III. Credis, vel non credis?

¿Fue por efecto de un plan maquiavélico y sabiamente deducido? Sería temerario afirmarlo.[94] Sin duda, los que rodeaban a León X se conmovieron pronto con las noticias que llegaron, rápidas y alarmantes, de Wittemberg y de Maguncia. Pero enemistades, rencores, celos, desempeñaron en la tragedia un papel importante. Haber dejado a unos comparsas, desde el primer momento, manifestar una especie de voluntad premeditada, y en cierto modo apriorística, de excluir a Lutero del catolicismo, es sin duda una de las responsabilidades graves del papa Médicis en la génesis del cisma. Ya se trate del pedante vanidoso Mazzolini (Prierias), o del escarabajo pseudodiplomático Miltitz, el uno mostrando desde el principio la parcialidad romana, el otro dando al conflicto el aspecto, odioso a Lutero, de una intriga política. Incluso un cristiano de buena voluntad y de vida respetable, Tomás de Vio, cardenal de Gaeta (Cayetano), no estaba bien escogido. Dominico y tomista, no podía entender el lenguaje de un Lutero. Pero hubo algo más… Si esos hombres proclamaron tan prontamente la herejía, pidieron sanciones, yendo en seguida a lo peor, es que los diplomáticos y los calculadores que dirigían la Iglesia se habían hecho incapaces de comprender y de admitir el esfuerzo, incluso brutal, de un creyente apasionado para volver a encontrar en el fondo de su alma las fuentes profundas de la vida religiosa.

En la enseñanza de Lutero, en su predicación, vieron ante todo los “frutos” temporales, para repetir la frase que llena sus informes; un peligro político, que la actividad de hombres como Hutten les hacía inmediatamente sensible. Lutero era, en una Alemania frágil, un demoledor amenazante. ¿Iban a dejar que echara todo por tierra? ¿Cuál era ese todo? ¿Las bases de una piedad tradicional? ¿Una construcción dogmática? No, claro, sino las posiciones de la Santa Sede en el mundo germánico. Política en primer lugar. Que se aplastara a ese salvaje, sin perder un minuto; después se pensaría en discutir. Y así, en julio de 1518, Ghinucci y Prierias, jueces constituidos, citaban a Lutero en Roma. Así el Papa empujaba al “heresiarca” allí precisamente donde Hutten se esforzaba en llevarlo. Así la Iglesia, una vez más (pero esta vez resultaba un precio mayor que el de los escudos), tuvo que saldar los gastos de la gran política ítalo-europea de los Alejandro VI, de los Julio II y de los León X. Y si Maximiliano ayudó, era también política. Tenía que servir a la curia para que ésta, a cambio, aceptara la candidatura de Carlos al Imperio. El breve del 23 de agosto fue de una fría violencia.

Cayetano citaría al monje ante él, en Alemania. No discutiría. Le intimaría a retractarse. Si Lutero obedecía, se le recibiría en gracia. Si persistía, sería detenido para llevarlo a Roma. Si huía, se le excomulgaría y los príncipes tendrían que entregarlo al papa. Después de ver a Federico, Cayetano trató de remediar sus torpezas. A principios de octubre de 1518, tuvo con Lutero, que iba provisto de un salvoconducto, una entrevista sin resultado. O por lo menos, sin más resultado que empujar a Lutero a fijar, el 22 de octubre de 1518, en la puerta de la catedral de Augsburgo, su llamado al papa mejor informado. Y permitirle decir: Yo soy aquel a quien se golpea, pero a quien no se refuta…

Sin duda es fácil decir después: “¡Clarividencia! Roma había visto bien toda la malicia que recelaba la filosofía de los 95 artículos…”. Pero Lutero, en esa época, ¿buscaba la ruptura deliberadamente? ¿Consentía en el cisma de antemano? ¿Era el hombre de corazón ligero? La sonrisa es fácil, y la réplica: “Sí, sí… Lutero se hubiera sometido de buena gana. A condición de que Roma se hiciera luterana…". ¿Es esto verdad? Frente a la herejía, la Iglesia no siempre ha reaccionado con la violencia. Ha sabido, muchas veces, darle su parte al fuego. O mejor, absorber, a reserva de eliminar más tarde, después de una digestión total… A Lutero que decía: “Probadme que me equivoco”, ¿era prudente responderle sin más: “Obedece, o la muerte”?

¿Es preciso dar ejemplos? Cuando Cayetano vio a Lutero en Augsburgo, incriminó principalmente su interpretación de la doctrina de los “tesoros de la Iglesia, de donde el Papa saca sus indulgencias”. Esos tesoros, había escrito Lutero, no son ni suficientemente definidos ni bastante conocidos por el pueblo cristiano. Con una frase incisiva, precisaba que no comprendían riquezas materiales: éstas no las distribuyen los predicadores de indulgencia: las recolectan. Pero precisaba que el tesoro de la Iglesia no consiste en los méritos de Cristo y de los Santos. Todo esto reposaba sobre la noción profunda y personal de lo que llama entonces la teología de la Cruz; todo esto era fundamental para el monje. Cayetano rechazó toda discusión: cuestión decidida, sin apelación, por bula de Clemente VI. Pero, decía Lutero, esa bula me da la razón. Y Cayetano, cortando por lo sano: ¿Crees o no? Credis, vel non credis? Los que se extasían ante la simplicidad del procedimiento, deberían establecer que en 1518 no se podía discutir la cuestión sin excluirse a sí mismo de la comunión de los fieles.

Es cierto que Cayetano reprochaba algo más a Lutero: su doctrina de la justificación: neminen iustificari posse nisi per fidem. Cuestión capital, sin duda; pero, en definitiva, tal como la formulaba antes de la disputa de Leipzig y en el verano de 1518, la doctrina de Lutero ¿era herética sin vacilación ni escrúpulo alguno? Un historiador no está calificado para decirlo. Únicamente puede, debe, recordar un hecho.

La atención se ha fijado durante estos últimos años en la actividad doctrinal de un grupo de teólogos, algunos de los cuales llegaron, dentro de la Iglesia, a altas situaciones, y que, sobre la justificación, profesaron muy tarde (en pleno Concilio de Trento) opiniones muy próximas, para un profano, de las opiniones luteranas. Así, por ejemplo, ese Girolamo Seripando, general de los agustinos de 1539 a 1551, que recibió el capelo (1561) y desempeñó hasta su muerte (1563) las funciones de Cardenal-legado en el Concilio. Allí, con indignación de algunos (¡no eran agustinos!) expuso y defendió encarnizadamente ideas atrevidas, opuestas a las de los tomistas, próximas a las ideas luteranas. ¿Las había tomado de Lutero?

El canónigo Paquier, en el Dictionnaire de théologie catholique, se apresura a limpiar a Seripando de semejante sospecha. Poco nos importa. El hecho permanece. Un legado pontificio, un cardenal romano podía impunemente, cuarenta años después de la condenación de Lutero por la bula Exsurge, diecisiete años después de la muerte del herético, sostener en pleno concilio doctrinas tales, que Paquier se cree obligado a escribir: “La manera en extremo opuesta en que la Iglesia ha tratado a estas ideas y a estos hombres (Seripando, Lutero)[95] no debe escandalizar… En todas las épocas de la vida de la Iglesia, ciertas teorías que se tocaban han experimentado así tratamientos muy diferentes… La verdadera razón de esta diferencia… proviene de la doctrina misma… Seripando y los suyos siempre sostuvieron la responsabilidad del hombre para con Dios y la obligación de observar la moral. Lutero, por el contrario, negó fogosamente la libertad. Y para afirmar que, por sí sola, la fe neutraliza los pecados más reales, tiene textos de una macicez desconcertante.” Sí, pero esos textos ¿de qué fecha son? ¿Esas declaraciones de “una macicez desconcertante” son, pues, anteriores a la disputa de Leipzig? Recordemos las fechas, y que Lutero, cuando comparece en Augsburgo ante Cayetano, del 12 al 14 de octubre de 1518, cerca de un año antes de su torneo con Eck, ya ha sido declarado herético, sin más trámites, por sus jueces romanos; ya ha sido transmitida la orden a los jefes de los agustinos de Alemania de encarcelar a su cofrade pestilente; ya el breve del 23 de agosto de 1518 moviliza contra él a la Iglesia y al Estado…

Ahora bien, remitámonos al escrito en alemán, Unterricht auf etliche Artikel, que Lutero publicó en febrero de 1519, poco antes de la disputa de Leipzig.[96] Ideas reformadoras, sin duda. Un esfuerzo atrevido por depurar la teología de aquel tiempo. Pero, ya se trate del culto de los santos, a través de los cuales se debe invocar y honrar a Dios mismo (p. 70), o de las almas del Purgatorio que pueden ser socorridas por rezos y limosnas, aun cuando nada se sabe de las penas que sufren y de la manera en que Dios les aplica nuestros sufragios —weiss ich nit, und sag noch das das niemant genugsam weiss—; o ya sea cuestión de los mandamientos de la Iglesia: son, escribe Lutero, al Decálogo, lo que la paja es al oro, wie das Golt und edel Gesteyn über das Holtz und Stroo; ya venga a tratar, finalmente, de la Iglesia romana, a la que no se puede abandonar en consideración a San Pedro, a San Pablo, a centenares de mártires preciosos que la han honrado con su sangre, o incluso al poder papal que hay que respetar como todos los poderes establecidos, ya que todos provienen igualmente de Dios: nada había de todo esto que no hubieran dicho por su lado veinte, cuarenta teólogos o humanistas de ese tiempo, con tanta o a veces con más vivacidad y atrevimiento, sin que fuesen perseguidos, citados a la corte de Roma, reputados heréticos y denunciados de antemano a los poderes seculares…

Imaginemos a Lutero tal como lo hemos descrito, al hombre que no profesaba magistralmente ideas de teólogo, pero que vivía de su fe y se exaltaba y se encantaba con ella; hombre de sí o no. Credis vel non credis? ¡Qué rebelión interior! Sí o no, cuando se trataba de lo que le era más precioso que la vida, de esa certidumbre, de esa convicción profunda que se había hecho al precio de qué trances mortales, y ¿cómo? Únicamente meditando, sin descanso, la Palabra de Dios.

Y luego, cuando miraba a su alrededor… ¿Qué? ¿Era herético, de esos que se encarcela sin vacilación, que son arrastrados, con las cadenas en las manos, ante el juez, para oír pronunciar una sentencia hecha de antemano? Pero el Elector Federico de Sajonia ¿no era, pues, un hombre piadoso, un ferviente católico? Él, coleccionador demasiado devoto, todavía ayer, de indulgencias y de reliquias; él, cuya única ambición durante mucho tiempo había sido obtener del Papa la Rosa de Oro. Ahora bien, apoyaba a Lutero. Se negaba a entregarlo a Cayetano. ¿Lo consideraba entonces buen cristiano, incapaz de hacer daño?

Y los doctores, agustinos sin duda, pero dominicos también —tomistas con quienes Lutero se había! enfrentado, a finales de abril de 1518 en Heidelberg, para discutir—, habían podido permanecer en sus posiciones, negarse a seguirlo en sus deducciones; pero, por lo menos, ¿no es cierto que no habían huído de él como de un apestado? ¿La Universidad de Wittemberg expulsaba a Lutero? Staupitz, su maestro, su consejero paternal y bueno, ¿había roto con su protegido; reprobaba su acción, él que se mantenía a su lado ante Cayetano y se negaba a encarcelarlo? Y los jóvenes tan apasionadamente cristianos que venían a Lutero: un Bucer, seducido en Heidelberg; un Melanchton entusiasmado por la palabra ardiente del monje, ¿qué, eran todos heréticos?, ¿todos partidarios, sostenedores de un herético y seducidos por un criminal temible?

No. Erasmo tenía razón por una vez. Si Roma perseguía a Lutero con tanto apresuramiento apasionado, es que había tocado “la corona del Papa y el vientre de los monjes”. Y Hutten tenía razón también: Lutero era un alemán que, peligrosamente, alzándose en la puerta de Alemania, pretendía impedir su explotación fructuosa a los italianos. ¿Cómo Lutero, el impulsivo, el impresionable Lutero hubiera cerrado los ojos a esta evidencia?

Así Roma hacía todo lo posible para empujarlo, inclinarlo hacia el camino de los Hutten y de los Crotus Rubianus. Al clasificarlo sin apelación y casi sin debate entre esos heréticos criminales cuyas ideas hay que aplastar en embrión, lo expulsaba poco a poco fuera de esa unidad, de esa catolicidad en cuyo seno, sin embargo, con toda su evidente sinceridad, proclamaba querer vivir y morir. Aceptaba el cisma, le salía al paso. Cerraba, en el camino de Martín Lutero, la puerta pacífica, la puerta discreta de una reforma interior.

No nos preguntemos si Lutero hubiera pasado por ella, ni lo que hubiera sucedido si hubiera consentido. Tomemos nota únicamente de que, incluso si lo hubiera querido, incluso si lo hubiera podido en la Alemania de 1518, de todas maneras Lutero se hubiera visto impedido, por parte de Roma, de predicar sin brillo ni ruptura una “teología de la Cruz” opuesta a esa “teología de la suficiencia” contra la que no tenía bastantes sarcasmos para escarnecer. Y no subestimemos el poder real, la vitalidad prodigiosa de la Iglesia, su aptitud experimentada, durante veinte siglos, para volver a hacerse carne y sangre con alimentos a veces muy sospechosos. No sigamos a los que van diciendo: “¡Quimera! Puesto que el monje predicaba herejías”. Son ellos, paradójicamente, quienes parecen tener aquí una falta de confianza en su Iglesia. Hace todavía poco, en dos gruesos volúmenes, ¿no nos mostraba un erudito cómo un Papa había concedido a Alemania, para ayudar a su reconquista, la comunión bajo las dos especies, pero también cómo en muy poco tiempo los sucesores de ese mismo Papa habían anonadado todas las consecuencias de esa concesión? Permítasenos la expresión: no ha sido nunca estómago lo que le ha faltado a la Iglesia…

El destino, en todo caso, tenía sus ironías. Era la Iglesia romana, consagrada, entre todas, a hacer vivir, a mantener, por encima de los particularismos étnicos y de las divergencias nacionales, la solidaridad fraternal de los creyentes en una esperanza común; era la Iglesia “católica” la que se dedicaba, con una precipitación torpe, a apresurar la hora en que, por medio de un luteranismo que subordinaba, como se ha dicho, la universalidad del mensaje salvador al programa limitado de una institución nacional autónoma. En consecuencia, se obtendría para la historia el resultado siguiente: que habría reformas; pero La Reforma, no.