Los años de 1518 y 1519 son, en la historia de Alemania, dos años particularmente revueltos. El segundo se abre con un acontecimiento que el primero se había dedicado totalmente, en las cancillerías, a prever en sus consecuencias y a regular en su desarrollo: la desaparición de Maximiliano.
Desde hacía meses, desde que el 12 de junio se apagó el Weisskünig, los candidatos estaban en campaña. Francisco I compraba los votos de los electores. Pero Maximiliano, por cuenta de Carlos, los rescataba después con obstinación. Los Fúcar, entre bastidores, financiaban las subastas. Mientras tanto, Enrique VIII calculaba sus probabilidades. Y el protector de Lutero, el elector Federico, visto con buenos ojos por una diplomacia pontificia hostil tanto al Valois como al Habsburgo, esperaba su hora si tenía que llegar. Subía una fiebre que se hizo más fuerte cuando la muerte de Maximiliano planteó la cuestión, netamente, ante el colegio. Se citaba a tal elector que se vendió seis veces: tres a Carlos, tres a Francisco.
Pero la lucha no era sólo entre príncipes. Toda Alemania los seguía de cerca, con una pasión creciente. Y hábiles, audaces libelistas, actuando con fuerza sobre la opinión revuelta, mezclaban en una viva campaña, con las declamaciones contra el extranjero, contra el rey francés demasiado fuerte y demasiado autoritario, ataques apasionados contra Roma y el Papa. Así se manifestaba esa xenofobia cuyos motivos hemos indicado más arriba.
¡Libertad, libertad!, era la consigna de todos esos rebeldes. Era, para no citar más que a uno, la consigna del más elocuente de esos periodistas de antes del periódico; un hombre cuyo programa es muy difícil de definir, pero cuya acción sobre las masas resultaba impresionante: el extraño Ulrich de Hutten que P. Kalkoff, en sus recientes trabajos,[85] quisiera derribar de su pedestal de “héroe nacional alemán” y de activo promotor de la Reforma luterana, para reducirlo al papel de un caballero sin escrúpulos, atento únicamente a los intereses de los caballeros. Pero su talento queda fuera de duda; su prodigiosa actividad igualmente, la asombrosa fecundidad con que alimenta, por sí mismo y por medio de los que se agrupan alrededor de él, una campaña de prensa de una amplitud insólita; finalmente, el éxito que tanto contribuyó a lograr…
En el momento decisivo, cuando hubo que llegar al voto, tratados, convenciones, ventas en subasta, nada contó ya. Una gran ola de nacionalismo germánico sumergió todas esas miserables pequeñeces. Bajo la presión de una opinión conmovida, turbada hasta sus profundidades y que reunía en una extraña unanimidad a los burgueses, a los nobles y a los humanistas, Crotus Rubianos con Hutten y Franz de Sickingen, rey de los caballeros saqueadores, con Jacobo Fúcar el Rico, de Augsburgo; mientras que 12,000 infantes y 2,000 jinetes, listos a hacer frente al rey de Francia, se agolpaban espontáneamente a las puertas de Francfort; Carlos de Habsburgo, el 28 de junio de 1519, salía vencedor en la urna electoral.
Era el 28 de junio de 1519. Ahora bien, el 24, en Leipzig, en coches que escoltaban, siguiendo al joven duque Barnim de Pomerania, doscientos estudiantes de Wittemberg en armas, el Hermano Martín Lutero, su reciente y entusiasta amigo Melanchton, su émulo Carlstadt y el rector de Wittemberg habían hecho una entrada solemne. Venían, invitados por el duque Jorge, a encontrarse en la gran sala del palacio de Pleissenburgo, con un temible sostenedor de la ortodoxia romana: el teólogo de Ingolstadt, Juan Eck.
¿Debate de pedantes dispuestos, según los ritos medievales, a lanzarse ante notario silogismos pesados, citas improvisadas y textos asestados con un vigor de predicador popular? Si se quiere. Pero detrás de los bancos de Leipzig, atiborrados de auditores, estaba toda una Alemania todavía estremecida por la elección imperial y que escuchaba con avidez. Una Alemania que, cada vez más nítidamente, percibía en Lutero una fuerza de combate y de destrucción.
El 3 de abril de 1518, escribiendo a un amigo,[86] Hutten bromeaba: “¿Tal vez lo ignoras todavía? En Wittemberg, en Sajonia, una facción acaba de insurreccionarse contra la autoridad del Soberano Pontífice; otra toma la defensa de las indulgencias papales… Monjes dirigen los dos campos de batalla; esos generales impávidos, vehementes, ardientes y gallardos, aúllan, vociferan, vierten lágrimas, acusan a la fortuna; incluso he aquí que se ponen a escribir y recurren a los libreros; se venden proposiciones, corolarios, conclusiones, artículos asesinos… Espero que se administren recíprocamente la muerte… Porque deseo que nuestros enemigos se dividan lo más radicalmente y se aplasten lo más obstinadamente posible”.
El 3 de abril de 1518… Pero el 26 de octubre de 1519, Hutten ya no bromeaba. Consideraba la posibilidad de recibir a Lutero en confidencia de sus proyectos.[87] ¿Cuáles? Es difícil decirlo con precisión. Lo que es seguro es que su punta iba dirigida contra Roma, la grande, la vieja y capital enemiga de Hutten y de sus amigos. Odio de humanista que oponía de buena gana a la Roma pagana, tan gloriosa, la Roma mercantil y rapaz de los Pontífices. La frase es de Crotus Rubianus, el amigo de Hutten, el que le había empujado, siendo joven, a huir de la abadía de Fulda, el que más tarde le había introducido en el círculo de los humanistas, el que de 1515 a 1517 colaboró con el caballero en la redacción de las famosas Epístolas de los hombres oscuros. “En Roma —escribirá al propio Lutero—,[88] he visto dos cosas: los monumentos de los antiguos y la cátedra de pestilencia. El primer espectáculo, ¡qué alegría! El segundo, ¡qué vergüenza!”. Odio de envidioso también, de caballero saqueador que, portavoz de los hombres de su clase, de un Franz de Sickingen, maestro y símbolo de la Raubrittertum,[89] lanza miradas relampagueantes a los bienes de la Iglesia, odia a los monjes y a los sacerdotes, habla de cortarles las orejas y sopla sobre todos los fuegos para que venga el incendio pase lo que pase. Odio de alemán finalmente, y sobre todo, contra los italianos ávidos y famélicos que describe Crotus Rubianus: cardenales, protonotarios, obispos, legados, prebostes, juristas, como otros tantos rapaces famélicos en busca de cadáveres podridos.[90]
¡Fuera de Alemania esos voraces, el papa florentino con sus dedos ganchudos de banquero, sus secuaces, sus legados, sus nuncios! “Alemania quiere ser libre y dueña en su tierra…” ¡Basta de esas amenazas, basta de esos chantajes que en el momento de Worms un Julio de Médicis volverá a editar, en sus instrucciones al legado Aleandro:[91] ¡que Alemania no replique! La Santa Sede le dio antaño el Imperio. Se lo dejará, si los alemanes perseveran en su devoción y su fidelidad hacia la Santa Sede; si no… En este punto, el mismo Aleandro se asombrará de oír a Chievres hablarle con afectación no del Papa, sino de “su Papa”, de él que es legado e italiano.[92] Y esto explica las cartas de Crotus Rubianus a Lutero, su odio, su desprecio por el Pontífice de tiara cinco veces coronada, rey de teatro fastuoso que en las grandes fiestas se adelanta con su pompa, su lujo y sus tesoros: pero al final de la procesión, lastimosamente, en una retaguardia de mozas y de “guapos”, viene la Eucaristía, sobre un asno…[93]
Todo esto, con destreza, con perseverancia, se lo insinúan a Lutero, se lo apuntan en todos los tonos. ¡Qué bien lo conocen! ¡Con qué diabólica habilidad le dice Crotus Rubianus una de las cosas que más deben sacar de quicio a este controversista rabioso!: está condenado de antemano, haga lo que haga, diga lo que diga… ¡Qué cómico resulta, con sus argumentos! Pero aunque se apoyara en un ejército de Santos Pablos, dejaría a Roma plácida y despreciativa. ¡No! para vencer necesita algo más que razones: ¡hombres, la Germania! Ya vuelve hacia él sus ojos, ya lo espera; que la escuche: “En cuanto a mí, Martín, acostumbro a menudo a llamarte Padre de la Patria. Y eres digno de que te erijan una estatua de oro, digno de que te consagren una fiesta diaria, tú que has osado el primero hacerte el vengador de un pueblo alimentado de criminales errores”.
Cartas así se cruzan en esos meses trepidantes: de Hutten a Melanchton y luego al mismo Lutero; de Crotus Rubianus a Hutten y a Lutero; del caballero Silvestre de Schaumburgo a Lutero; pero ¿se hace observar siempre suficientemente su sentido y su alcance?
Lutero es por todos conceptos de su raza y de su país. Es radicalmente un alemán, por su manera de pensar, de sentir y de actuar. Ya se ha dicho. Incluso a veces se ha dicho demasiado. Con todo, habría que recordar que en el convento no era en los alemanes, sino en los cristianos, en quien pensaba. Cuando, habiendo comprendido su certidumbre, emprendió la comunicación de su secreto, se dirigió a todos los hombres, no a sus hermanos de raza o de lengua.
Los erasmistas lo comprendieron así, ellos que fueron los primeros que se estremecieron ante su palabra. Su horizonte no estaba limitado a las fronteras de un Estado. ¿No reconocían por maestro a un hombre cuya nacionalidad era difícil de definir? La gente de Rotterdam estaba orgullosa de su nacimiento en esa ciudad. ¿Pero en qué ese genio verdaderamente universal les pertenecía a ellos más bien que a los basilenses, a los parisienses o a los amberinos? La patria de Erasmo se llamaba la cristiandad sabia. Para ella trabajaba, pensaba, publicaba sus grandes ediciones y sus doctos tratados. Y en lo que soñaba no era en una reforma de la Iglesia fragmentada, encerrada en los límites estrechos de tal o cual país: sino en una renovación, en un ensanchamiento total del cristianismo. Tan libre y tan vasto que, sintiéndose estrecho en el inmenso dominio definido por los Apóstoles, los Padres y los Doctores, Erasmo, para poner en armonía su religión con los apetitos de sus contemporáneos, recurría además al magnífico tesoro del pensamiento antiguo.
Cómo debía gozar no en su vanidad sino en su sentido y su amor de la unidad, cuando recibía de todas partes, de todos los países a la vez, latinos o germánicos, anglosajones o eslavos, de Polonia y de España, de Inglaterra y de Francia, de Alemania y de Italia, esos testimonios no sólo de admiración, sino de asentimiento a sus ideas y, más todavía, esas especies de boletines de victoria triunfantes del Renacimiento y del espíritu nuevo que, a menudo, se encuentran entre su correspondencia. Cuando por todas partes se desarrollaban nacionalidades ardientes y vivaces; cuando declinaban los poderes supranacionales de una Edad Media que se borraba; cuando un observador sagaz podía ya darse cuenta de que, siendo los hechos religiosos secuencia de los políticos, el espíritu de nacionalidad empezaba a amenazar en el dominio de las creencias el espíritu de unidad cristiana, ¿no se levantaba una magnífica esperanza? Por el Renacimiento, por la formación y difusión de un espíritu hecho de razón humana y alimentado de cultura antigua, ¿iba a verse acaso florecer de nuevo esa unidad de civilización espiritual y moral que los hombres del siglo XVI habían concebido como su ideal, y que los humanistas del XVI realizarían con más amplitud, más libertad y sabiduría profunda?
Por instinto, los humanistas, todos aquellos cuyo impulso, cuya fe, cuya actividad cándida y entusiasta podían alentar y sostener en Erasmo un sueño como ése, cuando enrolaban a Lutero, sin pedirle explicaciones sobre sus pensamientos secretos, en ese fraternal y glorioso ejército que, de uno a otro extremo de la cristiandad, seguía el pendón de Erasmo, lo sacaban, a él también, fuera de su país, fuera de su pequeña patria, al gran sol que lucía por el vasto mundo para todos los discípulos del Cristo redentor. Le mostraban un camino: el mismo que ellos recorrían, cada uno según sus fuerzas, detrás de su jefe común. Un camino rudo, difícil de seguir a pesar de ser el camino real del cristianismo. Acampada en su centro, Roma lo vigilaba celosamente. Pero llevaba a una Reforma universal, a la Reforma no de tal o cual provincia de la Iglesia sino de la cristiandad en el pleno sentido de la palabra.
Ahora bien, un Ulrich de Hutten por el contrario, un Crotus Rubianus y tantos anónimos detrás de estos jefes prestigiosos, era un camino muy diferente el que indicaban con el dedo a Lutero. Lo que les interesa no es la religión, ni la civilización cristianas: es la Iglesia de Alemania. Las relaciones de Alemania con el Papado: políticas, económicas, tanto o más que religiosas… Ego te, Martine, saepe Patrem Patriae soleo appellare: fórmula gloriosa. ¡Cuántas seducciones, cuántos prestigios en ella! En realidad, los huttenistas, cuando saludaban con esas sonoras palabras al monje rebelde de Wittemberg, al semivencido del torneo de Leipzig, incriminado por Eck de husitismo con gran aplauso de los propios husitas; cuando se esforzaban por hacerlo entrar así por el camino más estrecho y, en apariencia, más fácil del nacionalismo, ¡cómo le invitaban a reducir sus ambiciones y sus designios! Levantaban delante de Lutero una gran tentación. “Sé alemán. Piensa en Alemania. Realiza tu obra aquí, para nosotros, en este mismo lugar. ¿Partidarios? Abre los ojos; ve a todos esos burgueses de las ciudades que esperan; a todos esos campesinos que alimentan sordas rebeldías; a todos esos nobles listos a socorrerte. ¿Por qué buscar más lejos? No tienes más que querer. No tienes más que hacer un gesto. La obra se cumplirá”.
Ahora bien, Hutten encontró ante Lutero un auxiliar imprevisto: la Santa Sede. Porque, fuera o no realizable en el estado de hecho en que se encontraban entonces Europa y la Iglesia, una reforma interior del cristianismo no podía, al menos, ser intentada sino por un hombre que hubiera permanecido en la Iglesia y que actuara desde dentro y con prudencia. Esto lo sabía Erasmo. Lutero, menos claramente. Y Roma, apresurándose, pronto le abocó al cisma…