Demasiado ocupado en escrutar su conciencia y en buscar su paz; muy absorbido además, y por añadidura, sobre todo en 1516, por mil preocupaciones que le creaban sus funciones, Lutero, antes de 1517, no había tenido ocasión de analizar mucho, ni siquiera de verlo sencillamente manifestarse, su talento personal. ¿Podía hablarse además de tal temperamento, cuando el agustino dócil y sumiso no había hecho todavía su descubrimiento?
Lo que los teólogos llaman su sistema no es en efecto una construcción ideológica, un conjunto de conceptos exterior al hombre vivo que siente y que quiere. Su sistema es, para Lutero, la razón de vivir, de creer y de esperar. Una fuerza. La verdad sobre la vida cristiana, sus objetivos, sus modalidades y su espíritu.
La verdad: el hombre que anuncia sus tesis en 1517 en la puerta de la Schloss-Kirche de Wittemberg, ese hombre sabe que la posee. O más exactamente, siente que está en él. Ciertamente, para formular todos sus aspectos, le falta todavía definir muchas relaciones de ideas, soldar muchos eslabones lógicos. Los teólogos nos enseñan por qué etapas pasará su encuesta sobre las indulgencias para desembocar en la constitución de una teoría completa de la penitencia. Que tiene todavía que seguir buscando, Lutero lo sabe y lo dice. Sabe también, aunque no lo diga expresamente, sabe por instinto que en el fondo no se equivoca. ¿Y cómo podría equivocarse? Enseña lo que cree. Y lo que cree, es Dios quien se lo ha revelado. Esto lo proclama de principio a fin su carta del 11 de octubre de 1517 a Alberto de Maguncia. Es la carta de un hombre que tiene a Dios de su parte, en él…
Orgullo es la palabra que emplea Denifle. Pero la psicología del subarchivero del Vaticano es, ella también, un poco tirolesa. Orgullo: ¡cuántos orgullosos habría entonces en la historia religiosa; cuántos orgullosos entre los místicos más humildes! Hay que entenderse. Lutero no tiene el orgullo de su inteligencia. No piensa con complacencia en la fuerza, en el vigor, en el inestimable poder de su pensamiento. Si pensara en ello, sería para desconfiar; para defenderse de todo orgullo intelectual, condenarlo como obra del demonio, lanzar sobre él el anatema que, desde 1517, destina a Erasmo, encarnación tan perfecta del siglo que quiere comprender.
Lutero tiene el sentimiento de adherir a su Dios. Tan fuertemente, y con tal impulso, con tal ardor, que cuando habla a los hombres es, por decirlo así, desde el seno mismo de su Dios. De un Dios que lo dirige, entre las manos del cual se deja ir dócilmente; lo cual, al principio por lo menos, le permite conciliar dos sentimientos opuestos: uno, que su doctrina está inacabada; el otro, que es, incontestablemente, de inspiración divina. Escribe con todas sus letras en su Comentario de 1516: “Aquellos que son conducidos por el espíritu de Dios son flexibles de sentido y de opinión y llevados milagrosamente por la diestra de Dios precisamente allí adonde no quieren ir…”. Poco a poco, por lo demás, esta doctrina se irá endureciendo y fijando. El 5 de marzo de 1522, en su carta famosa al Elector de Sajonia, Lutero proclama: “Vuestra Gracia Electoral lo sabe o, si no lo sabe, que se deje persuadir aquí: el Evangelio no es de los hombres, sino únicamente del cielo, por intermedio de Nuestro Señor Jesucristo, de quien lo he recibido”. Y reivindicará el derecho a glorificarse con el título de Criado de Cristo y de Evangelista. Término natural de una evolución fatal, cuyos comienzos hemos señalado antes; un texto de 1530 nos explica las razones de su final. “¿Dónde está —dice Lutero—[68] el herético que diga, que ose decir: ‘He aquí mi doctrina’? Es preciso que todos digan: ‘No es mi doctrina lo que predico; es la palabra de Dios…’. Es preciso”. Lutero, cuando escribe esto, lo sabe mejor que nadie.
A un hombre poco dotado de espíritu crítico, del cual, por lo demás, no siente necesidad, ¿qué fuerza irresistible no aportará una convicción tan completa? Pero desde el punto de vista crítico, precisamente, ¿qué debilidad también…? Incapacidad radical de entrar en el pensamiento, en el sentimiento del prójimo. Irritación contra toda objeción. Cólera y furor, muy pronto, contra los oponentes: adversarios, enemigos de Lutero sin duda, pero de la verdad sobre todo, puesto que Lutero es en este mundo el heraldo inspirado de la Verdad Divina. ¿La verdad? No la ven. ¿Son, pues, ciegos? Pero hasta los ciegos percibirían su irradiación a través de sus párpados cerrados. Son, tienen que ser, ciegos voluntarios, malvados, malditos… Y un torrente de injurias surge hacia ellos desde las profundidades de un corazón sensible, dulce y sentimental, a la manera alemana… Injurias violentas, brutales, sin medida y sin gracia, de una grosería qué pronto rebasará todas las barreras, a medida que las costumbres monásticas, poco a poco, vayan dejando de frenar a Lutero… Grosería de hombre del pueblo, del hijo de un minero criado en un medio sin elegancia, que lleva en él las taras hereditarias de una raza cercana a unos orígenes bastante bajos. Tal vez, también, en alguna medida, al principio por lo menos, truculencia de monje mendicante, acostumbrado a las discusiones directas, a las invectivas desbocadas de los predicadores en boga: pero pronto verdaderamente llegó la exageración…
Un ser humano de este tipo, que se cree, que se siente desprovisto de segundas intenciones personales; que se da y puede darse el testimonio de que sólo el amor al prójimo le guía, con el amor de Dios, si encuentra frente a él no sólo resistencias normales sino oposiciones hoscas, odios y traiciones (o cosas que así interpreta él), ¿de qué no será capaz? Sobre todo si, al mismo tiempo y de rechazo, se cree en perfecta comunión con una multitud que domina, pero que le domina a su vez y le sopla en la cara sus pasiones febriles… Ya no se reconoce entre dos jaurías, una que él persigue con todo su vigor, encantado de distenderse libremente; la otra que le pisa los talones, furiosa, y lo enloquece. Cada obstáculo que encuentra lo salva de un salto más poderoso de lo necesario. Lutero tiene algo de pura-sangre, una especie de altivez virgen y hosca de animal ágil que no soporta que otro lo adelante, corra más que él…
“¡Yo, cuanto más furor muestran ellos, más lejos avanzo! Abandono mis primeras posiciones, para que ellos ladren tras ellas; me voy a las más avanzadas, para que les ladren también: ego, quo magis illi furunt, eo amplius procedo; relinquo priora, ut in ills latrent; sequor posteriora, ut et illa latrent”. Esta frase, de una carta de marzo de 1518 a un predicador de Zwickau,[69] es típica. Merece ser clasificada entre los cuatro o cinco documentos que traducen mejor el carácter y la naturaleza verdaderos del espíritu de Lutero… Pero ¡cuántos otros podrían presentarse!
Un año más tarde, es a Staupitz a quien el mismo Lutero escribe: “Mi Dios me lleva, mi Dios me empuja hacia adelante, en lugar de conducirme. No soy dueño de mí. Aspiro al reposo y heme aquí lanzado en medio de la confusión…"[70] O bien: “El solapado Eck, me induce a nuevas disputas. ¡Hasta ese punto cuida el Señor de que no me duerma!”. Siempre la misma actitud de desafío, el mismo progreso por saltos furiosos y provocados que describe en 1520 en las primeras páginas del De captivitate: “Quiéralo o no, me veo obligado a hacerme cada día más sabio, con tantos y tan altos maestros para empujarme y excitarme a porfía.” Y enumera a aquellos que, atacándole, le han obligado (son sus palabras) a sacar cada vez más delantera: Prierias, Eck, Emser, los verdaderos responsables de sus progresos. Así, más tarde, dice de su matrimonio: “Lo he hecho para burlarme del diablo y de sus escamas…”.
Todo Lutero está en textos como éstos, con su fogosidad, sus impulsos nunca calculados, su intemperancia verbal, sus temibles excesos de lenguaje, los cuales le harán escribir a Melanchton, el l° de agosto de 1521, su “Esto peccator et pecca fortiter, sé pecador y peca fuertemente”, o la asombrosa carta de 1530 a Jerónimo Weller, incomparable documento psicológico sobre el cual tendremos oportunidad de insistir. ¡Qué bien muestran todos estos gritos apasionados la transposición de sentimientos completamente personales en sistema teológico de aplicación general, la interpenetración, la interacción continua de un temperamento muy caracterizado y de una dogmática que, al mismo tiempo, lo impulsa y exalta!
Ahora bien, este hombre hecho así, fuerte y temible —no porque comprendiera, con una sorprendente facilidad, las ideas del prójimo, sino más bien porque, siguiendo su sueño interior y poseyendo en él una fuente siempre desbordante de energía y de pasión religiosa—, era muy capaz de imaginarse, basándose en analogías verbales, que otros lo seguían, cuando en realidad sutiles tendedores de lazos que precedían a su presa con paso ligero lo arrastraban a lo más profundo del bosque. Tal hombre, al anunciar sus tesis en Wittemberg, ponía el pie fuera de su pequeño mundo cerrado de monjes y de teólogos. Daba un paso, un primer paso, pero decisivo, hacia esa Alemania que hemos descrito. Y precisamente sus debilidades iban a conferirle su temible poder.
Una fuerza plenamente consciente de sí misma, dirigida por una inteligencia lúcida, ¿hubiera encontrado punto de aplicación en esa Alemania dividida, desgarrada contra sí misma, en esa Alemania hecha de veinte Alemanias hostiles y cuyas voces discordantes reclamaban soluciones contradictorias? Un lógico que defendiera con claridad un sistema de ideas coherentes, perfectamente ligadas, que no dejaran lugar al equívoco, no habría sido sino una voz más en el clamor inútil y confuso de las Alemanias. Un hombre de buen sentido, prudente y que pesara sus acciones antes de cumplirlas, que no pusiera el pie sino sobre un terreno firme y sondeado de antemano, no hubiera hecho y dicho sino lo que precisamente hacía y decía Erasmo. Lutero no era más lógico, más sabio que hombre piadoso, un hombre piadoso que trataba de realizar grandes y hermosas obras, de llevar una vida devota, virtuosa y santa. Era un instinto que seguía su impulso sin preocuparse de las dificultades, de las oposiciones o de las contradicciones que no percibía con su inteligencia, sino que conciliaba en la unidad profunda de un sentimiento vivo y dominador. Lutero no es ni un doctor, ni un teólogo: es un profeta.
Y precisamente porque lo era iba a tener éxito en esa empresa descabellada: ponerse a la cabeza de una Alemania anárquica y darle durante un instante la ilusión de que quería, con unánime voluntad, lo que él quería con toda su pasión; durante algunos meses iba a hacer de mil voces disonantes un coro magnífico que lanzaría a través del mundo, con una sola alma, un canto único: su coral.
Pero ese maravilloso acorde ¿duraría mucho? A todo observador clarividente y atento, hubiera podido, hubiera debido, ya en 1517, parecerle que no. Y éste era todo el secreto del drama cuyo nudo y desenlace iba a tener lugar entre un héroe solitario y un país de disciplina gregaria.