Pero entonces, ¿Lutero va a ponerse a la tarea? Alea iacta est? ¿Va a dedicarse, en cuerpo y alma, a la ejecución de su vasto programa? En definitiva, el Manifiesto es una llamada a los Príncipes. ¿Lutero va, pues, a ganarse a los príncipes, a unir sus esfuerzos a los de Hutten y los suyos, a buscar con ellos y como ellos el gran personaje que, al frente del movimiento nacional alemán, dirija el asalto contra Roma: Carlos de Habsburgo, o su hermano Fernando, o —quién sabe— el turbio prelado de Maguncia y de Magdeburgo, Alberto de Brandeburgo?
Nada de eso. Lutero no se mueve. Lutero no actúa. A las invitaciones directas de Hutten no contesta ni con actos ni con gestiones. Escribe, sencillamente. El Manifiesto, pero también el De Captivitate, el De Libertate… E incluso en el Manifiesto, visiblemente, vacila. Anda a tientas. Tal vez sin darse cuenta plenamente, lucha. ¿Cuál es su designio? ¿Reformar a Alemania o a la cristiandad? Hay cien pasajes, que Hutten firmaría, que no se refieren más que a Alemania… Pero esa reforma del papado; esa reforma de la Curia; esa llamada al Concilio: todo esto es, sin duda, asunto de toda la cristiandad; todo esto revela, sin duda, un poco de confusión, un pensamiento muy complejo en todo caso y difícil de reducir a fórmulas demasiado simples.
Lutero se prestó, tal vez. Pero no se dio. Siguió siendo él: el hombre del claustro, el hombre de la torre. El hombre que ha acabado por crearse, finalmente, una creencia a su medida; el hombre que se ha forjado, para sus necesidades personales, esa poderosa concepción de la justificación por la fe, de aspecto y de acento tan íntimo, tan verdaderamente personal, tan conmovedora…
No puede decirse que entre una Reforma nacional y una Reforma universal, que entre una reforma alemana y una reforma católica, Lutero no escogiera. No siente la necesidad de escoger. La alternativa se le escapa. Emplea palabras que se dicen a su alrededor. Se alimenta abundantemente de su experiencia de alemán, abriendo los ojos sobre las cosas de Alemania. Y, del modo más natural, el gran artesano del verbo, el orador nato que necesita poseer a su público utiliza para sus discursos, sus libelos, sus llamamientos apasionados, las fórmulas, las injurias, las imágenes que se le ofrecen. Pero es puro en sus intenciones, puro de todo compromiso con intereses temporales. Su visión política es corta, poco maquiavélica, verdaderamente cándida. Las ásperas intenciones de los hombres de presa, de los conspiradores de mandíbulas apretadas que le empujan hacia adelante, en espera de una limpia general, cómo se indignaría si un clarividente se las revelara, le hiciera tocar con el dedo su bajeza y su egoísmo. Magnífico e ingenuo, su idealismo absoluto se cierne por encima de esas miserias.
Roma se le ha atravesado en el camino, en su camino solitario de cristiano preocupado solamente de su salvación y de la salvación del prójimo. Roma, sin querer oír sus razones, ni bajar al fondo de su corazón lleno de Dios, ni abrir sus ojos a la evidencia de Cristo y de la Palabra, Roma lo ha condenado. ¡Guay de Roma! Porque ¿qué era Lutero, sino el traductor, el heraldo de Cristo y del Evangelio? Roma, pues, condenaba a Cristo y al Evangelio. Éste era el fondo de la cuestión. Una Roma piadosa y santa, sin fisco, sin burocracia, sin política temporal y mundial, sin necesidades por consiguiente: ¿no es de suponer que hubiera sido también la personificación del Anticristo, si ella también lo hubiera condenado sin oírlo?
De hecho, Roma no era santa. Roma era la madre de los vicios, la cloaca de los pecados, la sede de los malos deseos, de las necesidades nocivas, de los apetitos condenables. Roma, contra Lutero, actuaba de manera oblicua y desleal. Roma luchaba no por principios sino por intereses, para mantener bajo su dominio a una Alemania estrujada… Todo el mundo, alrededor de Lutero, lo repetía; ¿y no lo sabía él mismo? Lo decía, lo clamaba con su voz poderosa, reforzada por el eco de cien mil voces de alemanes. Pero esto era accesorio. Y si, arrastrado por el torrente que desencadenaba, desplegando todos sus poderes de polemista, Lutero dirigía contra una Roma así la guerra santa, con aplauso de un público variado, esto no era más que un episodio. El Papa era el Anticristo, sí; porque no admitía, porque se negaba a admitir la justificación por la fe y esa teología de la Cruz que pacificaba y exaltaba al mismo tiempo a Lutero.
Y entonces Lutero, el segundo Lutero, que actúa en ese momento con una energía y un poder decuplicados, el teólogo que escribe en latín para uso de sus iguales, se pone a abrir su surco, a empujar hacia adelante y a sacar de sus principios consecuencias que son cada vez más atrevidas. Naturalmente, no tenemos por qué esbozar aquí la historia de estos gestos. No queremos más que restituir la curva de un destino. Pero para el conocimiento de este destino, el aspecto de esta teología no es indiferente. Ahora bien, ¿en qué se ocupa Lutero durante esos meses turbios? Precisamente, en formular una doctrina de la Iglesia.
Tema apasionante. ¿Qué Iglesia? ¿Una Iglesia de Alemania, jerarquizada, pero a cuya cabeza se encuentra, no el Papa de Roma, sino el primado de Germania? ¿Una iglesia católica, verdaderamente ecuménica, la Iglesia de Roma desembarazada de sus taras y regenerada? Pero ¿cómo? ¿Centralización bajo un nuevo plan? ¿Federación de iglesias nacionales? Problemas que un historiador puede formular en abstracto? Lutero no se plantea ningún problema parecido. Y nada nos informa mejor que su indiferencia hacia tales contingencias sobre sus sentimientos profundos.
La Iglesia cuya noción, después de algunos tanteos previos, define en 1520, no es una vasta y poderosa organización como la Iglesia romana, institución secular que, agrupando en diócesis a todos los hombres que han recibido el bautismo, les impone la autoridad de sacerdotes consagrados, predicadores de un credo dogmático y acuñadores de gracias por el canal mágico de los siete sacramentos. Todo ello con apoyo de los poderes temporales. A esta Iglesia visible y, valga la expresión, maciza, Lutero opone su verdadera Iglesia: la Iglesia invisible. Ésta, por su parte, está hecha sólo de aquellos que viven en la verdadera fe; de aquellos que, creyendo en las mismas verdades, sensibles a los mismos aspectos de la divinidad, esperando las mismas beatitudes celestes, se encuentran unidos, así, no por los lazos exteriores de una sumisión completamente militar al Papa, vicario de Dios, sino por esos lazos íntimos y secretos que teje de corazón a corazón, de espíritu a espíritu, una comunión profunda en las alegrías espirituales.
Lazos secretos en toda la acepción de la palabra. Porque los verdaderos creyentes ¿cómo se separarán de la masa que los rodea? ¿Cómo tendrían el orgullo de proclamarse los verdaderos creyentes, de reunirse en agrupaciones especiales, en “comuniones de santos” que olerían a hipocresía y a fariseísmo? La religiosidad sectaria no fue nunca una cosa según el corazón de un Lutero. Los verdaderos creyentes, sumergidos en el mundo y no separándose de él, que se contenten, piensa Lutero, con ser la levadura que hace hincharse al pan, el alma viva y cálida de un cuerpo pesado y muy a menudo helado.
En el interior del pueblo, entre cristianos, ninguna distinción ni jerarquía. Todos iguales, todos los que por el bautismo, el Evangelio y la fe se han convertido en hijos de Dios. Todos sacerdotes. Y si algunos de ellos, más especialmente, son encargados de ciertas funciones de enseñanza, por ejemplo, y de predicación, que no se crean de una esencia superior; no son más que funcionarios dedicados a una tarea humana y siempre revocables a voluntad de quien los designa… Del mismo modo, si se elaboran algunos reglamentos; si, en un estado monárquico, el príncipe, actuando en tanto que miembro de la comunidad de los creyentes, o si, en un Estado democrático, los representantes valederos del pueblo soberano se ocupan de organizar la enseñanza de la Palabra, de formar un cuerpo de ministros calificados, de dotar a los pueblos y a las ciudades de escuelas suficientes, debe quedar bien entendido que ni esos grupos, ni esos reglamentos, participan en nada, nunca, de la autoridad divina.
No hay, no ha habido nunca, nunca habrá colectividad religiosa que pueda declararse encargada por Dios mismo de definir el sentido de la Palabra; no hay ninguna que pueda, con este pretexto, exigir la sumisión ciega de las conciencias; no hay ninguna, finalmente, que tenga derecho a recurrir al brazo secular para imponer a los hombres creencias determinadas o el uso de los sacramentos. “Que aquel que no quiera el bautismo lo deje”, declara categóricamente Lutero en 1521: frase enorme en la boca de ese sacerdote.[106] Y añade (el texto es de 1521): “Aquel que quiera prescindir de la comunión tiene derecho a ello. También tiene derecho aquel que no quiera confesarse”. Un poco más tarde, en 1523, la misma profesión: “La fe es cosa absolutamente libre. No se puede forzar a los corazones, ni siquiera con sacrificios. Se logrará cuando más constreñir a los débiles a mentir, a hablar de otra manera que como piensan en el fondo de sí mismos”.[107] Contra la indiferencia, la hostilidad, el descreimiento, el Lutero de 1520 no conoce más que un remedio: predicar la Palabra y dejarla actuar. “Si ella no obtiene nada, la Fuerza obtendrá todavía mucho menos, aun cuando sumerja al mundo en esos baños de sangre. La herejía es una fuerza espiritual. No se la puede herir con el hierro, quemar con el fuego, ahogar en el agua. Pero está la Palabra de Dios: Ella es la que triunfará.”
Iglesia de monje ferviente, soñada en la paz del claustro por un hombre que no tiene ningún contacto con el mundo. Magnífico idealismo, que en los albores del siglo produce un sonido puro y dulce.
Así, Lutero destruye. Lutero niega. De la Iglesia católica con su fuerte jerarquía, sus viejas tradiciones, sus poderosas bases territoriales y jurídicas; de la Iglesia visible, netamente delimitada, opuesta vigorosamente a las iglesias rivales; de la Iglesia guardiana de una civilización que mantenía en Europa una poderosa unidad de cultura y de tradición, de esa construcción secular y grandiosa, verdadera heredera del Imperio romano, Lutero se aparta y se desinteresa. El 10 de diciembre de 1520, quema en Wittemberg la bula Exsurge. Pero hacía ya un año que, en las Resoluciones de las tesis de Leipzig, había escrito: “Quiero ser libre. No quiero hacerme esclavo de ninguna autoridad, ya sea la de un Concilio o la de un poder cualquiera, o de una universidad, o del Papa. Porque proclamaré con confianza lo que creo ser verdad, ya haya sido dicho por un católico o por un herético; ya haya sido aprobado o rechazado por cualquier autoridad”. Después de semejantes declaraciones, nada subsiste de la antigua Iglesia. Está destruida hasta la raíz. Arrasada hasta los cimientos.
¿Lutero va, pues, a reconstruir? ¿Sobre qué? ¿Sobre qué bases? ¿La Ley? ¿No proclama hasta el cansancio: el cristiano está liberado de la Ley mosaica; y no sólo de la Ley Ceremonial de la Antigua Alianza: del Decálogo igualmente, de esos diez mandamientos que Moisés dio a los judíos? A los judíos, sí, no a los cristianos. Y Moisés es un Doctor, un gran Doctor sin duda; pero el legislador de nosotros los cristianos, nunca. ¿La Ley? ¿Qué tendría que hacer con ella un cristiano? ¿No la suprimió y la venció Cristo? Nacido bajo ella, ¿no se plegó a sus exigencias, a fin de rescatar a todos los que oprimía con su peso mortal? ¿La ley? Cristo nos ha dado el Evangelio, su contrario.
¿Y entonces, la Palabra? Pero ¿qué debe entenderse por este vocablo, tan querido para Lutero, que repite tan a menudo, con un acento de amor y de ternura tan particular? ¿Qué es esta Palabra? ¿El conjunto de los libros santos? Lutero, que niega la autoridad del Papa vivo, ¿va a levantar para su uso por encima de los creyentes un Papa de papel? En esta fecha no piensa en tal cosa. El derecho que niega a todas las autoridades del mundo, el derecho de someter su libertad de cristiano, no tiene la intención de reconocérselo a un libro, aunque este libro sea la Biblia, él que, sin embargo, traducirá esta Biblia al alemán, entera, y hará a sus compatriotas ese don magnífico cuya riqueza a veces le aterra… La fe no depende de un texto, cualquiera que sea. La fe no puede ser sometida a una letra, cualquiera que sea la altura desde la que cae. La fe es dueña de todos los textos. Tiene derecho de control sobre ellos, en nombre de esa certidumbre que ella misma saca de sí misma. La fe se refiere a la Palabra, directamente; y la Palabra no es la Escritura, una letra muerta, “el triste cestillo de juncos en el cual estaba encerrado Moisés”. Es Moisés mismo: algo vivo, actuante, inmaterial, un espíritu, una voz que llena el Universo. Es el mensaje de gracia, la promesa de salvación, la revelación de nuestra redención.
Así, frente a frente, coloca el Lutero de los años ardientes al hombre y a su Dios. Entre ellos, ningún intermediario. “Es preciso —dice— que oiga yo mismo lo que dice Dios.” Pero ¿cómo oírlo? ¿Adhiriendo con la razón a un Credo, a una suma doctrinal? ¡Qué tontería! “Se puede predicar la Palabra; pero nadie, sino sólo Dios, puede imprimirla en el corazón de los hombres.” Para las cosas espirituales, no hay juez en esta tierra, “sino el hombre que lleva en su corazón la verdadera fe en Dios”. Todo cae así, todo lo que es vano, superfluo, nocivo: el dogma que dicta lo que debe ser creído por todos, siempre, en todas partes; la casta sacerdotal que se arroga el derecho sacrílego e irrisorio de transmitir la gracia de Dios a los fieles; la institución monástica finalmente, con sus miembros, los religiosos de todas las reglas, de todas las órdenes y de todos los hábitos, que ofrecen orgullosamente a Dios, como otros tantos sacrificios, sus ruegos inútiles y sus mortificaciones impregnadas de orgullo. Todo cae, todo lo que no es la fe, contacto íntimo del alma miserable plenamente consciente de su miseria, con la prodigiosa, la inimaginable Santidad de Dios: divinos esponsales de una criatura manchada y de un Dios que, levantándola de la ignominia, toma por su cuenta sus pecados expiables y le da a cambio los dones de su Sabiduría y de su felicidad.
Sobre la base de estas relaciones entre el Creador y la Criatura; sobre esta noción de la Iglesia invisible que agrupa en secreto almas y espíritus que comulgan en una fe, ¿cómo hubiera edificado Lutero, el Lutero de 1520 —para sustituir a la Iglesia romana que pretendía destruir negándola—, una Iglesia nueva, de acuerdo con los sentimientos que desbordaban en su corazón, con la ardiente piedad que hervía en él y la fe que llevaba y que lo sostenía?