Estos acontecimientos empezamos a conocerlos bien. Mejor que hace veinte años. Mejor, evidentemente, que Lutero mismo los conoció.
En primer lugar, y sobre todo desde 1904 y los hallazgos de Schulte,[45] reconstituimos con precisión la historia de lo que se podría llamar, con un poco de mal gusto, “la candidatura Hohenzollern” al trono arzobispal de Maguncia: ese preludio necesario del asunto de las indulgencias propiamente dicho. Sabemos cómo, el 30 de agosto de 1513, Alberto, hermano menor del elector de Brandeburgo, Joaquín, era elegido arzobispo de Magdeburgo por el capítulo catedralicio, y luego, poco después, el 9 de septiembre, postulado igualmente como administrador de la diócesis por el capítulo de Halberstadt. Nada había en esto que pudiera escandalizar a la corte de Roma. ¿La acumulación? Si Alberto de Brandeburgo reunía entre sus manos dos diócesis, no haría sino seguir el ejemplo de su predecesor: éste, Ernesto de Sajonia, había poseído simultáneamente Magdeburgo y Halberstadt.[46] ¿Y la edad?
Sin duda el nuevo elegido era joven. Acababa apenas de entrar en su vigésimo cuarto año. Pero eso ¿qué importancia tenía? León X, que pontificaba entonces, había recibido la tonsura a los siete años, a los ocho el arzobispado de Aquisgrán y la rica abadía de Passignano, a los trece el capelo… De hecho, los delegados que, después de la doble postulación de los capítulos, fueron enviados a Roma por Joaquín y por Alberto, arreglaron pronto las cosas. El 9 de enero de 1514, los obispos de Lübeck y de Brandeburgo eran encargados de remitir el palio a Alberto.
En esto, el 9 de febrero de 1514 moría el arzobispo de Maguncia, Uriel de Gemminga. Ahora bien, la mala suerte había hecho que en algunos años tres prelados, fallecidos respectivamente en 1504, 1508 y 1514, se hubieran sucedido en la dirección de la arquidiócesis renana. Por cada nuevo titular, ¡cuánto dinero había que pagar en la corte de Roma! Sumas enormes salían de las bolsas de Maguncia, bien provistas, mejor exprimidas. Puede adivinarse el fastidio que causó la muerte de Uriel, y la irritación de los diocesanos al pensar en todo ese buen oro renano que iba a irse allá, al otro lado de los montes, a una Italia cordialmente detestada.
El 7 de marzo de 1514, Alberto de Brandeburgo hacía lanzar su candidatura al arzobispado de Maguncia ante los canónigos. Los Hohenzollern apresuraban su fortuna. No hay que olvidarlo: el arzobispo de Maguncia era elector, canciller del Imperio, presidente del Colegio electoral y primado de Germania. Sin que haya habido, como pretende una tradición todavía viva, ningún compromiso solemne tomado por Alberto y debidamente registrado, los delegados de Joaquín dieron a entender al capítulo de Maguncia que si el Hohenzollern era designado, los gastos de dispensa, de confirmación y de pallium no quedarían a cargo de los diocesanos. El 9 de marzo de 1514, Alberto era elegido.
Faltaba hacer confirmar la elección por Roma. Dos arzobispados más un obispado sobre una sola cabeza, la de un joven todavía lejos de los treinta años; ¡y qué arzobispados! De todas formas era mucho… Faltaban precedentes. No faltó en Roma quien lo hiciera observar: el cardenal Lang, a quien le hubiera gustado que le otorgaran Magdeburgo y Halberstadt, quedándole a Alberto sólo Maguncia… Pero la cuestión era, por una parte, política. Autorizar la acumulación: en la víspera de una elección imperial que se adivinaba próxima, la Curia podía calcular que esto significaba conquistarse de un solo golpe el apoyo agradecido de dos electores, Alberto y Joaquín, en el colegio de los Siete. La cuestión era también financiera; los Hohenzollern se percataron de ello y se dirigieron a los Fúcar.
Jacobo Fúcar el Rico, financiero de genio, había fundado sobre inmensas empresas de naturaleza muy variada —textiles, mineras, finalmente bancarias— la prosperidad sin precedentes de su casa. Los asuntos con Roma eran particularmente su especialidad. Schulte, en 1904, mostró claramente cómo, suplantando a los banqueros italianos, había monopolizado poco a poco todas las operaciones fiscales de la curia con las diócesis alemanas. Era natural que en 1514 se ocupara de los intereses, tan considerables, de los dos Hohenzollern. De hecho, el asunto no se postergó. El 18 de agosto de 1514, Alberto era declarado arzobispo de Maguncia por el Papa en consistorio. Pagaría, además de los 14,000 ducados ordinarios de la confirmación, una “composición voluntaria” de 10,000 ducados; mediante lo cual conservaría Magdeburgo y Halberstadt al mismo tiempo que Maguncia. Jacobo Fúcar adelantó los fondos. Y fue sólo después cuando intervino, por primera vez, una cuestión de indulgencias…
Detengámonos aquí un instante. Vemos consumado en agosto de 1514, conocido en Alemania, patente, evidente, un “abuso” inaudito hasta entonces. Porque, por más que se diga que la acumulación de los beneficios era cosa normal entonces, y que 24 años, para un prelado, no era en absoluto la extrema juventud, de todas formas nunca hasta entonces dos arzobispados, y tan considerables desde todo punto de vista como los de Maguncia y Magdeburgo, habían sido reunidos, con un obispado por añadidura, en las manos de un solo y único titular. La prueba es que Alberto y Joaquín no pudieron alegar precedentes en apoyo de su exorbitante pretensión…
Esto lo sabía Lutero. No podía dejar de saberlo. Sin duda ignoraba los detalles del acontecimiento, las negociaciones, todas las modalidades; ¿pero el resultado? Era bastante visible. Magnífica ocasión de indignarse para un religioso obsesionado por el miserable estado de la Iglesia, y apasionado por la destrucción de los abusos. Lutero no dijo nada. Absolutamente nada. Ni en 1514, ni en los años siguientes, ni en 1517, en el momento del asunto de las indulgencias. Vale la pena sin duda tomar nota de este silencio.
Se decía, se creía antes, que Alberto, deseoso de pagar a los Fúcar con el dinero del prójimo, había pedido la concesión de una indulgencia para predicarla, en favor de San Pedro, en sus territorios arzobispales y episcopales así como en los dominios de Joaquín. Esto era falso. Fue la curia la que propuso la indulgencia a los representantes de los Hohenzollern; y éstos se mostraron bastante poco entusiastas. Sin embargo, no tuvieron más remedio que aceptar. Una bula, expedida el 31 de marzo de 1515,[47] estableció que la mitad de las cantidades recogidas irían a las cajas pontificias, y la otra mitad a las de Alberto, que con ayuda de este maná pagaría a sus acreedores los Fúcar. Pero el emperador “sin un centavo”, Maximiliano, tuvo noticia de aquello. Intervino: ¡Reparto entre tres! Sobre el producto de la indulgencia predicada durante tres y no ocho años, él por su parte se llevaría 1,000 florines; después de lo cual, el resto se dividiría en dos partes: mitad para el Papa, mitad para Alberto. Digamos en seguida que la indulgencia sólo pudo ser predicada durante dos años. Produjo poco. Alberto, después de cubrir todos sus gastos, sacó lo justo para saldar la mitad de su composición de 10,000 ducados. La prédica no empezó hasta principios de 1517. Sólo entonces el dominico Juan Tetzel, subcomisario general del arzobispado de Maguncia, se puso con voz rimbombante a prometer a los fieles toda una serie graduada de favores incomparables.
Aquí también detengámonos un instante. De las transacciones que precedieron, en la corte de Roma, a la concesión definitiva de la bula de indulgencias, Lutero no supo nada. Pretende incluso en alguna parte haber ignorado al principio que detrás de Tetzel estuviera Alberto de Brandeburgo; se puede pensar que esa ignorancia era diplomática. Pero ¿pudo sorprenderle la novedad inaudita del acontecimiento, cuando Tetzel, entrando en acción, recorrió en pequeñas jornadas, con todos los arreos de un vendedor de panacea, la diócesis de Magdeburgo y las tierras de Joaquín? Hay que decir que no, con más fuerza aún de lo que se acostumbra…
En primer lugar, y contrariamente a lo que se afirmaba antes,[48] Tetzel no vino a Wittemberg para provocar, por decirlo así, directamente la indignación de Lutero. En Wittemberg se estaba sobre las tierras del elector de Sajonia, Federico el Sabio; y este príncipe no tenía intención de que se predicara en sus dominios la indulgencia de San Pedro de Roma. ¿Por luteranismo anticipado? No, sino por aplicación de un principio bien conocido: la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. La piedad de Federico era entonces de las más tradicionales. En los años que preceden a la Reforma, aparece preocupado, ante todo, por mostrar en Wittemberg una colección de reliquias preciosas que atraen a su ciudad a numerosos peregrinos.[49] Las solicita por todas partes; las compra; las cambia; pedazos de pañales del Niño Jesús, briznas de paja del pesebre, cabellos de la Virgen, gotas de su leche, fragmentos de clavos o de varas de la Pasión… Indulgencias en número creciente se unían a estos insignes tesoros. Se obtenía su beneficio visitando, el lunes siguiente al domingo de Misericordia, las reliquias conservadas en la Schlosskirche. Se podía obtener igualmente, mediante una ofrenda pagada el día de Todos los Santos, y después de haberse confesado, la indulgencia plenaria de la Porciúncula: indulgentia ab omni culpa et poena.
Así Lutero, en Wittemberg, no necesitaba del “escándalo de Tetzel” para ver en acción a los predicadores de indulgencias… y a los que las adquirían. Pero ¿era Tetzel más cínico? ¿No se atrevía a declarar a los regocijados papanatas que apenas caído su dinero en el cepo, el alma que se trataba de liberar volaba del Purgatorio y se iba directamente al Paraíso:
Sobald das Geld im Kasten klingt,
Die Seele aus dem Fegfeuer springt?
De hecho, puede uno no querer hacerse denigrador jurado de Tetzel, charlatán célebre, y negarle sin embargo, la paternidad de esos dos versos machacones. Ábrase el primero de los gruesos in-folios en los cuales Du Plessis d’Argentré hizo caber su imponente colección de los juicios de la Facultad de Teología de París: se verá, sin ir más lejos, que en el año de 1482 la Sorbona juzgó, y condenó, una proposición que le había sido diferida y que traduzco de su latín: “Toda alma del Purgatorio vuela inmediatamente al Cielo, es decir, es liberada inmediatamente de toda pena, desde el momento en que un fiel pone una moneda de seis blancas, por manera de sufragio o de limosna, en el cepo para las reparaciones de la iglesia de San Pedro de Saintes.”[50] Esto es lo que predicaba, mucho antes de 1517, un eclesiástico anónimo y que fue censurado. La censura no previno por lo demás las reincidencias; el 6 de mayo de 1518, la Sorbona debía volver a la carga, y calificar de falsa y escandalosa la misma proposición. Como puede verse, Tetzel no tenía nada de inventor.
Y en cuanto a lo que predicaba… Remisión plenaria de todos sus pecados a aquellos que, contritos de corazón, confesados de boca, habiendo visitado siete iglesias reverenciadas y recitado cinco padrenuestros y cinco avemarias, dieran a la caja de las indulgencias una ofrenda, cotizada según el rango social y la fortuna, que variaba desde 25 florines de oro para los príncipes, hasta medio florín, o incluso absolutamente nada, para los simples fieles. Derecho de escoger un confesor, regular o secular, y de obtener de él, una vez en el curso de la vida y, en artículo de muerte, todas las veces que fuera necesario, la indulgencia plenaria y la absolución, no sólo de los pecados ordinarios, sino de los casos reservados: esto, mediante un cuarto de florín, precio mínimo. Finalmente, concesión de la remisión plenaria de los pecados para cualquier alma del purgatorio, mediante ofrendas cotizadas como las arriba citadas: tales eran los tres favores principales que Tetzel vendía a los suscriptores benévolos. En todo esto, nada había de inédito, nada que no fuera normal y en concordancia con los usos y las ideas del tiempo… ¿Entonces? ¿El escándalo súbito? ¿La explosión irresistible provocada, en cierto modo, por un espectáculo inaudito, sin par ni precedente?