Inicialmente y, por ejemplo, en 1517, ¿qué quería Martín Lutero? Pregunta mal planteada. El agustino no tenía formado ningún plan. Los acontecimientos, y no su voluntad calculadora y reflexiva, le inducían, cada vez más, a seguir adelante, a manifestarse, a revelar su fe. Pero es cierto también que ansiaba comunicar a los hombres, sin distinción de clases ni de nacionalidades, un poco de la fiebre sagrada que le devoraba; es cierto que intentaba transmitirles lo que pudiera, lo más que pudiera, de ese sentimiento patético, de esa sinceridad indiferente a todo cálculo, de esa impetuosidad como embriagada, con lo cual experimentaba en el fondo de su conciencia la santidad absoluta de Dios, la omnipotencia sin límites de su voluntad, la libertad sin medida de su misericordia…
Por este solo hecho, se encontraba colaborando en una reforma religiosa tomada desde dentro y no desde fuera. Sin duda alguna no pensaba poner remedio a los abusos exteriores y formales de una iglesia; o, más bien, no pensaba en ello más que accesoriamente; era a sus ojos una tarea secundaria, que se cumpliría por sí misma cuando la meta estuviera alcanzada. Y la meta era transformar el corazón, las disposiciones íntimas, la actitud hacia Dios de los fieles privados de guía, o más bien extraviados por guías peligrosos.
Ahora bien, en una reforma de este género, en toda la Europa cristiana, un numeroso grupo de hombres, instruidos y de buena voluntad, soñaban desde hacía años. Hoy los llamamos humanistas y formulamos en su nombre, retrospectivamente, lo que nos complacemos en considerar como su programa común. No sin complacencia, evidentemente, ni cierta actitud preconcebida de simplificación. No es menos cierto que, bien vistas las cosas, volver a encontrar bajo la vegetación parásita de los siglos la ordenación de la “iglesia primitiva”; de una doctrina complicada sin medida, eliminar todo lo que no estuviera expresamente contenido en los Libros Santos; bautizar “invenciones humanas” todo lo que se proscribía así y liberar de la obligación de creer en ello a los cristianos sometidos únicamente a la Ley de Dios, eran tendencias bastante extendidas entre los sabios y los letrados de ese tiempo.
Hombres alimentados, además, de griego y de latín, admiradores de los grandes antiguos cuyas obras restauraban y vulgarizaban la filología naciente y la imprenta. A esos maestros de un pensamiento independiente del pensamiento cristiano no les pedían únicamente lecciones de buen decir o satisfacciones propiamente literarias; no utilizaban sus obras a la manera de los arquitectos, que transformaban los edificios antiguos en minas de motivos decorativos que colocar sobre construcciones de estilo medieval. Asimilaban sus ideas; recogían su inspiración ampliamente humana; bebían en ellos los principios de una moral altruista, independiente del dogma: tesoro con el cual pretendían ciertamente enriquecer y adornar un cristianismo que ellos soñaban humanizado, ensanchado y como flexibilizado por esa incomparable aportación. Un hombre, en la Europa de ese tiempo, encarnaba poderosamente estas tendencias; un hombre reconocido, reverenciado como un maestro por los franceses tanto como por los ingleses, por los alemanes, los flamencos, los polacos, los españoles, los italianos incluso; el autor de una obra latina de lengua, universal de espíritu, sabia y práctica a la vez: Erasmo.
¿Un tribuno? ¿Un conductor de hombres? Era demasiado fino, demasiado medido y razonable para poder ejercer, fuera de los medios cultivados donde se conocía el valor de su vasta ciencia y de su ironía sutil, la influencia de un jefe de ofensiva pronto a dar el asalto. Y además, ¿un asalto desde fuera, brutal, directo, violento? Conociendo a los hombres y el tablero complicado de una Europa en gestación, ¿cómo hubiera podido creer en el éxito final de semejante aventura? Esa Europa él la había recorrido.[71] Había residido, sucesivamente, en sus grandes capitales. Había tenido audiencias no sólo con sus sabios, sino con sus amos verdaderos: los grandes, los políticos. Sabía, particularmente, lo que era la Iglesia romana con sus resortes robustos y escondidos, su poder diplomático sobre los soberanos, sus recursos materiales y morales infinitos. No había el peligro de que subestimara su poder. Y se daba cuenta de que, para cambiar como lo deseaba —pero a su manera, que no era la de un Lutero— las bases tradicionales de la vida cristiana; sentía con fuerza que, para hacer triunfar esa Filosofía de Cristo, esa religión del espíritu que exponía y predicaba con una convicción de la que no hay que dudar, y un ardor que no estaba exento de peligros —la condición previa, absolutamente necesaria, era permanecer en el seno de la Iglesia, minarla desde dentro con continuidad pero sin brutalidad ni estruendo y no separarse nunca o dejarse expulsar de ella por una ruptura violenta, que además repugnaba a sus sentimientos tanto como a su espíritu.
Ahora bien, cuando aparecieron los primeros escritos de Lutero, cuando su nombre voló de boca en boca a través de toda Europa, fueron los hombres de estudio, en primer lugar, quienes se sintieron emocionados. Los humanistas se estremecieron cuando el agustino opuso a la doctrina adulterada de los predicadores de indulgencias sus 95 tesis estentóreas; se disputaron las protestas, las exhortaciones de Lutero cuando el propio editor de Erasmo, Froben, hizo de ellas en Basilea una recopilación que tuvo que reeditar en febrero, y luego en agosto de 1519; e inmediatamente, no sin ingenuidad, hicieron del monje una especie de segundo, de auxiliar de Erasmo.
He aquí, tomado al azar, un personaje sin relieve, Lamberto Hollonius de Lieja. El 5 de diciembre de 1518, después de una lectura de Lutero, escribe a Erasmo una carta entusiasta e ingenua.[72] Cuántos otros como él, hombres de buena voluntad, precipitados a juzgar sobre las apariencias, comprueban también que el agustino los hace más libres con respecto a las observancias: mentem reddidit liberiorem, antea caeremoniarum observatiunculis frigidissimis servientem, y sin profundizar más en sus sentimientos, enrolan oficialmente al liberador bajo la bandera del humanista: o nos beatos, quibus contigit hoc saeculo vivere, quo indice, duce ac perfectore te, et literae et Christianismus verus renascuntur. Citamos este testimonio precisamente por la mediocridad misma de su autor. Y ese hombre cometía un grave error de diagnóstico. Lo cual era natural, y casi inevitable.
Hollonius y sus contemporáneos, no lo olvidemos, ignoraban los verdaderos sentimientos de Lutero hacia Erasmo que, sin embargo, eran tan tajantes y claros desde el principio. Ignoraban esa carta que uno de los protectores más eficaces de Lutero, Spalatin, capellán del elector Federico de Sajonia, escribía a Erasmo el 11 de diciembre de 1516, de parte de un Lutero todavía absolutamente desconocido. Spalatin ni siquiera citaba el nombre del monje. Llamaba a Lutero “un sacerdote, de la orden de los agustinos, tan notable por la santidad de su vida como por su rango de teólogo”.[73] Pero presentaba a Erasmo, de parte de ese desconocido que le era querido, cierto número de objeciones diversas, todas de espíritu ya profundamente luterano.[74] Del mismo modo, nosotros conocemos, pero los hombres de 1518 la ignoraban, la carta de Lutero a Spalatin del 19 de octubre de 1516, en la cual, un año antes del anuncio de las tesis, el “sacerdote agustino”, remontándose a una de las fuentes de su oposición de principio a Erasmo, escribía esta frase que más tarde debería volver a transcribir muchas veces, bajo una forma cada vez más violenta: “Para mí, mi disentimiento con Erasmo proviene de esto: cuando se trata de interpretar las escrituras, prefiero Agustín sobre Jerónimo en la medida exacta en que Erasmo prefiere a Jerónimo sobre Agustín”.[75]
Juicio impresionante en su precocidad. Se piensa ya en todos los textos ulteriores en los que se explayará este doble odio, tan significativo; se piensa, por no citar otra cosa, en estas frases de 1533, casi yuxtapuestas en la recopilación de Cordatus:[76] “Odio a Erasmo desde el fondo del corazón”, y “No hay autor a quien odie tanto como a Jerónimo: inter scriptores, nullum aeque odi ut Hieronimum”. San Jerónimo, el santo patrón de los humanistas, que cien cuadros y cien grabados de ese tiempo nos muestran, con su buena silueta de viejo sabio cándido, sentado a su mesa delante de gruesos libros, mientras un león plácido dormita a sus pies y en el muro cuelga, pintorescamente, un amplio capelo cardenalicio. Pero ¿para qué sirven estos textos de 1533?
El 1° de marzo de 1517, Lutero escribía a su amigo Lang: “Leo a nuestro Erasmo, pero día a día siento disminuir mi gusto por él”.[77] Y, precisando su pensamiento, el monje confesaba que temía que el humanista “no se hiciese bastante ardientemente campeón de Cristo y de la gracia divina”. Con desdén y clarividencia, expresaba sobre sus doctrinas teológicas este firme juicio: “En estas materias, Erasmo es mucho más ignorante que Lefèvre d’Etaples. Lo que es del hombre prevalece, en él, sobre lo que es de Dios”. Todos estos textos, tan decisivos, tan nítidos, los hombres de ese tiempo no los conocían. Ni siquiera podían adivinar su existencia.
¿Cómo hubieran podido hacerlo? El hombre a quien atacaba, ya en 1516, un monje desconocido, con tan sorprendente libertad y, cuando estaba en juego su fe, con tan poca consideración hacia las superioridades humanas y las autoridades reconocidas, era el prodigioso genio que celebraban, en el Universo entero, todos los que pensaban y escribían. Era el humanista de 51 años ya, en plena posesión de su maestría intelectual, y que, al precio de un esfuerzo verdaderamente sobrehumano, llevando a cabo en ocho meses la labor de seis años, acababa de publicar en la casa Forben, uno tras otro, los diez enormes volúmenes de su San Jerónimo (1° de abril a 26 de agosto, 1516); era el exégeta glorioso que, en febrero de 1516, había lanzado su Nuevo Testamento, texto griego, traducción latina según el original, independiente de la Vulgata; era el rey del espíritu, cuyas felices audacias y méritos inauditos celebraban sin medida los reyes de la tierra, los príncipes, los grandes, los prelados, los sabios, en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en todas partes: aquel que en Basilea, en su cátedra de la Catedral, comentaba a Capiton como lo hubiera hecho con un padre de la Iglesia; aquel a quien, después de un verdadero peregrinaje a su casa, un simple cura de Glaris, un desconocido, Ulrich Zwingli, saludaba el 29 de abril de 1516 con una carta conmovedora, llena de gratitud y de humilde admiración.[78] ¿Cómo, pues, hubieran sospechado sus contemporáneos que Lutero fuera un despreciador del héroe intelectual que era Erasmo? ¿Cómo hubieran vacilado en enrolarlo en el gran ejército de los humanistas y de los fervientes del pensamiento antiguo?
Erraban, sin duda. Pero toda una posteridad se ha equivocado con ellos. Todavía en 1907, al principio de un trabajo lleno por otra parte de finura y de perspicacia,[79] un André Meyer exponía que los proyectos religiosos de Lutero “le acercaban al gran humanista”; que también a él, como a Erasmo, “la decadencia de la Iglesia le hacía a menudo verter lágrimas; que sufría de ver al pobre pueblo de Alemania oprimido y engañado por un clero ávido”. El humilde monje, escribía también, “había llegado a las mismas conclusiones que el gran teólogo de Rotterdam; había que poner un freno a los abusos del papismo y volver a llevar la fe a la pureza de los tiempos evangélicos”. De donde esta continuación lógica: “Estaba en la naturaleza de las cosas que Lutero pensara desde muy pronto en acercarse a Erasmo, a pesar de algunas divergencias que podían existir entre sus ideas”.
Todas estas líneas son otras tantas verdades a la medida de 1900; otros tantos errores o inexactitudes a la medida de 1927. Pero si transcribimos este pasaje no es para reanudar una crítica que todo este libro, de punta a punta, formula; no es para alzar, frente a estas afirmaciones, el categórico, el irreconciliable Du bist nicht fromm! que ya Lutero ha formulado en su corazón leyendo a Erasmo; es porque este texto del siglo XX nos ayuda muy bien, retrospectivamente, a comprender un hecho muy grave del XVI: el nacimiento y la elaboración, entre 1516 y 1520, de un malentendimiento o, si se quiere, de un equívoco entre Lutero y los erasmistas.
Sin detenerse en lo que había de personal, de original y de revolucionario en una teología que pretendía cambiar toda la concepción de las relaciones del hombre con Dios y, a manera de consecuencia, toda la noción de la piedad, de la vida cristiana y de la práctica moral, éstos se atenían a las analogías groseramente visibles que emparientan a las ideas erasmianas las ideas luteranas vistas desde fuera. Vuelta a las fuentes puras de la religión, o más bien a su fuente única, el Evangelio traducido en lengua vulgar y puesto entre las manos de los fieles, sin distinción nefasta entre la casta sacerdotal y la masa de los creyentes; supresión de “abusos” que no se tomaba el trabajo de definir exactamente en sus causas y en sus orígenes; sobre fórmulas tan de brocha gorda, ¿no podía ponerse de acuerdo todo el mundo? Que hubiera, de hombre a hombre, variantes, era cosa posible y hasta probable. Pero el fondo del programa reformador ¿no era el mismo para Erasmo y para aquellos que eran clasificados entre sus defensores? Nadie, en 1518, hubiera dejado de aceptar así la fórmula de A. Meyer en 1907: estaba en la naturaleza de las cosas que un Lutero se uniera a un Erasmo “a pesar de algunas divergencias que podían existir entre sus ideas”.
¿Y el propio Erasmo? A pesar de su finura, de su tacto psicológico tan sutil, no percibió claramente en el primer momento todo lo que oponía, en Lutero y en él, a los representantes de dos estados de espíritu irreductibles. Esto no debe sorprendernos. También en este caso, los dos hombres no estaban en igualdad de condiciones. Lutero lo tenía todo para conocer y juzgar a Erasmo: toda su obra, tan vasta ya e inconclusa. Para conocer a Lutero, Erasmo no tenía nada todavía, o casi nada. Así se explica que haya pensado, al principio, en utilizar a Lutero, su ardor, su talento, para el éxito de la causa que le era cara: la difusión y el progreso de su Filosofía de Cristo.[80]
En 1504, había publicado por primera vez un tratado destinado a instruir a aquellos que “hacían consistir la religión en ceremonias y en observancias judaicas de cosas materiales, descuidando la verdadera piedad”. Era el Enchiridion militis christiani, libro audaz que contenía en sustancia todo el programa de las reformas anheladas por Erasmo.[81] En 1504 no había obtenido, al parecer, buen éxito; pero había sido reeditado. En 1515, había encontrado, en Alemania principalmente, lectores entusiastas. En el verano de 1518, Erasmo encargó a Froben de publicarlo nuevamente y compuso para esa reedición un largo prefacio dedicado a un abate alsaciano, Paul Volz. Era un manifiesto.[82] Con prudencia, como era su costumbre, pero con decisión, Erasmo llevaba a cabo en él una operación muy hábil. Cubría a Lutero, al mismo tiempo, de su autoridad y de su moderación. Tenía buen cuidado de no nombrar al fogoso agustino; pero en un pasaje lleno de alusiones, se instituía abogado de una libertad de crítica que reivindicaba para él y, visiblemente, para Lutero. “Del mismo modo, he aquí alguien que nos advierte: más vale fiarse a buenas acciones que a las gracias otorgadas por el papa. ¿Quiere decir que condena absolutamente estas gracias? No, sino que prefiere a ellas las vías que la enseñanza de Cristo indica como más ciertas”. Traducción bastante libre de las opiniones de Lutero; pero la maniobra estaba llena de habilidad.[83] “Este hombre es de los míos”, parecía decir el humanista designando al monje. “Es un exaltado, sin duda; pero escuchen: voy a presentarles, a mi modo, sus quejas y sus objeciones; cuando hable por mi boca, todos diréis a una: tiene razón. Por lo demás, sus críticas son prefacio de un programa completo de reforma y de renovación. Este programa yo lo presenté a la cristiandad desde 1504. Se lo presento de nuevo, en 1518, en esta edición corregida y revisada del Enchiridion”. Táctica hábil, inteligente y ágil. Muestra hasta la evidencia que en 1518 Erasmo conocía todavía muy mal a Lutero.
Además, ¿quién hubiera podido señalarle su error? Un solo hombre, Lutero, haciendo públicas unas quejas que no había confiado más que a amigos escogidos, en cartas privadas. Pero esta revelación brutal, a pesar de ser muy propia de su temperamento, Lutero por cien razones no podía hacerla. Hubiera sido la ruptura. Pero Lutero no podía romper con Erasmo. Si estuviera solo no hubiera vacilado en hacerlo. Pero no estaba, ya no estaba solo. Le rodeaban hombres, amigos, partidarios, devotos de él pero devotos de Erasmo, incapaces de lanzar el anatema sobre uno de ellos para permanecer fieles al otro. Le rodeaban hombres que pesaban sobre él, que le empujaban suavemente a hacer el gesto necesario, el que cumplió el 28 de marzo de 1519 cuando redactó, dirigida a Erasmo, una carta, la primera, llena de humildad y de sumisión exterior, muy orgullosa en el fondo y muy brutal:[84] una intimación; ¿conmigo o contra mí?
Pero Erasmo tampoco era libre. No era libre de decir, sino de ver, que Lutero no era uno de sus defensores; no era libre de denunciar las faltas que le veía cometer: enormes, sin embargo, desde su punto de vista. Es que en seguida, con su olfato grosero, sus enemigos habían anudado un lazo directo entre él y Lutero. Lutero era un partidario; tal vez, quién sabe, una pantalla de Erasmo. El humanista había debido comprender que, con esto, toda condenación de Lutero sería condenación de sí mismo; un golpe mortal para la causa misma de la reforma humanista, para su causa… Era preciso, a cualquier precio, impedir que los monjes airados rechazaran a Lutero como herético. Había que proteger a Lutero a cualquier precio, interceder en su favor ante los príncipes, los prelados, los espíritus superiores; hacer la opinión y hacerla intangible. Finalmente, a cualquier precio, había que pesar sobre Lutero, obtener de él que fuera prudente sin dejarse arrastrar a lo irreparable. Tarea enorme. Erasmo se puso a ella virilmente, hábilmente.
Así se estableció entre dos hombres provistos de viáticos tomados, los de uno, de la antigüedad pagana en la que Erasmo se alimentaba con delicia, y que le ayudaba sin duda a comprender a Jesús; los del otro de la doctrina pauliana y de la tradición agustiniana, así se estableció —entre Lutero, única y apasionadamente cristiano, y Erasmo, adepto infinitamente inteligente de una Filosofía de Cristo toda saturada de sabiduría humana— una especie de compromiso que permitía la acción. Así, en la opinión de los letrados, nació ese prejuicio tan fuerte que todavía vive: ¿Lutero?, el hijo espiritual y el émulo de Erasmo, el realizador de sus veleidades reformadoras.
Un equívoco. Un primer equívoco. Pronto hubo otros, y más graves.