III. La valentía de Worms

Y, por otra parte, levantar, edificar, construir: ninguna de estas palabras forma parte de la lengua de Lutero, de la que traduce el fondo de su pensamiento y de sus sentimientos, su corazón.

Su fe, ciertamente, no le lleva a decir al mundo: “No quiero conocerte. Huyo de ti, porque eres el mal; eres el pecado, la fealdad y la injusticia”. ¿Encerrarse en una celda? Sale de ella, y con toda su alma reniega de ese ascetismo. Dios ha hecho el mundo. Y es también Dios quien nos ha colocado en él. Quedémonos donde nos ha puesto. Cumplamos a conciencia nuestra tarea cotidiana. El campesino que ara, la criada que limpia, el herrero que golpea el yunque, hacen una obra tan encomiable y sana como el buen predicador evangélico cuyo oficio es adoctrinar al pueblo cristiano —mucho más que el odioso monje que musita sus sempiternos padrenuestros. Lutero lo dice ya en 1520; lo repetirá con fuerza creciente; y se adivina qué eco debían encontrar estas palabras en esa burguesía laboriosa, en ese pueblo disciplinado y concienzudo cuyas tareas más humildes dignificaba él, el hombre de Dios, el sacerdote que con sus propias manos se quitaba la aureola.

Pero la fe de Lutero domina al mundo. Lo utiliza a la manera de Abraham, que tenía mujeres, hijos, criados, todo ello como si no tuviera nada; porque el patriarca sabía que sólo de las riquezas espirituales se obtiene un verdadero gozo. Vivir en el mundo, sí. Usar de los bienes que nos ofrece, libremente, honestamente, con toda tranquilidad de alma: también. Alegría de los sentidos y del corazón; placeres y afectos de la naturaleza: un vaso de vino añejo sobre el que da el sol, las gracias ágiles y flexibles de un joven animal, el brillo profundo de una mirada viva, el cuello de una mujer presionado por un beso, la ternura parlanchína y espontánea de un niño: en esos tesoros que un Dios pródigo pone a su alcance, que el cristiano beba a discreción, sin remordimientos. Que use de los dones del Padre con toda serenidad. Pero que esté listo, siempre, a desprenderse de ellos. Que en el momento mismo de apropiárselos, sepa renunciar interiormente a ellos. Que vea en ellos lo que realmente son: los accesorios de un teatro preparado por Dios, especialmente, para que el hombre pueda poner a prueba en él su fe.

¿Y cómo se dejaría dominar por las cosas de la tierra, el cristiano, el dominador a quien Dios ha entregado el cetro y la corona? Lutero pasea, sin prisa y sin temor, su realeza cristiana a través del pecado, de la muerte y la desgracia, que son huéspedes del mundo terrestre. No huye de los poderes del mal. No los teme. En su certidumbre absoluta de que ninguno de ellos, ni el diablo ni la muerte, el hambre, la sed, el hierro o el fuego puede nada contra él, contra su verdadero “él”, los domina. Más aún, los esclaviza, los pliega a sus necesidades y, extrayendo de cada uno su contrario, saca su justicia del pecado, y de la pobreza su riqueza.

Así la fe da a Lutero el dominio regio del mundo: la fe, la confianza absoluta en Dios. Pero esta confianza que le inspira, que le sostiene en todas sus acciones, es al mismo tiempo la que nos hace comprender lo poco que le preocupaban las realizaciones y ese desprecio de las construcciones equilibradas en los que se muestra fuertemente uno de los rasgos permanentes de su genio.

¿Un reformador? Se ha podido negar este título al padre de la Reforma, y no sin razones. ¿Un conductor de hombres? Respondía sin duda al llamamiento de su Dios. Pero lo que pedía en el fondo de sí mismo no era conducir, era ser conducido, ser llevado por Dios adonde Dios quisiera llevarlo, con la ciega confianza del niño que va de la mano de su padre, sin vana curiosidad. ¿Organizar? ¿Legislar? ¿Edificar? ¿Para qué? ¿Por qué dar tanta importancia a esas obras vanas? La Iglesia, comunión puramente espiritual, la Iglesia invisible, está presente dondequiera que se encuentren, dondequiera que manifiesten su fe verdaderos cristianos. Esto es lo que importa. Lo demás, reclutamiento de ministros, constitución de grupos, son cuestiones sin interés. ¿Por qué resolverlas para la eternidad? Bastan reglamentos provisionales.

En cuanto a negociar con los grandes de este mundo, a fin de asegurar a la doctrina de Dios las mejores condiciones de desarrollo y de irradiación: otra vanidad. La política es cosa de príncipes. Es cuestión de estado. ¿Y qué tienen en común un asunto de estado y el cristianismo interior de un creyente? Está bien que el Estado proteja a la Iglesia, que la defienda si es atacada injustamente y que administre sus bienes si los tiene. Porque al asumir estas funciones, libera a los fieles de cuidados inoportunos. Los fieles tendrán libertad para darse enteros a lo único que vale para un cristiano. Pero, también en este punto, ¿por qué inquietarse? El triunfo del Evangelio, la salvación de la Iglesia de Dios: ¿cosas tan grandes podrían depender de esfuerzos humanos? Lutero sabe bien que no: “Por la Palabra el mundo ha sido vencido y la Iglesia salvada. ¡Por la Palabra será restaurada!”. Texto de 1520.[108] Anuncia de antemano otro, más célebre: el de su altiva declaración al Elector, cuando, conmovido por las noticias que llegan de Wittemberg, el recluso de Wartburg rompe su reclusión: “Para remediar este asunto, Vuestra Gracia Electoral no debe emprender nada. Porque Dios no quiere ni puede sufrir las inquietudes o las medidas de Vuestra Gracia Electoral, ni las mías. ¡Quiere que todo se deje en sus manos!”.[109]

Abandono total, quietud perfecta en Dios… Por ello, observémoslo de pasada, se explica igualmente este desprendimiento, esa indiferencia de Lutero con respecto a la moral, que tan a menudo le ha sido reprochada ásperamente. Es sabido con qué fuerza Lutero establece, mantiene en el fondo de sí mismo, su distinción entre el hombre piadoso y el cristiano. “Sabedlo: ser un hombre piadoso; cumplir grandes, múltiples obras; llevar una vida hermosa, honorable y virtuosa, es una cosa; ser un cristiano es otra muy diferente”.[110] Ahora bien, no se es cristiano porque se sea bueno, justo y piadoso. Se es cuando, por la fe, se hace penetrar a Dios en el corazón. Entonces ya no hay que preocuparse de moralidad. La moral no podría ser fruto de una voluntad humana. Es fruto de la fe. Si el hombre posee a su Dios; si Dios actúa en el hombre, la voluntad humana transformada por el Espíritu cumple naturalmente acciones hermosas y buenas. Y esta transformación no es momentánea. Se adquiere para siempre. Actuada por el Espíritu, la voluntad “quiere, ama, desea constantemente el bien, como antes quería, amaba, deseaba el mal”.[111] Quietismo de abandono, sin duda; pero vienen las tempestades, las amenazas, los sufrimientos y las persecuciones: entonces esta confianza absoluta en Dios será, en el corazón del creyente, como una fuente inagotable de paciencia, de fuerza, de energía, de heroísmo. Ein' feste Burg ist unser Gott; es una fortaleza nuestro Dios. Grito surgido de las profundidades del alma luterana. El sentimiento que traduce ha prestado a Lutero, veinte veces en su vida, una valentía y una alegría puramente sobrehumanas. La valentía y la alegría de que dio pruebas en Worms.

Lutero en Worms. ¿Por qué ha sido preciso que tantas buenas personas no hayan podido sacar de este episodio dramático más que una imaginería a la manera de Paul Delaroche, bastante ridícula por su engolamiento? Tratemos de mirar con ojos nuevos esta historia, tan preciosa para el conocimiento íntimo de un Lutero.

¿Por qué, y con qué espíritu, el agustino se presentó en la Dieta? Nunca se piensa en plantear esta pregunta. La tradición mata el asombro. Se repite, dócilmente, la lección aprendida: “Convocado ante la asamblea, Lutero se presentó con un salvoconducto. Y allí…”. Pero que se haya presentado ¿es, pues, un hecho tan ordinario?

Una bula lo había proscrito de la cristiandad. Esta bula tenía que ser ejecutada. ¿Quién tenía el poder de cambiar su letra en realidad cruel? ¿El Emperador, o para hablar más exactamente, el Rey de los Romanos? Pero Carlos era un hombre extremadamente joven, casi desconocido para los alemanes, sin gran experiencia, sin crédito, sin fuerza real: constreñido, por lo tanto, a negociar con los príncipes. Entre éstos, uno sobre todo tenía algo que decir: el Elector de Sajonia, Federico el Sabio. Ahora bien, Federico protegía a Lutero. Los otros príncipes no todos compartían sus sentimientos. Pero todos se sentían solidarios de él, en tanto que soberanos territoriales. Todos estaban codo con codo cuando se trataba de derechos sobre sus súbditos, o de derechos que el Emperador reivindicaba sobre ellos. Por otra parte, la bula era muy discutida. La bula tenía mala conciencia. En la propia Roma, algunos habían visto no sin inquietud que el Papa diera oídos a los consejos de los violentos. En Alemania, muchos que no seguían a Lutero en todas sus novedades, se escandalizaban de ver que era condenado sin que sus errores hubiesen sido demostrados. Y la táctica de Erasmo, en ese momento, era mantener abierta la puerta a una revisión, declarando y fingiendo creer que la Bula no era más que un error.

Los dos legados, Caracciolo y Aleandro, que la Santa Sede había encargado del asunto, se encontraban, pues, en una postura difícil. Se presentaron ante Federico, le rogaron que hiciese quemar los escritos de Lutero y que se apoderase de su persona. El Elector, a finales de 1520, contestó sólo con palabras, y poco alentadoras. ¿Detener a Lutero? No. Había apelado de la sentencia papal. Esta apelación era suspensiva. ¿Quemar sus escritos? No. No habían sido suficientemente examinados y discutidos para ello. Más valía hacer comparecer al monje ante jueces imparciales e ilustrados.

Así nació, con gran despecho de los nuncios, la idea de hacer comparecer a Lutero ante la Dieta. Se abrió paso a través de mil obstáculos que nos importan poco: no tenemos por qué reconstruir, ni siquiera resumir, la historia del Reichstag de 1521; acaba de ser tratada nuevamente en un libro excelente por Paul Kalkoff. El 6 de marzo de 1521, Carlos de Habsburgo firmaba un salvoconducto para su “honorable, querido y devoto” Martín Lutero. El 26, día de Viernes Santo, este salvoconducto era entregado al monje por el heraldo de Imperio Gaspar Sturm. Y el 2 de abril, en un carruaje precedido por Sturm y que llevaba a cuatro personas, entre ellas a un fraile agustino, compañero requerido por la regla monástica, Martín Lutero se ponía en camino hacia la ciudad imperial.

Es muy simple. Pero ¿qué significaba esa convocatoria? Cuando le llegó a Lutero, hacía ya tiempo que la Dieta se ocupaba de él. Desde el 13 de febrero, Aleandro había hecho, ante los diputados, un largo discurso sobre el asunto. El 19, el Reichstag había declarado, en respuesta, que no se podía condenar a un alemán sin escucharle. Y había planteado la espinosa cuestión de las quejas de la nación alemana contra Roma. Carlos había intervenido entonces. Había declarado que si Lutero comparecía, no sería para discutir. Se le preguntaría si reconocía los escritos publicados bajo su nombre y si quería, o no, retractarse de los errores que contenían. Y el mismo día en que Lutero, en Wittemberg, recibía del heraldo Sturm su salvoconducto, un edicto que condenaba al fuego los escritos del heresiarca era publicado por toda Alemania.

Lutero sabía todo esto. Sabía que Aleandro se agitaba furiosamente, y conservaba sobre el Rey de los Romanos una influencia cuya eficacia quedaba demostrada por el edicto del 26. Sabía igualmente que sólo se le pediría que se retractara. ¿Para qué ir a Worms? En una carta a Spalatin del 19 de marzo —todavía no había recibido el salvoconducto— declaraba categóricamente: “Contestaré al Emperador que, si se me llama sólo para una retractación, no iré a Worms. Es exactamente como si ya hubiese hecho el viaje, ida y vuelta”.[112] Pero el 26 recibe el heraldo y el 2 de abril se pone en camino… ¿Por qué?

Una frase de su carta a Spalatin del 19 puede tal vez ponernos en la pista. Para retractarme, decía, no iré a Worms. Pero añadía: “Si el Emperador me cita más tarde para hacerme morir y me declara, a consecuencia de mi negativa, ‘enemigo del Imperio’, me ofreceré a acudir a su llamado. No huiré; con la ayuda de Cristo, no desertaré de la Palabra. Estoy seguro que esos hombres sanguinarios no pararán hasta tener mi vida; pero deseo, si es posible, que los papistas sean los únicos culpables de mi muerte…”.[113] Esto nos revela una exaltación bastante sorprendente. Por lo menos, si no conocemos a Lutero y su absoluta confianza en Dios.

Lutero no se presentó en Worms como hombre respetuoso de los poderes establecidos, y que, habiendo recibido una convocatoria, partiera sin más vacilación ni reflexión. Lutero fue a Worms como se va hacia la hoguera. Caminando hacia adelante en línea recta, haciendo el sacrificio interior de su vida, alimentando por otra parte esa fe invencible en su salvación final que todo hombre en peligro saca de las fuentes profundas de su vitalidad y que, en un Lutero, es una fe en Dios ciega, inquebrantable. Lutero fue a Worms como un mártir, o al triunfo: dos aspectos, después de todo, de una misma realidad. Pero el triunfo no debe entenderse más que ante Dios y por Dios. No era con los hombres, con los recursos humanos, con lo que contaba. Por el contrario, los repudiaba con todas sus fuerzas. Nunca fue su idealismo más puro ni más intransigente que entonces. A Spalatin le escribía el 27 de febrero de 1521, prohibiéndose ser violento, o más bien hacer un llamado a la violencia:[114] “Todavía no he cometido esa falta; si he empujado a la nobleza alemana a imponer límites a los romanistas, no era por el hierro: era por resoluciones y decretos, lo cual es fácil. Combatir contra la turba inerme de la gente de iglesia, sería combatir contra mujeres y niños”. Y un poco antes, al mismo, el 16 de enero, le había declarado: “No quisiera que se luchara por el Evangelio utilizando la fuerza y el crimen… El propio Anticristo ha empezado sin violencia, y será igualmente vencido por la Palabra sola”.

Que no corriera riesgos al dirigirse a la convocatoria; que su viaje a Worms fuera sin peligros y sin sorpresas: los beatos controversistas, cómodamente instalados, son libres de prodigarnos esta seguridad. En ese minuto decisivo, en esa Alemania revuelta, cuando hasta los más obtusos sentían la importancia y la grandiosidad de las fuerzas empeñadas en la lucha, el pensamiento de Juan Huss y de su fin en Constanza obsesionaba naturalmente el pensamiento de Lutero y de todos sus amigos y, sin duda alguna, de todos sus enemigos… Pero ¿y qué? Su Dios lo empujaba, su Dios lo arrastraba. Ya no vaciló. Partió, para dar testimonio de su fe, para dar fe de su Dios.

Viaje lleno de ansiedad y triunfal. En Erfurt, la recepción fue solemne y entusiasta. La Universidad de la que había sido alumno acogió a Lutero como a un huésped ilustre. Predicó a los agustinos, él, el excomulgado, en la capilla misma de su antiguo convento. Predicó igualmente en Gotha, en Eisenach. Estaba enfermo, sin embargo; se quejaba de males desconocidos. El pensamiento de Satanás, de sus trampas y de sus emboscadas, no lo abandonaba. Pero tampoco su heroísmo, una especie de alegría íntima y apasionada que le daba las fuerzas necesarias para afrontarlo todo. ¿Qué podía el diablo? “Cristo está vivo —escribía desde Francfort a Spalatin, el 14 de abril—; Cristo está vivo y entraremos en Worms a despecho de todas los puertas infernales y de todos los poderes del aire.”[115] El 14 de abril. Al día siguiente, 15, su discípulo Bucer, enviado a su encuentro, se reunía con él en Oppenheim.

La atmósfera, en Worms, estaba cargada de electricidad. Los príncipes hacían frente a Carlos, que no tenía recursos ni tropas. Los nuncios se asustaban. El populacho, en las calles, bajo las ventanas de su hotel, venía a cantar las Letanías de los alemanes, plagadas de injurias furiosas. Estallaban revueltas en las ciudades, en los campos también, contra el clero, los religiosos, los ricos. La popularidad del monje excomulgado no cesaba de crecer. Su retrato estaba en todas partes, con el retrato de Hutten. Éste, desde lo alto de los muros de Ebernburgo, la fortaleza de Sickingen, precipitaba sobre Alemania puñados de libelos. Se sentía estremecerse, con el puño sobre la espada, a una nobleza famélica y brutal. Se esperaba la señal de Ebernburgo…

Entonces se habían sostenido conciliábulos. Si Lutero caía en toda esa confusión… Se temía su llegada entre sus amigos; entre sus enemigos también. Finalmente, había nacido un proyecto: encauzar el viaje, no hacia Worms, sino hacia Ebernburgo. Allí, a salvo, bajo la guardia de Sickingen, bajo la vigilancia de Hutten, Lutero no tendría que temer la suerte de Huss. Podría esperar, prever, discutir… Esto es lo que Bucer venía a proponerle. Lutero lo rechazó categóricamente.

Iba a Worms. Nada ni nadie le impediría llegar. Entraría en la ciudad. Pondría su pie en el hocico, entre los grandes dientes del Behemoth, a fin de proclamar a Cristo y de dejarlo todo en sus manos. Era una fuerza en marcha. Nada lo detendría. El 16 de abril por la mañana entraba en Worms. Cien caballos escoltaban su coche. Dos mil personas le seguían hasta su alojamiento. Y a la mañana siguiente, día 17, se encontraba por primera vez en presencia del Emperador.

La prueba fue poco brillante. Al oficial de Tréveris que le hacía dos preguntas —si reconocía por suyas todas las obras publicadas bajo su nombre, y si se rectractaba, o no, de sus afirmaciones erróneas—, contestó en una voz baja, muy conmovido al parecer, que no renegaba de ninguno de sus libros; en cuanto a lo demás, la cuestión era tan grave que solicitaba nuevamente, humildemente, un plazo. Esa demanda causó sensación; todo el mundo quedó perplejo. Se le otorgaron veinticuatro horas, y de mala gana. Al día siguiente, el 18 de abril de 1521, un jueves, hacia las 10 de la noche, en una sala caldeada, atiborrada de gente, al resplandor de las antorchas y al final de la sesión, Lutero fue introducido de nuevo. Esta vez, habló claro.

¿Sus libros? Los había de tres especies. Unos eran exposiciones de doctrina cristiana, y tan evangélicos que sus mismos adversarios los consideraban provechosos… Nada de qué retractarse por este lado. Los segundos eran cargas a fondo contra el papado y las prácticas del papismo… Nada tampoco por este lado de qué retractarse. En caso contrario, sería abrir puertas y ventanas al Anticristo. Los últimos eran escritos de circunstancias contra adversarios que lo habían provocado: Un poco demasiado vejatorios, sin duda. Pero ¡qué remedio!; era la tiranía y la impiedad lo que Lutero combatía. En lugar de condenarlo sin querer oírlo, que le dieran jueces; que sus ideas fueran discutidas; que le mostraran en qué eran perniciosas.

El oficial de Tréveris volvió a tomar la palabra. “Nada de discusión; ¿se retractaba, sí o no?” Entonces fue la declaración famosa, de la que circularon en seguida muchas versiones a través de Alemania. Traduciremos la más probable:[116] “A menos que se me convenza por testimonios bíblicos o por una razón de evidencia (porque no creo ni en el Papa ni en los Concilios solos: es constante que han errado demasiado a menudo y que se han contradicho), estoy ligado por los textos que he aportado; mi conciencia está cautiva en las palabras de Dios. Revocar cualquier cosa, ni lo puedo ni lo quiero. Porque actuar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude, Amén”.

Se hizo un gran tumulto. En medio de las injurias y de las aclamaciones, Lutero se retiró. Volvió a su albergue. Y levantando las manos, gritó desde lejos por dos veces a sus amigos ansiosos: Ich bin hindurch: salí de ésta, salí de ésta. Al día siguiente, el mundo entero se enteraba del gran rechazo de Fray Lutero, “que escribe contra el Papa”. Y los que creían conocerlo y lo amaban se asombraron de una audacia cuya razón sobrehumana no adivinaban.

“Volvió al día siguiente, diciendo que era verdad que había escrito tal y tal cosa… y que en tanto que no viera a alguien convencerle de lo contrario, sostendría sus decires y no temería morir por ellos.” Así el secretario de la factoría portuguesa de Amberes contaba al rey de Portugal, en una carta fechada en Berg op Zoom el 25 de abril (las noticias volaban), la escena famosa del 18. “Entre otras cosas notables —prosigue el informador—, se contaba que el nuncio del Papa había muerto al oírle.” Y en seguida añadía: “Todo el pueblo de Alemania y los príncipes están de su parte. Me parece que por esta vez escapara".[117]

Todo un pueblo, en efecto, se apretaba a su alrededor, lo adoptaba, lo rodeaba de ternura, le investía de una temible confianza. No había cedido. En vano el arzobispo de Tréveris, su oficial Cochlaeus y otros trataban de hacerle volver atrás: Lutero no retrocedía, Lutero no renegaba de nada. Actitud que habría podido costarle caro. Pero él no pensaba en eso. O si pensaba —en el fondo de sí mismo, en su exaltación de visionario, en su tensión violenta de profeta descendido de su soledad con el fin de lanzar a la cara de los grandes y de los reyes la palabra de verdad, brutal y desnuda— era tal vez para acariciar no sé qué esperanzas de mártir triunfal, evocando a Juan Huss y a Savonarola.

“Me dejo encerrar y esconder yo mismo no sé dónde —le advertía a Lucas Cranach, justo antes de su rapto—. ¡Ah, cuánto hubiera preferido la muerte a manos de los tiranos, a manos sobre todo del duque Jorge furioso! Pero no debo despreciar el consejo de la gente de bien, hasta el momento oportuno.”[118] Hay decepción en estas líneas y también como una necesidad de excusarse ante sus amigos: ¿cómo?, ¿tanta exaltación no desembocaba más que en eso…? Su sacrificio, sin embargo, lo había hecho: recuérdese la carta a Spalatin del 19 de marzo… Reléase, por otra parte, esa carta de Hutten a Lutero, del 20 de abril: “No te faltarán, dos días después del gran rechazo, no te faltarán ni defensores, ni, en caso necesario, vengadores”.[119] Y la frase de Ruy Fernandez, que citábamos más arriba: “Me parece que por esta vez escapará”. Y no se sentirá ya la tentación de pensar, como piensan algunos, que Lutero no corría peligro en Worms. Y menos todavía de hacer sobre sus verdaderos sentimientos, durante esos días de exaltación íntima y de fiebre religiosa que le elevaban por encima de todos y de sí mismo, un contrasentido cruel —para aquellos que lo cometen.

Su heroísmo, en Worms, no es la audacia de un guerrillero que se arroja en línea recta sobre el enemigo, que quiere domar al adversario, reducirlo a pedir gracia. Bien estaba que Hutten escribiera: “Veo que hacen falta aquí espadas y arcos, flechas y balas para oponerse a la locura de los miserables demonios.” Bien estaba que él lamentara verse forzado a la inacción; de lo contrario, “habría suscitado en la ciudad misma un motín contra esos esclavos con mitra.”[120] El heroísmo de Lutero es completamente espiritual. Se siente, como dice Will en su hermoso libro sobre La libertad cristiana,[121] se siente en relaciones constantes con el mundo invisible. Sabe que tiene a Dios de su lado, que su doctrina es invencible, que sus enemigos no son más que instrumentos de Satán. Tiene a Dios en su poder, como lo dice valientemente en su libro de La libertad: Wir sind Gottes mächtig, y la profunda alegría de poseerlo así, en sus profundidades íntimas, despierta en él el gozo, la alegría dionisíaca que mantiene, tan alto por encima de los hombres, a este amante de lo absoluto, ahito de posesión.

Paralelamente, ¿es preciso repetirlo?, no hay que hacer del Contra conscientam agere de Worms una proclamación solemne, frente al viejo mundo, de lo que llamamos libertad de conciencia, o libertad de pensamiento. Lutero no fue nunca “un liberal”: la palabra misma, pronunciada a propósito de él, huele a anacronismo. También sobre este punto son muy justas las palabras de Will: “Su conciencia estaba obsesionada mucho menos por un deseo de emancipación que por una necesidad de obligación interior”.[122] No pretendía defender la tesis de que cada uno debe disponer libremente de sus facultades, ni proclamar los derechos de la razón humana sobre el dogma. Pretendía, por el contrario, someter razón y conciencia a la única autoridad que reconocía. No la buscaba fuera de él, como un católico, refiriéndose a la Iglesia, a la tradición, a la autoridad. La sacaba de sí mismo. Era la Palabra de Dios, creadora en cada uno de nosotros de una necesidad más poderosa que todas las contriciones.

Pero las palabras de los hombres tienen su vida personal. ¿Qué importaba el sentido que Lutero mismo diera a sus protestas? Ya no le pertenecían. En la muchedumbre que se agrupaba alrededor de él —y cuya actitud fue tan importante para apartar de él los peligros—, políticos y sabios, caballeros y burgueses, gente del pueblo y clérigos roídos de inquietudes: cada uno, cuando el monje hablaba, percibía un sonido diferente. Cada uno, detrás de sus actos, ponía sus deseos. Y durante una hora, Lutero los satisfacía a todos: es decir que todos, cuando lo escuchaban, podían seguir acariciando su sueño, pensando que ese profeta inspirado y sin miedo les prestaba su voz poderosa. Ilusión de una hora, que no podía durar. Entre los realismos divergentes y su idealismo desdeñoso de las contingencias, en el momento mismo en que se creían más de acuerdo, se cumplía ya el divorcio fatal.