Detengámonos un instante en esta fecha de 1516. ¿Qué es Lutero? ¿Uno de esos cristianos piadosos, tan abundantes en esa época, obsesionados por la idea de una profunda decadencia de la Iglesia? Van pidiendo enérgicamente una reforma completa del Papado romano, del Episcopado, del clero regular y secular. ¿Y Lutero unía su voz a la de ellos? Eso se decía antes. El odio a los abusos, el deseo de una depuración, de una reconstrucción del viejo edificio carcomido: éste era el móvil que atribuían a Lutero. Esto es lo que para nosotros ya no existe.
¿Reforma? ¿Se trata verdaderamente para Lutero de aportar uno o varios cambios, cualesquiera que sean, al orden religioso existente en su tiempo? El famoso viaje a Roma que todos los historiadores, bajo la palabra de Lutero, pusieron durante tanto tiempo en el origen mismo de la actividad reformadora del agustino: acabamos de esbozar, en resumen, toda la evolución espiritual de Lutero, de 1505 a 1515, sin darle el menor lugar. Ni siquiera nos hemos tomado el trabajo de reproducir, a propósito de este magro episodio, las conclusiones de trabajos recientes que han definido muy exactamente su importancia. ¿Para qué?
Que Lutero, en las cuatro semanas justas que pasó, desde finales de diciembre de 1510 a finales de enero de 1511, en la Ciudad Eterna, haya sido más o menos turbado en algunos de sus prejuicios, o molestado en algunos de sus sentimientos, por costumbres, maneras de comportarse que le eran profundamente extrañas; porque hay bastante diferencia de Wittemberg al Vaticano… Todo esto nos importa poco, y a la historia de la Reforma menos todavía.
Dejemos de lado, de una vez por todas, la “Roma de los Borgias” y las historietas, tan triviales por otra parte, que han coleccionado los benévolos reporters de las frases del gran hombre. Scheel lo ha dicho muy bien: “En Roma, el agustino no vio ni oyó nada extraordinario, auch in Rom sah und hörte er nichts ungewöhnliches."[40] Desempeñó concienzudamente su oficio de peregrino, y de peregrino desprovisto de todo sentido crítico: no era el fuerte de Lutero. De su contacto con las oficinas de la Santa Sede, y con los cardenales también, trajo una impresión muy favorable y que traduce en diversas ocasiones. En todo caso, ¿vio mucho a los romanos? Un monje alemán que venía a Roma para los asuntos de su orden me imagino que haría sus gestiones en compañía de alemanes y de flamencos, que pululaban en la ciudad. Y esto, entre paréntesis, es algo que debe restringir el alcance de los contactos con tal doctor, tal doctrina, que la ardiente curiosidad[41] de los buscadores de influencias se complace, desde hace poco tiempo, en imaginar como posibles, en el curso de ese viaje fatigoso de un mes que no se resignan a tratar como un simple episodio: Mirabilia Urbis Romae. Una vez más, se trata de eso.
Lo que le importa a Lutero, de 1505 a 1515, no es la Reforma de la Iglesia. Es Lutero. El alma de Lutero, la salvación de Lutero. Sólo eso. Y además, ¿no es ésa su grande, su verdadera originalidad? A una religión que instalaba al fiel, sólidamente rodeado y enmarcado, en una amplia y magnifica construcción en la que se habían unido a los de la Judea los materiales probados de la Hélade: en la planta baja, la masa sólida del aristotelismo; en el primer piso, bien sentado sobre los robustos pilares del Liceo, un Evangelio transformado en teología. Sustituir una religión completamente personal y que pusiera a la criatura, directamente y sin intermediarios, frente a su Dios, sola, sin cortejo de méritos o de obras, sin interposiciones parásitas ni de sacerdotes, ni de santos mediadores, ni de indulgencias adquiridas en este mundo y valederas en el otro, o de absoluciones liberadoras con respecto a Dios mismo: ¿no es a esto a lo que debería tender en primer lugar el gran esfuerzo del Reformador?
Y no es que Lutero se abismara como un egoísta en su meditación… Esas angustias que le dejaban destrozado y anonadado, esas angustias de las que él mismo había experimentado todo el horror, sabía que otros hombres las sentían como él. Lutero no pensaba guardarse su remedio. El secreto que Dios le permitió hurtar, lo enseña, lo predica a todos con una alegría evangélica, en sus cartas, en sus cursos, en sus sermones. Y como en 1515, en 1516, las circunstancias exteriores de su vida le sacan poco a poco de la oscuridad y del silencio; como, en 1515, su nombramiento de vicario de distrito para los conventos de Misnia y Turingia, que le hace colaborar con Staupitz, le lleva a ensanchar el campo de su visión y el círculo de sus relaciones, se puede seguir igualmente, en los sermones que conservamos de él, desde los más antiguos fechados en 1515 hasta los famosos sobre el Decálogo predicados de junio de 1516 a febrero de 1517 en la parroquia de Wittemberg, el progreso de su pensamiento y la consolidación de su autoridad.
Textos muy interesantes para nosotros. Impregnados de la teología personal de Lutero, proclaman con fuerza que el hombre no puede cumplir el bien. En ellos el agustino se pone en guerra, violentamente, contra ese Aristóteles que enseña una voluntad libre, una virtud en poder del hombre: y detrás de Aristóteles se adivina ya a los humanistas, Erasmo, su libre arbitrio, su moralismo, su cristianismo —¡oh blasfemia!— que es a la vez una filosofía y una amistad… Pero sobre todo estos textos nos informan con exactitud sobre lo que era para Lutero, en esa fecha decisiva, la noción misma de reforma.
En un curioso sermón de 1512, uno de los escritos más antiguos que nos quedan de él, se expresaba ya sobre este punto importante con una claridad perfecta.[42] Sí, es necesaria una reforma, escribía: pero que empiece por volver a dar a los sacerdotes el conocimiento y el respeto de la verdad de Dios. “Alguien me dirá: ¡qué crímenes, qué escándalos, esas fornicaciones, esas borracheras, esa pasión desenfrenada por el juego, todos esos vicios del clero!… Grandes escándalos, lo confieso; hay que denunciarlos, hay que remediarlos: pero los vicios de los que habláis son visibles para todos; son groseramente materiales; caen bajo los sentidos de cada uno; conmueven, pues, los espíritus… Desgraciadamente, ese mal, esa peste incomparablemente más nociva y más cruel: el silencio organizado sobre la Palabra de Verdad o su adulteración, ese mal que no es groseramente material, ni siquiera se le ve; no conmueve; no se siente su horror…” Y ya, en esa fecha, sin embargo tan precoz, escribe traduciendo sentimientos que muy a menudo, después, expresará con fuerza: “¿Cuántos sacerdotes encontraréis hoy que consideren que hay menos pecado en una falta contra la castidad, el olvido de una oración, un error cometido al recitar el canon, que en la negligencia en predicar y en interpretar correctamente la Palabra de Verdad?… Y sin embargo, el único pecado posible de un sacerdote en tanto que sacerdote, es contra la Palabra de Verdad.
Estas citas son largas, pero ¿cómo no trascribir también esta frase de un acento, de un carácter tan netamente luterano ya, con su violencia contenida y su exceso que impresiona a las imaginaciones?: “Hacedlo casto, hacedlo bueno, hacedlo docto; que acreciente los réditos de su curato, que edifique casas piadosas, que decuple la fortuna de la Iglesia; incluso si queréis, que haga milagros, resucite muertos, expulse demonios: ¿qué importa? Sólo será verdaderamente sacerdote, sólo será verdaderamente pastor aquel que, predicando al pueblo el Verbo de Verdad, se haga ángel anunciador del Dios de los ejércitos y heraldo de su Divinidad.” Resumamos: ¿Reforma eclesiástica? Si se quiere. Reforma religiosa: es la única que cuenta…
Refirámonos ahora a los Sermones sobre el Decálogo. Sin duda, se han señalado en ellos muchas críticas sobre los hábitos de los clérigos. Sólo a los modernos les parecen atrevidas, porque lo ignoran todo de los “libres predicadores” de antaño, de sus audacias verbales, de sus truculentas violencias. En lo que Lutero insiste, también aquí, es en la enseñanza, tan descuidada; en el ministerio de la palabra, tan abandonado; en la pereza y la negligencia de los pastores que se duermen, sin preocuparse del rebaño. No, tanto en esta época como en las anteriores, no es un santo horror de los abusos, un deseo de restaurar la Iglesia lo que mueve a Lutero y le apasiona. ¿Un Reformador? Sí. De la vida interior. Y que proclama ya el gran principio que formulará, en Worms, sobre el escenario del mundo: Que cada uno se sostenga firmemente en su propia conciencia: Unus quisque robustus sit in conscientia sua.[43]
En la Aurora de Nietzsche se lee una curiosa página.[44] Se intitula: “El primer cristiano.” Nietzsche traza en ella la historia de un alma “ambiciosa e importuna”, de un espíritu “lleno de superstición y de ardor a la vez”: la historia del apóstol Pablo.
A Pablo lo muestra enfermo de una idea fija, siempre presente en su pensamiento, siempre escociéndole en su conciencia. ¿Cómo cumplir la Ley? Y en primer lugar, trata de ceñirse a sus exigencias. La defiende furiosamente contra los adversarios y los indiferentes. Con un celo fanático cumple sus prescripciones. Esto para concluir, después de demasiadas experiencias, que un hombre como él, “violento, sensual, melancólico como es él, que refina el odio, no puede cumplir una ley tal”. Se obstina, sin embargo. Lucha palmo a palmo. Para satisfacer su ansiosa necesidad de adueñarse, de dominar todas las cosas, aguza su ingenio. Y de todos sus esfuerzos, no saca finalmente más que esta conclusión desesperada: “No es posible vencer el tormento de la ley no cumplida…”
Entonces, nuevo suplicio, nueva búsqueda desesperada, en la angustia y la pena. “La ley se convierte en la cruz en la que se siente clavado. ¡Cuánto la odia! ¡Cuánto rencor le guarda! ¿Cómo busca por todas partes un medio de anonadarla!” Bruscamente, una visión, un rayo de luz, la idea liberadora surge: sobre un camino desierto aparece Cristo, con una irradiación divina sobre el rostro; y Pablo oye estas palabras: “¿Por qué me persigues?” De golpe, el enfermo de orgullo atormentado se siente volver a la salud; la desesperación moral se esfuma, porque la moral misma se ha esfumado, anonadada, cumplida en lo alto, sobre la Cruz. Y Pablo se convierte en el más dichoso de los hombres. “El destino de los judíos; no, el destino de la humanidad entera le parece ligado a ese segundo de iluminación súbita; posee la idea de las ideas, la llave de las llaves, la luz de las luces; de ahora en adelante la historia gravita a su alrededor.” Y el campeón de la Ley se hace el apóstol, el propagandista de su anonadamiento. “Estoy fuera de la Ley —dice—, si quisiera ahora confesar de nuevo la Ley y someterme a ella, haría a Cristo cómplice del pecado.” Porque la ley no era sino para engendrar el pecado, continuamente, “como una sangre corrompida hace surgir la enfermedad”.
En lo sucesivo, no sólo los pecados nos son perdonados, sino que el pecado mismo es abolido; la Ley ha muerto y ha muerto el espíritu carnal en el que residía; o está muriendo, cayendo en putrefacción. ¡Algunos días más de vida en el seno de esta putrefacción! Tal es la suerte del cristiano, antes de que, unido a Cristo, resucite con él, participe con él en la gracia divina, sea el hijo de Dios él también… “Aquí —concluye Nietzsche— la exaltación de San Pablo llega a su colmo y, con ella, la importunidad de su alma; la idea de la unión con Cristo le ha hecho perder todo pudor, toda medida, todo espíritu de sumisión, y su voluntad de dominio, implacable, se traiciona en su embriaguez: anticipación de la gloria divina… ¡Tal fue el primer cristiano, el inventor del cristianismo!”
Se nos perdonará haber transcrito casi este largo trozo. Pero ¿es preciso decirlo?, no sólo una vez, cuando se lee, sino perpetuamente, se extraña uno de tener que pronunciar “Pablo” donde uno, por sí mismo, ha pensado: “Lutero.” Poco nos importa, por lo demás, que, según los expertos, la transcripción por Nietzsche de las ideas paulianas sea o no exacta en el detalle. Poco nos importa que ciertas fórmulas que aplica a Pablo no puedan aplicarse sin retoques a lo que sabemos del pensamiento luterano, en estos años de ensayo. No pedimos al filósofo ese estudio sobre el paulinismo de Lutero que doctos teólogos nos han proporcionado. Pero, con un pulso notablemente firme, Nietzsche ha trazado el esquema de una evolución, la curva, firme y elástica, que traduce a la vez los movimientos de pensamiento y de conciencia de los dos hombres: el apóstol y el herético, ligados por lazos de una solidaridad visible, y que no es solamente de orden doctrinal: de orden moral y psicológico.
Por eso esta página no nos ofrece sólo un resumen claro y sustancial de las páginas que preceden. Marca, con un trazo fuerte, las articulaciones maestras de esta doble continuidad de estados de ánimo paralelos: los de un Pablo, vistos a través del prisma luterano; los de un Lutero, más o menos conscientemente calcados sobre los de un Pablo razonablemente hipotético… En el momento en que, frente al individuo, frente al creyente aislado, únicamente preocupado por él mismo, por su salvación, por su paz interior, vamos a tener que colocar la masa ruidosa de los hombres, de los alemanes de ese tiempo que, apoderándose del pensamiento, de la palabra luterana, deformándola según sus deseos y sus tendencias, le van a conferir su valor social y su dignidad colectiva, no es ocioso que Nietzsche nos lo recuerde: la historia del cristianismo está hecha de vueltas. Y más tarde, cuando la psicología, dueña por fin de su alfabeto, pueda leer a los hombres sin vacilaciones, se podrá captar en el individuo cuyo esfuerzo personal abre una revolución, el ejemplar escogido, el tipo robusto y franco de un grupo, de una familia de espíritus idénticos y diversos a través de los siglos.