero, por su parte, no estaba dispuesto a callarse. Ni ante el Papa, ni ante los Reyes. Tratemos de comprender bien su estado de espíritu, mientras vivía lentamente esos meses de Wartburg, al mismo tiempo tan vacíos y tan llenos.[129] Tratemos de desprendernos de tantas fórmulas tradicionales, siempre y por todas partes repetidas: despojos de una controversia que, sin llegar nunca a desarmar, se adorna fácilmente con los colores especiosos de un sentido común desengañado, y de una experiencia un poco escéptica del hombre.

Imaginemos un nervioso, un imaginativo, un ser todo de llama y de impulso, que acaba de vivir los meses que Lutero ha vivido desde el auto de fe de la bula pontificia hasta la convocatoria ante el Emperador en Worms. Todo lleno de escrúpulos, pero fuerte al sentir bullir en él una fuente inagotable de emociones y de convicciones patéticas, este hombre, este cristiano ferviente acaba de proclamar frente al mundo su ruptura con la Iglesia y de consumarla sin desfallecimiento, si no sin desgarramiento, en nombre de un Dios que oye vivir y hablar en su interior. Sale todavía sofocado de la lucha. Siente vibrar en él los poderes de energía acumulados para el viaje a Worms y que no ha agotado ni mucho menos en la Dieta. Y bruscamente es apresado por hombres de armas, en condiciones dramáticas, en medio de un escenario cuyos detalles pintorescos y sensibles no habían sido previstos por su viva imaginación. Un castillo; muros espesos; una puerta bien guardada que se cierra tras él; más puertas que son aseguradas con cerrojos; y el silencio, la soledad, la paz de la ociosidad que caen de pronto sobre él. Nadie. La incertidumbre, no sólo del porvenir, sino incluso del presente. ¿Qué es él en ese reducto donde lo esconden? ¿Un hombre libre o un prisionero? ¿Cuál es el verdadero designio del Elector; cuál es su constancia, y cómo reaccionará el Emperador cuando lo sepa? Lutero apenas se detiene en estas preguntas. ¿Pero a qué destinos lo va a llamar su Dios? Busca, y apenas se encuentra a sí mismo,[130] bajo su disfraz de caballero, con su barba crecida, la engorrosa espada, la perturbación de un régimen desacostumbrado y esos alimentos de castillo en los bosques, abundantes sin duda en salazones y en carnes sazonadas.

Entonces, crisis de salud; agravación de un mal de estómago y de entrañas ya antiguo. Lutero da explicaciones sobre esto en cartas a Melanchton a menudo citadas; se explica sin perífrasis, con la crudeza de un hombre de su tiempo: apenas sacrificaban a ese pudor que los siglos refinados levantan, con escándalo, ante sus confidencias fisiológicas demasiado ingenuas…[131] Crisis de actividad también: ¿cómo organizar una vida desprovista de ocupaciones exteriores y de puntos de referencia, una vida de recluso, si no de prisionero? Lutero, momentáneamente, da vueltas sobre sí mismo en ese vacío.[132] Vacila y se reprocha el vacilar, y goza al mismo tiempo con su vacilación. En la fría mañana, se siente un poco perezoso, se complace en la tibieza de la cama. A mediodía, por la tarde, bien tratado por el castellano Hans von Berlepsch,[133] le da por saborear con demasiada curiosidad los manjares que dos pequeños pajes le suben de las cocinas. Y cuando llega la noche y se tiende sobre su cama sin que ningún trabajo físico le haya fatigado suficientemente, pasan ante sus ojos imágenes y nostalgias; necesidades insatisfechas de ternura obsesionan a este individualista resuelto que no sabe vivir si no tiene a su alrededor otras criaturas vivas cuyo soplo espiritual se mezcle con el suyo.

En el silencio frío y crudo de Wartburg, en esa oscuridad de las noches que una viva imaginación puebla de fantasmas, qué dulce sería sentir junto una presencia amiga, la tibieza viva de una caricia humana. Y éstos son “los fuegos devorantes de la carne indómita”, los apetitos, los deseos sensuales, la pereza, el ocio, el amor al sueño, todos esos horribles pecados de los que Lutero, el 13 de julio de 1521, en una carta famosa a su querido Melanchton, con excesivo candor se acusa de ensombrecerse:[134] éstas son las confesiones, las “cínicas confesiones” de Martín Lutero, con las cuales triunfan contra él, ante los ojos entristecidos de los luteranos llenos de una confusión bastante cómica, unos adversarios que arden en deseos de explotar una sinceridad demasiado explícita, una sinceridad en la que entra sin duda, con un resto de humildad monacal y un exceso seguro de escrúpulos, un si es no es de complacencia secretamente saboreada.

Porque Lutero no sería el “hombre alemán” que es si no encontrara, anclado en el fondo de sí mismo, un gusto un poco enfermizo por desvelar taras escondidas, la necesidad medio sensual, medio triste, de exhibirlas desnudas al sol —y, para decirlo de una vez, una preocupación obsesiva de ir a buscar, en el fondo de un amontonamiento de impurezas mostradas y removidas sin pudor, una virginidad nueva y el sentimiento liberador de una total justificación.

Tales eran, en Wartburg, los compañeros un poco indiscretos de las horas desocupadas de Martín Lutero. Hacían buena pareja con el compañero por excelencia, el “adversario”, para darle uno de sus antiguos nombres, diablo cuyas hazañas son narradas con tanta abundancia en las Conversaciones de mesa. Contra él, el recluso de Wartburg combate sin tregua;[135] pero cómo lo echaría de menos, si cesara de encarnar, frente a sus impulsos más exaltados hacia la pureza y la armonía, ese apetito de gozo, esa tentación de sacrilegio, ese horrible deseo del pecado, todo eso que un Lutero necesita, todos los accesorios de los que le es preciso rodearse para satisfacer su gusto del sufrimiento y la redención, para volver a hacer inocencia con la impureza… Compañero de todas sus horas, ese demonio; Lutero habla de él sin violencia, con un interés apacible, una especie de benevolencia. Se creería oír por adelantado, en el Prólogo del primer Fausto —de aquel tiempo en que Goethe, prestando su voz a los diablos y a los hechiceros, consumía “su herencia de hijo del Norte” antes de ir a sentarse a la mesa de los Griegos—, se creería oír el discurso del Señor a Mefistófeles, la otra ilustre encarnación del Satán germánico: “Nunca he odiado a tus semejantes. Entre los espíritus que niegan, el espíritu de astucia y de malicia es el que menos me disgusta… La actividad del hombre se rebaja con demasiada frecuencia. Tiende a la pereza. Y me gusta que tenga un compañero activo, inquieto y que, en caso necesario, pueda incluso crear: el Diablo…".

Tengamos cuidado, por otra parte, de no exagerar nada. Otiosus, otiosus et crapulosus? Así escribe Lutero hablando de Lutero; Lutero sufriendo de la inacción física de Lutero, de sus excesos de sedentariedad, de esa vida sentada de hombre de gabinete intolerable para el hombre de acción: sedeo tota die. Así escribe el Lutero que sufre, que se queja, y no en absoluto un Lutero que se complace en esa buena y cómoda vida. Otiosus: pero no hay que omitir el negotiosissimus que sigue. Ni esa pequeña frase: Sine intermissione scribo. El otium de Lutero en Wartburg, otium generador de malos pensamientos, ¿quién de nosotros, quiero decir entre los más fuertes, los más activos, los más robustos trabajadores; quién de nosotros no admiraría su heroica, su prodigiosa fecundidad?

Sus propios adversarios se inclinan ante tamaña labor. En el grueso libro de Grisar se encuentra un ensayo de cómputo total de la producción luterana. Pero en Wartburg, “donde no tiene nada que hacer”, ¡qué prodigioso esfuerzo! La explicación del Magnificat, Das Magnificat verdeutscht und ausgelegt, que los estrasburgueses pondrán en latín para uso de los franceses; los Sermones para los domingos y fiestas (Kirchenpostille), que van a crear para mucho tiempo el tipo de la nueva predicación; el Evangelio de los diez leprosos, que traducirán igualmente al latín, y luego al francés, los propagandistas de las “novedades”; la Puesta en guardia contra la sedición (Eine Treue Vermahnung zu allen Christen, sich zu hüten vor Aufruhr und Empörung); el Pasional de Cristo y del Anticristo, que sirve de soporte a imágenes parlantes; dos escritos sobre los votos monásticos, dos sobre la misa, algunos combates rezagados sobre las viejas posiciones de Worms, o sobre la bula Coena Domini. ¿Qué más? Nada sino la traducción de la Biblia al alemán, empresa de un aliento magnífico y furioso. Nada más que, para empezar, en Wartburg mismo, la traducción del Nuevo Testamento, emprendida en diciembre de 1521, terminada y publicada en septiembre de 1522.