I. Alemania revuelta

Alemania se hallaba en plena efervescencia. Esa sucesión de acontecimientos dramáticos: la elección imperial y sus peripecias; la consagración del elegido en Aquisgrán; las escenas de Worms; la redacción de las Cien Quejas de la nación alemana contra Roma por católicos y luteranos coaligados; el gran rechazo de Lutero finalmente, su actitud al mismo tiempo valerosa y obstinada: todo había tendido los nervios hasta el exceso. Y los libelos de Hutten, de sus partidarios, de Lutero mismo y de los suyos, habían acabado por excitar furiosamente los espíritus.

Sería disminuir esos escritos cargados de violencias y de estallidos, tomar conocimiento de ellos en los pobres in-octavo de Erlangen o en los gruesos in-cuarto de Weimar. ¿Cómo abordarlos, así presentados, sino con el espíritu de un honrado erudito aplicado a anotar las “coincidencias”, a recopilar fríamente las citas? Quien quiera leerlos verdaderamente, por el placer, por la inteligencia, para sentir pasar a él la llama, deberá buscar las ediciones originales, los cuadernos mismos tales como salieron de las prensas de Wittemberg: manejables, ligeros, sin lujo, pero de tipografía clara y tan expresivos para los ojos, para el espíritu, para la imaginación…

Ahí están esos títulos claros y sonoros inscritos en hermosos marcos adornados a la alemana; sin fecha generalmente ni nombre de editor, pero llevando en amplias letras en la primera página el nombre resonante de fray Martín Lutero, agustino de Wittemberg. Muchas veces con su retrato grabado: ni un anónimo, ni un puro espíritu; un hombre de carne y hueso; y se ve en la imagen, encima de los pómulos huesudos, del mentón cuadrado y de los rasgos bastante duros, esos ojos que impresionaban tanto a sus contemporáneos por su brillo y su movilidad, donde sus enemigos leían un no sé qué de demoníaco: pero todos sufrían su extraña fascinación, aunque les faltaran las palabras, en su lenguaje burdo, para traducir su efecto. “¡Qué ojos tan profundos tiene este fraile! ¡Debe alimentar en su espíritu extrañas fantasías!” Estas palabras de Cayetano habían impresionado a Lutero;[123] hubiera podido fácilmente coleccionar otras.

Desde la primera página se recogen fórmulas prontas a saltar sobre el espíritu del lector. Liber, candidum et liberum lectorem opto! Esta llamada se lee, bajo la imagen de Cristo crucificado o descendido de la cruz, al principio de las Resolutiones de 1518 que dieron la vuelta a Europa. En el De abroganda Missa, de 1521, justo debajo del título: Leo rugiet, quis non timebit?, interroga el monje luchador con las palabras de Amos; y el espíritu vuela, con las alas de los profetas, hacia la seca y violenta Judea… Pero en cuanto se entra en el texto, ¡cómo nos sentimos en seguida turbados! Qué mezcla a la vez espontánea y sabia, hábil y sin cálculo, de declaraciones que tranquilizan, de atrevimientos que dan miedo. De abroganda Missa privata: título alarmante. Abolir la misa ¿no era atentar contra Cristo? Pero al abrir el libro: JHESUS, se lee en grandes letras. Es la primera palabra. Debajo, esta dedicatoria: “A mis hermanos del convento de los agustinos de Wittemberg: la gracia y la paz de Cristo sean con ellos”. ¿Así pues, es el libro de un cristiano fiel, de un devoto religioso? No lo dudemos: en la página siguiente, se lee: PROTESTA. Bajo este título que atrae la vista, una declaración vehemente: “Protesto en el umbral de este libro contra aquellos que, semejantes a locos, clamarán contra mí que hablo contra el rito de la Iglesia, las decisiones de los Padres, las historias verificadas y el uso aceptado…”.[124]

Todo parece a la medida para turbar a los fieles vacilantes. Pero en las Resolutiones es el mismo ritmo, los mismos juegos alternados. Primero, un prefacio respetuoso y filial a Staupitz, que es el moderado, el conciliador, la luz reverenciada de la orden. Luego una carta a León X, grave pero vehemente. Después, bien visible, una gran declaración: “No diré nada, no sostendré nada sino apoyándome en las Santas Escrituras primeramente; y luego en los Padres reconocidos como tales por la Iglesia romana.”[125] Tranquilizadora ortodoxia; pero ¿y los doctores escolásticos? “Usando de los derechos de la libertad cristiana —replica Lutero—, conservaré de ellos lo bueno; rechazaré el resto”. Y ya, por si los tímidos se inquietan, en dos líneas breves y fuertes, el agustino vuelve a la carga: “¿Herético? Digan lo que digan, hagan lo que hagan mis enemigos, no lo seré nunca”.[126] Se encuentra aquí y allá la misma manera de proceder, la misma mezcla turbadora de atrevimientos revolucionarios y de protestas de ortodoxia.

Es difícil defenderse contra una dosificación como ésta. No se encuentra uno en presencia de una razón razonante, de una lógica recta y clara. Se ofrece a nosotros una criatura cuya vida se afirma en medio de las contrariedades y de las hostilidades. Una pobre criatura que lucha y se debate contra las inexorables leyes del pensamiento, y que a veces flota a la deriva. Un hombre fuerte, que de un salto, se instala en lo absoluto, domina las contingencias despreciándolas, toma y arrebata los corazones apasionados.

Ahí estaba Lutero; pero también Hutten. Y los demás, todos los demás, los comparsas, los anónimos, la masa innumerable de los Flugschriften, de los libelos ardientes redactados “en vulgar” y que forzaban las puertas. Estaban ahí las prédicas, las pláticas, las palabras vehementes de los amigos de Lutero. Estaba la vieja levadura de los odios sociales, de las rivalidades de clase, de los antagonismos de interés, que fermentaba. Y por encima de todo esto, palabras que volaban, palabras agudas que se clavaban en los corazones, penetrando en los espíritus, no olvidándose ya nunca.

Como historiadores, explicamos a Lutero prudentemente, con ayuda de Lutero. Los teólogos, por su lado, comentan, interpretan, llevan adelante su exégesis. Y está muy bien que así sea. Pero no era como historiadores, ni como teólogos, como los hombres de aquel tiempo escuchaban a Lutero cuando gritaba: No hay aduana para los pensamientos: Gedanken sind Zollfrei! Surgía en ellos, clara e imperiosa, la imagen simplificada del monje que, ante la Dieta, ante los legados del Soberano Pontífice, ante el mismo Emperador, no había desfallecido, y al intimársele que se retractara, había gritado: No. Vivían en ellos, con una vida extraña, activa y como penetrante, palabras que el monje había lanzado al viento y que saltaban, debían saltar mucho tiempo por encima de las barreras más altas, más santas, hacia lo absoluto.

Nada niega el alma humana, había dicho cien veces Lutero. Eterna, es ella la que domina el mundo. ¿Cómo podría dejarse amordazar desde fuera; cómo podría escuchar otra voz que la suya? Papas, Doctores, Concilios, nada vale. La letra misma del Libro Sagrado no cuenta. Si el alma busca en ella sola su verdad, la encontrará. Y que a esa alma humana así magnificada, le negara Lutero toda iniciativa, toda inteligencia y toda voluntad propiamente personal; que para él dominara las cosas de este mundo sólo en la medida en que Dios venía a habitarla y a animarla: los teólogos tienen razón en subrayarlo. Pero esto importaba poco a los espíritus ávidos que bebían, en la boca misma de un monje en pie de guerra, el vino embriagador de la rebeldía metódica. Les importaba más que, en el momento en que, pasando por encima de todas las autoridades, pulverizaba el sistema de las creencias y de las representaciones colectivas mejor arraigadas, más veneradas de su tiempo, Lutero les ofreciera, para que pudieran recrear el medio necesario para el libre desarrollo de sus concepciones, el asilo ya listo de una Iglesia de espíritus mecidos al soplo de una misma inspiración, y el apoyo de su doctrina tan bien adaptada de la justificación: maravillosamente propicia para tranquilizar, sostener, agrupar alrededor de experiencias comunes a aquellos que iban a hacerse, con una mezcla de intrepidez y de nostalgia, los fuorusciti del catolicismo…

Así, en esa Alemania nerviosa y pronta a conmoverse, la acción luterana introducía una causa de perturbaciones suplementarias… El rapto misterioso del 4 de mayo acabó de sobreexcitar las pasiones mal contenidas.

¿Qué había sido de ese Lutero que mostraban los grabados al lado de Hutten, campeón también de la lealtad y de las franquicias alemanas? ¿Había sido Sickingen quien lo había hecho coger para ponerlo en seguridad? ¿O Aleandro quien, a pesar del salvoconducto, le había hecho detener? ¿O un enemigo de Federico, un noble, Behem, quien le había birlado, por decirlo así, su protegido al Elector? Circulaban rumores. Lo habían matado. Habían encontrado a Lutero ensangrentado, apuñalado, en el fondo de una galería de mina. La indignación crecía al mismo tiempo que la pena. Ábrase tan sólo el diario de Durero.[127] El gran pintor estaba en Amberes cuando, el viernes 17 de mayo, le llegó la noticia: “¿Vive todavía? ¿Lo han asesinado? Lo ignoro. Si lo han matado, ha sufrido la muerte por la verdad cristiana”. Pero entonces la obra emprendida ¿va a ser destrozada? “Oh, Dios —prosigue Durero—, vuélvenos a dar un hombre semejante a éste, que inspirado de tu espíritu reúna los despojos de tu santa Iglesia y nos enseñe a vivir cristianamente. Oh, Dios, si Lutero ha muerto, ¿quién nos explicará en lo sucesivo tu santo Evangelio con tanta claridad?” ¿Quién? El hombre de quien Durero, unos meses antes, había trazado a lápiz un esbozo de una amplitud y una aspereza singulares: el maestro del saber sagrado y profano, del que tantos alemanes como él, tantos cristianos, esperaban todavía con ansiedad el arbitraje soberano entre Roma y Lutero: “Oh, Erasmo de Rotterdam, ¿por qué partido te vas a decidir? Mira el poder de la injusta tiranía sobre el siglo; mira la fuerza de las tinieblas. Escucha, caballero de Cristo; cabalga valientemente, al lado del Señor Cristo; protege la verdad; gana la corona de los mártires: ¿no eres ya muy viejo?… Deja oír tu voz: y las puertas del Infierno, y el trono de Roma, como ha dicho Cristo, no podrán nada contra ti”. Grito sobrecogedor, porque, en ese mismo momento, Erasmo, sintiéndose sobrepasado y vencido, previendo además el porvenir y que las buenas letras, tomadas entre los partidos, iban a recibir los golpes de ambos lados, escribía su carta melancólica a Mountjoy:[128] la verdad, la pura verdad, ¿vale la pena estremecer todo el Universo predicándola? “Es permitido, es bueno callarla, cuando de su revelación no se puede esperar ningún fruto. Cristo se calló ante Herodes.”