I. Miserias políticas

Alemania era un país sin unidad: esto es lo esencial. Había alemanes, numerosos, fuertes, activos, muchos alemanes que hablaban dialectos vecinos los unos de los otros, que tenían en gran medida costumbres, usos, maneras de ser y de pensar en común. Esos alemanes formaban una “nación” en el sentido medieval de la palabra. No estaban agrupados, todos, sólidamente, en un Estado bien unificado y centralizado, cuerpo armonioso de movimientos dirigidos por un único cerebro.

En una Europa que por todas partes se organizaba alrededor de los reyes, Alemania seguía sin soberano nacional. No había rey de Alemania, como había, y desde hacía mucho tiempo, un rey de Francia, un rey de Inglaterra, ricos, bien servidos, prestigiosos, y sabiendo reunir en las horas de crisis todas las energías del país alrededor de su persona y de su dinastía. Había un Emperador, que no era más que un nombre, y un Imperio que no era más que un marco. En este marco desmesurado, el nombre, demasiado grande, aplastaba con su peso a un hombre débil —a veces un pobre hombre— que un voto, disputado como un mercado de feria, elevaba finalmente a la dignidad suprema, pero impotente.

En un tiempo en que se revelaba el valor del dinero, en ese tiempo descrito en el libro clásico de Ehrenberg,[62] el Emperador como tal era un indigente. De su Imperio no sacaba ya nada sustancial. El valor de una nuez, decía Granvelle. Menos de lo que sacaban de su obispado algunos obispos alemanes. Fundidos los inmensos dominios imperiales que habían hecho la fuerza de los sajones y de los franconianos. Concedidos, enajenados, usurpados los derechos de regalías, los derechos de colación, todo lo que hubiera podido alimentar un presupuesto regular. Y sin embargo, más que cualquier otro soberano de su tiempo, el príncipe de título grandilocuente pero a quien las Dietas, ingeniándose, negaban todo subsidio, hubiera necesitado, para actuar, ser rico. Porque, titular de una dignidad eminente y que no se transmitía, como un reino, por herencia; nacido de un voto en favor de un príncipe cristiano que no necesitaba ser alemán, como el Papa no necesitaba ser italiano,[63] el Emperador, doblegado bajo el peso de una corona cargada con un pasado demasiado gravoso, debía correr de aquí para allá, y vigilar al mundo al mismo tiempo que a Alemania. Si, en ese país, su autoridad decaía de día en día, es que su grandeza misma impedía actuar a este soberano de otra edad. Lo tenía encadenado ante los verdaderos amos de los países germánicos: los príncipes, las ciudades.

Los príncipes tenían sobre el Emperador una gran superioridad. Eran hombres con un solo designio. Y con una sola tierra. No tenían que seguir política mundial alguna, que conducir ninguna política “cristiana”. Italia no los solicitaba. No desdeñaban, ciertamente, hacer allí de vez en cuando un viaje fructuoso. Pero no iban allí, como los Emperadores, a perseguir quimeras envejecidas o ilusorios espejismos. Mientras los Césares fabricados en Francfort mediante los cuidados diligentes de algunos de ellos se arruinaban en locas y estériles aventuras, una sola cosa preocupaba a los príncipes: la fortuna de su casa, la grandeza y la riqueza de su dinastía. Precisamente, a finales del siglo XV y principios del XVI se les ve operar aquí y allá, en Alemania, un vigoroso esfuerzo de concentración política y territorial. Varios de ellos, aprovechando circunstancias favorables, felices casualidades, se dedicaban a constituir estados sólidos, menos fragmentados que antes. En el Palatinado, en Wurtemberg, en Baviera, en Hesse, en el Brandeburgo y el Mecklemburgo, en otros sitios también, la mayoría de las casas que, en la época moderna, desempeñarán en la historia alemana un papel de primer orden, afirman desde principios del siglo XVI un vigor nuevo y unifican sus fuerzas para futuras conquistas.

Se va, pues, hacia una Alemania principesca. Se va únicamente. No teniendo a su cabeza un jefe soberano verdaderamente digno de este nombre, Alemania parece tender a organizarse bajo ocho o diez jefes regionales en otros tantos estados sólidos, bien administrados, sometidos a una voluntad única. Pero esta organización no existe todavía. Por encima de los príncipes está todavía el Emperador. No son soberanos más que bajo su soberanía. Y por debajo de ellos, o más bien al lado de ellos, están (para no hablar de los nobles indisciplinados y saqueadores) las ciudades.[64]

Las ciudades alemanas, en los umbrales del siglo XVI, se hallan en pleno esplendor. Tanto, que los extranjeros no ven otra cosa que las ciudades cuando visitan Alemania, como si el brillo de las ciudades deslumbrara sus ojos. Veinte capitales, cada una con sus instituciones propias, sus industrias, sus artes, sus costumbres, su espíritu. Las del Sur: el Augsburgo de los Fúcar, puerta de entrada y de salida del tráfico ítalo-germano, prefacio pintoresco, con sus casas pintadas al fresco, del mundo de allende los montes. Mejor todavía, Nuremberg, la patria de Durero, de Fischer, de Hans Sachs, de Martín Behaim, sentada al pie del Burg a medio camino entre Meno y Danubio. Pero también las del Norte: la industriosa y realista Hamburgo, ligera de escrúpulos y en el principio de su magnífica ascensión; Lubeck, reina ya declinante de la Hansa; Stettin, la ciudad del trigo, y, allá lejos, Dantzig, sus vastos edificios, sus grandes iglesias de ladrillo, muestras de una prosperidad sin desmayos. En el frente oriental, Francfort del Oder, almacén del tráfico polaco; Breslau, puerta natural de la Silesia. Y en el oeste, sobre el gran río fogoso, la brillante pléyade de las ciudades renanas, de Colonia a Basilea; detrás, el enorme mercado francfortés; y aun más atrás Leipzig, una encrucijada, en el verdadero corazón de esa Alemania múltiple.

En esas ciudades pobladas, ruidosas, gloriosas, una prosperidad inaudita se alimenta en todas las fuentes. Una burguesía de una actividad, de una robustez incomparables. El Turco, al instalarse en Egipto en 1517, da un golpe decisivo al tráfico con Extremo Oriente de Venecia y, por lo tanto, al tráfico de las ciudades meridionales de Alemania: ya las ciudades y los burgueses alemanes han hecho un cambio de frente. Desde 1503, los Welser de Augsburgo han abierto en Lisboa una factoría poderosa; desde 1505, en una flota portuguesa, tres bajeles alemanes bogan hacia las Indias. Los Ehinger de Constanza, con los Welser, sueñan con Venezuela; los Fúcar, con Chile. Metrópoli de la nueva Europa traficante, Amberes está abarrotada de alemanes. Aún más: la ciudad que proporciona a los navegantes las mejores brújulas, los mapas más seguros; la ciudad donde Regiomontanus, esperando a su discípulo Behaim, perfecciona el astrolabio, une la astronomía alemana a la náutica hispanoportuguesa y publica en 1475 las efemérides que Colón se llevará en su viaje, es una ciudad de Alemania y completamente continental: la gloriosa Nuremberg.

En el país de los Fúcar, a la vez admirados, envidiados y detestados, colosales fortunas se edifican por todas partes. Centenares de hombres, gruesos mercaderes robustos, llenos de audacia y de confianza en sí mismos, trabajando duro, gozando mucho, saborean las alegrías de la vida. Suyas son las pesadas orfebrerías, signos visibles y tangibles de la riqueza; suyas las mesas copiosas y nutritivas, los muebles macizos de madera esculpida, las tapicerías de Flandes, los cueros dorados de Italia; en una esquina de mesa, un jarrón de Murano, y a veces, en la estantería, al lado de un globo, algunos libros… Estos hombres son los reyes de un mundo nuevo que ha derribado la escala de los viejos valores. Las ciudades de donde salen son el orgullo de Alemania. Y su debilidad también.

Situadas en medio de los dominios principescos, los agujerean, los desgarran, limitan su expansión, les impiden constituirse fuertemente. ¿Pueden extenderse ellas mismas? No. ¿Federarse? Tampoco. Alrededor de sus murallas, el país llano: campos sometidos a un derecho cuya negación es el derecho de la ciudad. Allí, dominados por amos ávidos, los campesinos son incultos y groseros, a veces miserables, listos a rebelarse gruñendo bajo el yugo, extranjeros en todo caso a la cultura urbana, tan particulares que los pintores y grabadores no se cansan de describir sus aspectos salvajes, sus costumbres primitivas. ¿Las ciudades quieren entenderse, colaborar? No puede ser sino salvando amplias extensiones, vastos territorios heterogéneos que contrastan con ellas vigorosamente desde todo punto de vista. Estas civilizaciones urbanas, tan prestigiosas, son civilizaciones de oasis. Estas ciudades son prisioneras, condenadas al aislamiento, acechadas por los príncipes y acechándose las unas a las otras.

Sus recursos, sus riquezas, ¿adónde van? A los arsenales de los cuales se enorgullecen, pero que las arruinan. A los cañoneros, técnicos exigentes que hay que pagar muy bien. A las murallas, a los bastiones que hay que reparar constantemente, a veces modificar de cabo a rabo… Y también van a las embajadas, a las misiones diplomáticas lejanas, a los correos que recorren sin cesar los caminos, en furiosas caminatas. Ciudades libres, pagan su libertad demasiado caro. Porque a pesar de todos los sacrificios, son débiles, están a merced del príncipe que se instala río arriba, río abajo, para detener el tráfico; a merced del hidalgo que las despoja y las ultraja, desde lo alto de su nido de águila inexpugnable para las milicias burguesas; a merced de la ciudad rival que, rompiendo los acuerdos, se vuelve contra la vecina envidiada.

Debilidad bajo apariencias de prosperidad; sorprendente debilidad política en contraste con tanto poder económico. En ciudades tan brillantes, que ofuscan con su brillo a las ciudades francesas de su tiempo, ¡sus burgueses qué lejos están del sentido nacional, del sentido político que, en las épocas de crisis, agrupa alrededor del rey a todas las buenas ciudades de Francia que se apresuran a mantener a Luis XI contra los hombres del Bien Público o a Carlos VIII contra los príncipes! Las ciudades francesas parten de un todo bien ordenado desde donde la cultura se irradia sobre el campo que las ciudades “urbanizan a su imagen”. Las ciudades alemanas son egoísmos furiosos, en lucha sin cuartel contra otros egoísmos.

Los alemanes, tan orgullosos de sus fortunas, de su sentido de los negocios, de sus hermosos éxitos, sufrían por esta situación. Sufrían por no formar más que un país dividido, hecho de piezas y de trozos, sin jefe, sin cabeza: una amalgama confusa de ciudades autónomas y de dinastías más o menos poderosas.

¿Los remedios? Nadie los quería. A acrecentar los poderes del Emperador, las ciudades se negaban. ¿Qué sería de sus libertades, en caso de fracaso? Y además, habría que pagar. Los príncipes decían que no. Una especie de presidente honorífico, cuya preeminencia les daba la feliz certidumbre de que ninguno de ellos llegaría a aventajar a los otros hasta el punto de dominarlos: de acuerdo. La institución no era mala. Hubiera habido que inventarla si fuese necesario. Pero hacer de este presidente de fachada un jefe real: ¡nunca!

No uno, sino decenas de proyectos de reforma se publican en el Imperio a finales del siglo XV. Decenas de lucubraciones más o menos serias, de proposiciones más o menos ponderadas, de verdaderos proyectos de constitución que emanaban de jurisconsultos, de teólogos, de los príncipes o del Emperador. Ninguno tuvo éxito. Cuanto más se habla de acrecentar la fuerza del Emperador, de crear un ejército imperial, una justicia imperial, finanzas imperiales sólidas y eficaces, más restricciones sufre finalmente el poder del Emperador. En vano Maximiliano invoca el honor del Santo Imperio, la necesidad de rechazar al Turco o de mantener en su sitio al Francés: las Dietas se burlan del honor del Santo Imperio y se niegan a ocuparse del Turco; en cuanto al Francés, no le faltan amigos, interesados o no. El único adversario que todos temen es el Emperador.

Pero en un país semejante, hacer triunfar una Reforma, llevarla a buen término, al menos por las vías políticas y, como diríamos hoy, por la conquista de los poderes públicos, era, como se ve, una empresa aleatoria y condenada de antemano.

¿Ganar al Emperador? Pero ¿sería posible? Él, rival, pero también sostén del Papa, ¿se dejaría seducir? Y aun así, no todo estaría ganado con tener a César de su lado. Estaban también los príncipes. Todos los príncipes. Porque el Emperador sin ellos, ellos sin él, o incluso ellos divididos y las ciudades, al lado, atraídas en sentidos contrarios por las fuerzas rivales que se disputaban la influencia sobre ellas: era hacer naufragar la empresa, fracasar la Reforma, surgir disensiones por todas partes, redoblarse las rivalidades políticas, reforzarse los odios confesionales… Y para hacer marchar de acuerdo a todas esas autonomías que se detestaban y luchaban unas contra otras: ciudades, príncipes, emperadores y caballeros, laicos y gente de iglesia, ¡qué genio político necesitaría el promotor de la empresa, el Reformador! ¡Qué talento, y también qué voluntad de explotar las pasiones rivales, de suscitar tantos intereses divergentes, de formar con ellos un haz, de dirigir sus puntas en la dirección deseada!

La Alemania de 1517, tan dividida, tan inquieta también, podía ciertamente destruir. Para dislocar una institución coherente y unificada, se podía confiar en esos particularismos hostiles, en esas pasiones anárquicas. Pero ¿y para una obra positiva; y si hacía falta construir, o reconstruir? Incapaz de disciplinarse ella misma, ¿qué apoyo podría proporcionar a los emprendedores de un orden nuevo si limitaban su horizonte a sus fronteras? Una simple ojeada al mapa del Imperio parecía decirlo de antemano, y con demasiada elocuencia.