Que se haya prestado ampliamente no tiene nada de sorprendente. No sólo estaba obligado a ello, puesto que quería actuar, y que no se actúa solo, y que el universo no está poblado de puros espíritus, de conciencias inmateriales, de seres desencarnados. Sino que, además, se ve muy bien por qué lados de su carácter, por qué rasgos de su naturaleza ese hombre sanguíneo, violento, profundamente popular y furiosamente tenso en su esfuerzo, salía al paso de las solicitaciones y justificaba la esperanza de partidarios listos a captar en él una fuerza virgen de inestimable precio…
Polemista neto, impaciente de toda contradicción, despreocupado del escándalo, su actitud favorita es el salto. ¿Se unen con él? Con un brusco impulso se proyecta lejos, y desde allí se ríe al ver, atrás, a los torpes que están sin aliento. ¿Pero se le vuelven a unir? Entonces un nuevo impulso, tan violento esta vez que el audaz se queda solo, cargado de estupor, con un escalofrío del que se goza… Incluso cuando está en paz y nadie le presiona, procede por saltos, lo más bruscos y desconcertantes que sea posible. Estos procedimientos nos dejan estupefactos. Sus compatriotas se desconcertaban, se desconciertan todavía menos que nosotros. La comprobación sólo es tranquilizadora a medias…
Tomaremos un solo ejemplo, pero célebre: ese Pecca fortiter que ya mencionábamos más arriba.[97] Cuando escribe esas palabras que se han hecho tan famosas, observemos que Lutero está tranquilo. No está combatiendo. Está escribiendo una carta a un amigo, y qué amigo: Melanchton. Su tema: el poder soberano de la gracia. Y entonces explica: “Si la predicas, predica una gracia, no ficticia, sino real. Si la gracia es real, es preciso que borre pecados reales: Dios no salva a los pecadores imaginarios. Sé, pues, pecador, y peca fuertemente. Pero más fuertemente pon tu fe, tu alegre esperanza, en Cristo, el vencedor del pecado y de la muerte”.
Puede seguirse su graduación. Se siente a un hombre lleno de su idea que se adelanta paso a, paso, y luego bruscamente se acalora y salta: “¡Vamos, acepta! ¡Sé pecador! Esto peccator! Y no peques a medias, peca decididamente, a fondo, pecca fortiter! ¿Pecados de mentirijillas? No; sino verdaderos, sólidos, enormes pecados”. Texto célebre. Y no dejo de tener en cuenta la exégesis; ya supongo yo que, dirigida desde Wartburg al piadoso y sabio Melanchton, esta carta no tenía por objeto incitar al delicado helenista a revolcarse en el estupro y en una vida crapulosa. Me imagino igualmente que la vida de Lutero mismo no estuvo toda ella tejida de estos menudos placeres… Pero lo que hay que retener es este modo de razonamientos a ultranza, que nos asombra mil veces, que choca en nosotros con un espíritu de mesura del que un Spengler diría, con desprecio, que no tiene nada de fáustico. Esto es verdad. Sólo que manejar, empujar, excitar a un nervioso que razona de esta manera, a un impulsivo que se lanza a ciegas en un océano sin límites ni medios de salvación, ¿no resulta un juego sólo para los diestros?
Tanto más cuanto que se trata de un monje que durante años ha vivido en un convento, sin contacto real con los hombres. ¿Qué sabe él del mundo de la política, del arte difícil de ganarse la vida? Los hombres, cuando empieza a lanzarse entre ellos, son seres de razón: para él, conjuntos facticios de virtudes y vicios, cuyos verdaderos comportamientos y cuyas reacciones probables ignora. ¿Cómo, pues, podría tener en cuenta todas las dificultades que la vida opone, todos los renunciamientos o las limitaciones que impone, y también todas las desilusiones y mentís que inflige a los entusiastas, perdidos en un sueño, y que van hacia adelante sin saber medir los peligros del camino?
Ahora bien, después de algunas semanas de calma relativa, a partir de principios de 1520 los acontecimientos, precipitándose, vienen a inquietar a Lutero. El 18 de enero, su enemigo más terrible, Juan Eck, había partido para Roma con la intención declarada de obtener de la Curia una condenación que tomaba como asunto personal. Nombrado miembro de una comisión de cuatro personajes —entre ellos Cayetano y él—, Eck tuvo la alegría de verle redactar un proyecto favorable a sus puntos de vista. El 15 de junio de 1520, después de largas deliberaciones consistoriales, la bula Exsurge Domine era publicada en Roma. Lo irreparable se cumplía.
La bula, sin embargo, no excomulgaba a Lutero. Condenaba sus opiniones, entregaba al fuego sus obras, y le dejaba un plazo de sesenta días para someterse. Pero todos sabían que no se sometería. Y desde mediados de julio, dos comisarios, Eck y Aleandro, eran delegados con el fin de publicar la bula en las diócesis de Brandeburgo, Meissen y Magdeburgo. Eck cumplió su misión el 21, el 25 y el 29 de septiembre. Aleandro, a fines del mismo mes, vio a Carlos V en Amberes, se aseguró de sus intenciones, y el 8 de octubre, en Lovaina, presidió un auto de fe solemne de los libros y de los escritos del excomulgado.
Así, desde enero hasta junio y luego hasta octubre de 1520, el círculo se iba cerrando alrededor de Lutero. En Leipzig, a principios de julio de 1519, Eck, procediendo por alusiones, empezaba a lanzar en el debate los nombres considerables de Wiclef y de Huss. En agosto, Emser se limitaba todavía a volver a tomar el mismo tema en su carta a Juan Zack: defendía hipócritamente a Lutero contra la acusación de hussitismo. Con la bula se habían acabado esos miramientos. Lutero no era ya un herético por semejanza: era herético en sí y por sí. Así lo quería Eck y lo declaraba Roma: ¿qué iba a ser de él?
Sin duda, el elector de Sajonia, Federico, le era favorable. Pero estos favores de los grandes ¡qué precarios son! Si el Emperador se lanzaba personalmente al debate; si movía todas sus fuerzas para hacer ejecutar la bula, ¿qué sería de Lutero? O más bien, porque él era valiente, ¿qué sería de su causa? Necesitaba apoyos. Algunos se lo ofrecían. Erasmo se ponía de su lado. Hutten trabajaba para él. Cerrando los ojos ante lo que lo separaba del sabio y del caballero, Lutero aceptó la ayuda que le aportaban.
Erasmo: él tan prudente, hace campaña en ese momento, hasta el punto de comprometerse, “para obtener de la Santa Sede, y en caso necesario imponerle, con toda la deferencia necesaria, la suspensión de la sentencia y, con respecto a Lutero, otro procedimiento”. Y escribe a León X, y a otros, cartas llenas de habilidad, y valientes también. ¿Para salvar a Lutero? Sin duda, pero ante todo, su propia esperanza en una reforma cristiana…[98]
Hutten no es menos activo. Asegura a Lutero la protección eventual de Franz von Sickingen. Luego, un poco embarazado al principio para ponerse en contacto directo con un cristiano tan íntegro en su fe, da el paso definitivo y el 4 de junio de 1520 dirige al monje una primera carta, divulgada en seguida por toda Alemania:[99] una carta cuyas dos primeras palabras eran: ¡Viva la Libertad! ¡Vivat Libertas! Lutero podía esperar tranquilo la bula Exsurge. Sabía que, aunque Federico lo abandonara, no sería entregado sin resistencia. Preciosa certidumbre; no le daba el valor de enfrentarse, valor que sacaba de sí mismo, sino la esperanza de que su grito no sería ahogado.
Era mucho. Y, sin embargo, no hay que reducir sólo a eso la acción de Hutten sobre Lutero. El terrible polemista dirige entonces contra Roma una campaña furibunda. En abril de 1520, en Maguncia, en la casa Scheffer, aparece, junto con otros diálogos, el famoso Vadiscus seu Trias Romana, seguido al poco tiempo de escritos violentos sobre el cisma, contra los romanistas, con la divisa repetida: La suerte está echada, Alea iacta est![100] Al publicarse la Bula, Hutten se apodera de ella. La imprime con comentarios mordaces que son toda una glosa antipapal; la divulga profusamente en Alemania.[101] “No es de Lutero de quien se trata, es de todos nosotros; el Papa no saca la espada contra uno solo, sino que nos ataca a todos. ¡Escuchadme, acordaos de que sois germanos!” Todo esto en latín. Pero en ese momento preciso, se percata de que hay que ensanchar el publico. Y al latín se mezcla el alemán en libelos rápidos, violentos, numerosos…[102]
Lutero los conoce. Lutero los lee. Lutero toma de ellos palabras, fórmulas, el alea iacta est que le sirve, el 10 de julio de 1520, en una carta a Spalatin, para notificar de manera definitiva su voluntad de romper con los romanistas: Nolo eis reconciliari… Alea iacta est! [103] Toma también de ellos esa preocupación de una libertad a la que pronto dará, en su hermoso y puro tratado de la Libertad Cristiana, un sentido nuevo. Finalmente, saca de ellos argumentos. No sin candor, en una carta del 24 de febrero de 1520, participa a Spalatin los sentimientos de indignación que experimenta, al leer en la reedición de Hutten la obra de Valla sobre la Donación de Constantino.[104] Y se deja ir; resbala poco a poco; los argumentos, los temas, las invectivas del nacionalismo alemán, antirromano, se le hacen familiares… Inspiran ya ciertas páginas de su rudo libelo contra el Papado de Roma, escrito en mayo, publicado en junio de 1520: primera llamada a los príncipes contra la roja prostituta de Babilonia: Du, rote Hur von Babilonien! Se encuentran con más nitidez en su respuesta violenta a un libelo de Prierias: en ella se ve, dirigida a los cristianos, una invitación famosa a lavarse las manos en la sangre de los curialistas. Sobre todo, en agosto de 1520, penetran y dan calor a ese Manifiesto a la nobleza cristiana de la nación alemana, que anuncia como una trompeta el agrupamiento de los germanos contra el enemigo público…
El Manifiesto, este Vadiscus de Lutero, visiblemente inspirado por el de Hutten, es un extraño documento para el historiador cuando, resistiendo a la seducción poderosa de esas páginas estremecidas de vida y de pasión, analiza, diseca y descompone.
Una carga a fondo contra Roma, el Papa, la Curia. Injurias, muy parecidas a las de un Crotus Rubianus y de sus amigos. La denuncia vehemente de los abusos de la Santa Sede. Una exhortación a la resistencia, a la rebeldía de una Alemania explotada por un papado expoliador. Contra un clero a menudo demasiado escandaloso, la llamada a los príncipes, a los nobles, a aquellos que tienen la fuerza y deben mantener las libertades cristianas, en caso necesario deponiendo al Pontífice infiel o culpable. Esto estaba hecho a la medida para contentar a Hutten y a los suyos.
Pero la afirmación de que todos los cristianos son, en realidad, del estado eclesiástico; que no hay entre ellos diferencias si no es de función; que todos son consagrados sacerdotes, obispos y Papa por el bautismo; que la ordenación no es un sacramento que confiera a los sacerdotes un carácter indeleble, sino simplemente una designación de empleo, revocable a voluntad por el poder civil: todo esto tenía que regocijar a los burgueses, tan orgullosos de su dignidad, tan impacientes de todo intermediario entre ellos y la divinidad.
Luego era la reivindicación, para todos los cristianos, del derecho a leer la Biblia, a alimentarse de la palabra de Dios, patrimonio común de los fieles. Eran declaraciones de un liberalismo absoluto sobre el derecho de cada uno a pensar y escribir según su sentimiento; ataques tan vivos como apremiantes contra la escolástica y sus representantes: cosas suficientes para reunir, en suma, a los hombres de estudio, a los humanistas, a los erasmizantes, incluso aunque algunas digresiones sobre la reforma de las universidades, algunos ataques injuriosos contra Aristóteles y el aristotelismo no les gustaran más que a medias…
Finalmente, venía el esbozo de un programa de reformas políticas, económicas y sociales, singular y, en fin de cuentas, más que inconsistente. Una improvisación de irresponsable, al parecer. Se encontraban en él, mezcladas, codeándose, la reivindicación del matrimonio para los sacerdotes; una declaración de guerra a las especias, que eran símbolos del lujo; una ofensiva violenta contra el alcoholismo y el desarreglo de la vida de los alemanes; un plan de asistencia y de lucha contra la mendicidad; declamaciones de campesino contra la usura, los usureros, el banco y los Fúcar: todo esto podía, debía conmover y agrupar a centenares y centenares de descontentos: unos, porque sufrían de los males que Lutero denunciaba; otros, porque hubieran querido encontrar o dar remedios a esos males.
Así, pues, nada tiene de extraño que este pequeño libro, escrito en alemán para uso de todo un pueblo, haya sido arrebatado de las librerías con una rapidez inaudita; que en seis días se vendieran cuatro mil ejemplares, cifra sin precedente. Se dirigía a todo el mundo; todo el mundo lo compró. Cuando vino a Alemania a publicar la bula, Aleandro pudo observar:[105] “Nueve décimas de Alemania gritan: ¡Viva Lutero! Y, aunque sin seguirle, el resto hace coro para gritar: ¡Muerte a Roma!”.