Sin embargo, ojalá el hombre fuera bastante fuerte y su voz lo bastante potente para levantar en un movimiento unánime a los alemanes removidos hasta sus raíces para suscitar y hacer abatirse sobre Alemania una de esas olas de fondo, irresistibles, que rompen todas las barreras, barren todos los diques, se crecen con todos sus obstáculos.
A primera vista, desencadenar semejante movimiento era cosa que nada tenía de imposible. Si hubiera este hombre, ¡claro! Porque entre el Rin y el Vístula numerosas eran las voces que desde hacía tiempo se elevaban reclamando una Reforma. Decepcionada por el fracaso de todos los planes sucesivos de organización política, la opinión parecía interesarse en la reforma religiosa. Y esta Reforma ¿no podría proporcionar a todos los poderes, grandes o pequeños, que se desgarraban en Alemania, un terreno de entendimiento relativamente fácil?
¿El Emperador? Frente al Papa, tenía su papel tradicional que desempeñar, sus concepciones de jefe temporal de la cristiandad que hacer valer, su palabra que decir con autoridad. Los burgueses, los campesinos: pagaban; no les gustaba pagar; estaban dispuestos a discutir su obligación. Finalmente, los príncipes y los nobles: miraban con insistencia los hermosos y grandes dominios de la Iglesia alemana. Los conocían bien. Cada uno, en su casa, para sus hijos menores, tenía su arzobispado, sus obispados, sus abadías. En lugar de una posesión vitalicia, asegurarse una plena propiedad, hereditaria y dinástica: hermoso sueño dorado…
Y, sin embargo, todas las negociaciones con Roma habían fracasado. Federico III no había obtenido más que las concesiones mezquinas del Concordato de Viena. Maximiliano I no tuvo más éxito, a pesar de su hermoso proyecto de 1511: ceñir a la vez, para resolver más fácilmente las dificultades, la corona imperial y la tiara pontificia… Todas las negociaciones emprendidas sólo habían conducido a poner de manifiesto la mala voluntad de la Curia. La opinión seguía estando a la vez decepcionada e inquieta, nerviosa y tensa. Y el malestar se convertía en xenofobia.
Esos italianos, que se burlaban de los buenos, de los leales alemanes; esos italianos vivarachos, astutos, desenvueltos, sin escrúpulos ni fe, sin seriedad ni profundidad, y que, con el pretexto de servir a los grandes intereses de la cristiandad, pero no sirviendo en realidad sino a sus propios apetitos, ¡sacaban de Alemania tantos hermosos ducados…! Se amontonaban furores. Lutero, después del primer paso, no dejará de sentirlos, vivaces, en el fondo de su corazón de hombre alemán, de hombre popular alemán. “Es ist khein verachter Nation denn die Deutsch! ¡No hay ninguna nación más despreciada que la alemana! Italia nos llama bestias; Francia e Inglaterra se burlan de nosotros; todos los demás también”. Grito surgido de un corazón ulcerado, y que dice mucho.[65]
Sólo que estos deseos, estas veleidades, estos votos de Reforma, ¿cuándo se interrogaba con cuidado a los que los formulaban? Los intereses intervenían, tuvieran o no conciencia de ello los hombres; y esos intereses eran, si no contradictorios, por lo menos divergentes. En cuanto a los sentimientos, la Alemania de 1517, anárquica en sus formaciones políticas, no lo era menos en sus concepciones morales.
Existía sin duda, en las ciudades, la masa compacta, relativamente homogénea, seria e instruida de los burgueses. Pero qué complejo era su estado de espíritu, en esa fecha y, en la medida en que podemos figurárnoslo, qué inestable.
Ganar dinero —quiero decir dedicar la vida a la ganancia; poner el provecho como meta de la actividad— es una práctica que no es indiferente al hombre moral. El burgués que, al tener éxito en sus negocios, adquiere riqueza —la verdadera riqueza y no únicamente la honrada holgura, la riqueza con todo lo que proporciona—, al mismo tiempo que monedas para guardar en los cofres, y joyas, y suntuosas telas, adquiere también algo más: un sentimiento de importancia social completamente nuevo, de dignidad también, de independencia y de autonomía. En la Bolsa de Amberes, como en el Stahlhof de Londres o en los muelles de Lisboa, cada uno trabaja para sí. Pero cada uno, precisamente, se acostumbra a no esperar apoyo más que de sí mismo, a no aceptar consejo más que de su propio buen sentido.
Ahora bien, los burgueses de Alemania, a principios del siglo XVI, sobre todo los mercaderes, empezaban a ganar dinero, mucho dinero. Así, a quienes sonreía la fortuna, les parecían inoportunas y hostiles las tradiciones de un mundo que no les daba un lugar honorable y los principios de una moral hecha para pobretones. Sacuden impacientemente este yugo y discuten su legitimidad. ¿De qué trabas se liberan nada más que ganando dinero, su dinero? Tal vez de la condenación del préstamo con interés, de la prohibición de recibir una renta del dinero. También de otra cosa muy diferente, y que llevaba más lejos.
Lo que ponen en tela de juicio es toda la vieja mentalidad artesana de la Edad Media.[66] Oficios hechos sin duda para alimentar a su hombre, pero que no incluían ningún beneficio, fuera del que permite vivir al productor; la noción del justo precio mantenida por magistrados dedicados a garantizar, en interés únicamente del consumidor, la buena calidad y los precios bajos de las mercancías: concepciones que tenían todavía mucha fuerza en el espíritu de los hombres del siglo XVI, y que durante mucho tiempo la seguirán teniendo: ¿han muerto completamente hoy? Contra ellas, los hombres nuevos, los primeros representantes de un espíritu verdaderamente capitalista, se inscriben en falso, violentamente. La venta a precios demasiado bajos, prólogo necesario a la venta a precios demasiado altos, los juegos alternados del alza y de la baja; el acaparamiento, los “monopolios”, el engaño sobre la calidad y sobre la cantidad; la explotación cínica y sin merced de los débiles y de los pobres: esto es lo que se aprende en la nueva escuela, en esas capitales del oro donde se codean, impacientes de enseñarse unos a otros las prácticas deshonestas, hombres de diez naciones, todos ellos ávidos de ganancia.
A todos les pesan las viejas prohibiciones con un peso inoportuno: las que dicta la Iglesia, guardiana de las tradiciones de la antigua moral.
No les gusta la Iglesia. Les estorba, los frena, los señala como rebeldes y enemigos públicos. Tiene siempre fuerza para levantar contra ellos odios, reprobaciones, motines a veces. Porque la revolución moral que ellos anuncian, y cumplen ya por su parte, empieza apenas en los espíritus y en las conciencias. Cuántos hombres y mujeres, en las ciudades, viven de la usura, engordan por medio de la explotación abominable de los campesinos, practican con una tenacidad solapada las formas más nuevas del robo, y, sin embargo, dominados por las viejas ideas, sin conciencia de la solidaridad que liga unas con otras todas las formas de la explotación capitalista, son los primeros que levantan la voz contra los grandes banqueros y los grandes mercaderes, sus verdaderos jefes, su refugio vivo, pero a los que aún no saben reconocer como tales…
A éstos, en la Iglesia, en su institución misma, en todo su viejo espíritu secular, algo hay todavía que los hiere y los disgusta.
Cada uno para sí, en la lucha económica, con respecto al competidor, con respecto a la fortuna. Pero con respecto a Dios también. El mercader enriquecido de Augsburgo o de Nuremberg ya no entiende a los sacerdotes, los religiosos que se interponen entre el hombre y la divinidad; a los monjes, a las monjas que se separan del siglo para dedicarse a una vida llena de austeridades con el pensamiento de que Dios aplicará a los demás hombres el beneficio y los méritos de su sacrificio. ¿Para qué sirve ese celo? ¿Qué quieren de él esos ociosos cuya calma parece escarnecer sus agitaciones y que pretenden interponerse entre las criaturas y el Creador? Indiscretos, inútiles, parásitos. ¿Creen que no se podrá, que no se sabrá prescindir de ellos? Cada uno para sí. Que trabajen, en lugar de percibir el diezmo sobre los que laboran. Que tomen parte, con las camisas remangadas y los corazones valerosos, en la tarea común. Y que dejen de ofrecer una mediación que ya no se les pide.[67] En pie frente a Dios, el hombre responderá de sus actos. Y si la gente de iglesia invoca la oscuridad de los dogmas, las dificultades de interpretación de una religión que sólo el sacerdote está calificado para enseñar, ¿no es que la han complicado a su capricho para hacerse indispensables? En la verdadera religión Dios habla al hombre y el hombre habla a Dios en un lenguaje claro, directo, y que todos comprenden.
Así pensaban, así sentían, confusamente aún, pero con una nitidez, una fuerza crecientes, no “los alemanes” alrededor de 1520, sino una parte de ellos, una parte de la burguesía de las ciudades. Porque tampoco aquí hay ninguna unanimidad. Ni los sentimientos de los campesinos, ni los de los nobles, ni los de los sacerdotes se hallaban acordes. La distinción de las clases permanecía bien marcada. Príncipes, caballeros, mercaderes, campesinos, eran otras tantas castas, otros tantos géneros de vida radicalmente diferentes; usos, ideas, morales incluso, podría decirse, opuestas. Para captar el agudo sentimiento de todo esto basta con mirar, al lado de los retratos que un Holbein nos ha dejado de los ricos mercaderes, de los imponentes burgueses de rostros enérgicos pero humanizados, las efigies que alzan ante nosotros una fauna extraña de príncipes y de princesas con trajes inauditos de barroca riqueza, de rostros a veces desconcertantes de abotagamiento, a veces inquietantes por su raquítica flacura. Dos Alemanias. Pero he aquí, en la obra grabada de Sebald Beham, esas rondas de campesinos zopencos, salvajes, ebrios de una ebriedad faunesca. ¿Y no vemos, dispersas aquí y allá, las caras curtidas de los soldados, las caras de pájaros de presa, estragadas y malas, de los caballeros de la Raubrittertum?
Alemanias contradictorias; Alemanias enemigas frecuentemente. De todas formas, por su masa, por su cultura superior y su crédito moral, la burguesía predominaba. Llevaba en ella, sin duda alguna, con qué comprender, apoyar y tal vez llevar al buen éxito un esfuerzo revolucionario. Pero ¿a qué precio?, ¿al precio de qué malentendimientos primero, de qué renuncias después, por parte del héroe que gritara: Seguidme? Si no es burgués de corazón y de espíritu; si no se preocupa de realizaciones materiales; si no es más que un inspirado, desdeñoso de las vanas labores de ios hombres, perdidos los ojos en su sueño y no aspirando más que a Dios, ¿lo seguirán mucho tiempo? Sabían lo que querían. No eran de los que, habiendo tomado un camino, lo cambian fácilmente. Entre el hombre que tomara su dirección y ellos que lo espolearían sin cesar, sin descanso, sin pérdida de atención, ¿debía entablarse fatalmente una lucha? Ese hombre detrás del cual, de 1517 a 1520, la Alemania dispar y confusa iba a tomar impulso, ¿se dejaría desviar fácilmente de su camino y arrastrar al de ellos? Ésta era toda la cuestión.