II. Sus consecuencias

Doctrina de paz, en su fresca novedad. Doctrina de fuerza también, y de energía. Hay que insistir en ello tanto más cuanto mayor sea la violencia con que se lo niega.

A través de sus fórmulas de 1516, de 1517, ¡cómo se capta directamente el alma inquieta, atormentada, el alma violenta también, el alma excesiva de Martín Lutero! Va, o más bien salta, de contraste en contraste, brinca con una holgura, una vivacidad, una escalofriante osadía, del pesimismo más desesperado al optimismo más confiado, de una aceptación exaltada del infierno al más dulce abandono en los brazos de la divinidad: del terror al amor, de la muerte a la vida. Nada es más patético, más personal también y menos libresco… Ese movimiento prodigioso, esos saltos y esos transportes tan bruscos de las cimas a los bajos fondos, mantienen en el «sistema» de Lutero, en esos años de plena y joven energía (Lutero en 1516 tiene treinta y tres años), una tonicidad, una robustez, una salud que no conservará siempre. Sin ella, no se sabría de dónde brota la energía viril y la audacia del luchador de 1517.

Se suele decir, desde hace cuatro siglos, que Lutero apreció poco la vida moral; se señala, para escarnecerla o deplorarla, su hostilidad hacia todo esfuerzo humano, ya sea para hacer el bien o para resistir al mal; se establece sin esfuerzo que a sus ojos buenas o malas acciones son equivalentes, puesto que están igualmente manchadas por el pecado. Es verdad. Lutero es seguramente el hombre que mil veces escribió o pronunció fórmulas como ésta, recogida de sus labios, en otoño de 1533, por Veit Dietrich (Tischreden, W., I, no. 654): «El cristiano es pasivo ante Dios, pasivo ante los hombres. Por un lado, recibe pasivamente; por el otro, sufre pasivamente. Recibe de Dios sus bienes; de los hombres, sus males…». Pero en 1516, en el tiempo del Comentario sobre la Epístola a los Romanos, ¿cuál era sobre este punto el pensamiento profundo del agustino?

En esas palabras se refiere a su concepción de la Fe. Entre el hombre y la Divinidad, ese don de Dios establece, nos dice, un contacto directo. Exalta al hombre, tanto, que lo transporta, fuera de sí mismo, a Dios. El alma del hombre no se distingue ya del Dios al que la une la Fe. En él, con él, como él, odia el mal. Con él y como él tiene el amor del bien. Y ese bien que ama, lo cumple. «No hacer el bien —dice el Comentario sobre la Epístola a los Romanos— es no amar a Dios.»[38] Al justificar al pecador que se sabe pecador, que tiene horror del pecador que es, Dios mata ese egoísmo sutil y especioso, esa concupiscencia que vicia las acciones pretendidamente buenas de los hombres. Y como él es amor, es de amor de lo que llena el corazón del creyente, de un amor desbordante que se derrama sobre el débil, el desgraciado, el prójimo miserable. Don magnífico y vivificante de Dios, la fe, en otros términos, crea en el hombre un deseo constante de no permanecer indigno de su nuevo estado; lo trabaja activamente; no lo transforma de pronto, con un golpe de varita mágica; lo empuja, lo anima a emprender una marcha progresiva y confiada hacia un ideal que será alcanzado en la otra vida, cuando la fe (que progresa ella misma y llega a la perfección cuando morimos) haya acabado de expulsar fuera de nosotros, totalmente, al viejo Adán pecador.[39] Sí, el cristiano goza de Dios. Se abre entero a él. Se deja penetrar por él, pasivamente: passive, sicut mulier ad conceptum. No trata de adelantarse por el cumplimiento estéril y nocivo de obras débiles. Pero ese gozo pronto lo incita a la acción. Cuando ha gozado de Dios, utiliza a Dios: uti, después de frui… Su vida es un progreso sin tregua, de bono in melius; es una batalla, dice también Lutero, o bien una penitencia; una tarea, y ruda: la tarea de un hombre que, no creyéndose nunca con derecho a detenerse, con el pretexto de que la meta está alcanzada, tiende hasta su último aliento hacia un ideal que no se realizará sino más allá de la muerte…

Y del mismo modo, de la actividad variable de la fe, de la estrechez o del relajamiento de su contacto con Dios, Lutero, en la misma época, hace depender la certidumbre más o menos segura de su salvación.

Más tarde, en 1518, en el curso de su polémica con Cayetano (W., II, 13) y en su curso de 1517-1518 sobre la Epístola a los Hebreos, proclamará que el cristiano debe tener siempre la certidumbre de su salvación: Christianum oportet semper securum esse. Calificará de errónea a la escolástica, “que niega la posibilidad de esta certidumbre”. No está justificado, explicará, sino que “vomita la gracia”, quien dude de su salvación personal. ¿No ha de encontrar la certidumbre del cristiano en el sacrificio de Cristo por todos los hombres una garantía objetiva, independiente de sus condiciones subjetivas? En 1516, la preocupación de Lutero es otra.

Ciertamente, lo dice ya y lo repite con fuerza: el creyente que siente a su Dios trabajar y comenzar su obra en él, posee ya el germen de una esperanza; porque Dios, que no decepciona a sus criaturas, si ha comenzado la obra, es para llevarla a término. Pero la ciencia totalmente íntima del cristiano, su experiencia personal, si engendra en él quietud y confianza, ¿engendra también una certidumbre verdadera, de la que pueda nacer la inconmovible seguridad?

La seguridad: es, en esa época, la gran enemiga de Lutero. Diría entonces gustosamente lo contrario (en apariencia, por supuesto) de lo que proclamará en 1518; y si leyéramos en el Comentario de la Epístola a los Romanos: Christianum oportet nunquam securum esse, esta declaración no nos sorprendería nada. Estar seguro; ser mantenido en una falsa seguridad por la creencia en los efectos liberadores del bautismo y de la penitencia, o por el sentimiento de haber cumplido obras meritorias: ¿no es verse arrastrado a cruzarse de manos en la quietud sin preocuparse de combatir y de borrar nuestras faltas por los gemidos, los lamentos y los esfuerzos? De hecho, para el Lutero de 1516, tal es la fe, tal es la confianza del hombre en su salvación. ¿La fe crece? La confianza crece. La fe disminuye y el contacto con Dios se hace menos estrecho: la confianza se desvanece, para renacer en cuanto se reanuda el contacto… Justificación por la fe: esta fórmula de apariencia inerte, se ve cuánta energía y cuánto dinamismo encierra en realidad. Se ve cuánta confianza alegre, cuánto impulso, cuánta invencible seguridad contiene en potencia; se ve, en la víspera de los acontecimientos de 1517, lo que expresaba para un Martín Lutero: la convicción de tener a Dios de su lado, con él y en él, un Dios que no era la Justicia inmanente de los teólogos, sino una voluntad activa y radiante, una bondad soberana actuando por amor, y dándose al hombre para que el hombre se dé a Dios.

Esbozo muy esquemático. Sabemos todo lo que dejamos escapar del pensamiento de Lutero, tan rico, tan tupido en sus comienzos. Sabemos también que, para trazar una línea más o menos clara, hemos tenido que hacer abstracción constantemente de una multitud de rasgos intrincados que enturbiaban y embrollaban la imagen principal. Reconstituir en un período dado de su vida lo que se llama la doctrina o el sistema de Lutero, es desprender de una multitud de esbozos o de esquemas parciales una sola traducción, la más expresiva, del mundo infinito de imágenes y de representaciones que llevaba en él y cuya abundancia fogosa lograba difícilmente disciplinar. O más bien (porque el genio de Lutero no es plástico) de una multitud de cantos que surgen de un alma vibrante entre todas, con una incansable, una inagotable fecundidad, y a veces coinciden en un acorde, se refuerzan o se exaltan, a veces se oponen en agrias disonancias o se quiebran: es desprender una línea melódica clara, continua, un poco frágil.

Contradicciones: hace ya cuatro siglos que la palabra ha sido pronunciada, cuatro siglos que los lectores más superficiales, los más insignificantes estudiantinos de teología, e incluso, lo cual es más grave, hombres doctos y limitados, triunfan sin discreción de los mil mentís que en fórmulas resonantes, Lutero, de página en página y de año en año, se ha dado a sí mismo sin medida. Juego fácil. Más vale comprender que el agustino de Erfurt o de Wittemberg no tiene nada de un recopilador exacto de conceptos bien pulidos.

Un teólogo, no. Un cristiano ávido de Cristo, un hombre sediento de Dios en cuyo corazón tumultuoso hierven y tiemblan deseos, impulsos, alegrías sobrehumanas y desolaciones sin límite, todo un mundo de pensamientos y de sentimientos que, bajo el choque de las circunstancias, desbordan y se expanden en olas poderosas, apresuradas, irresistibles. Cada una siguiendo su marcha, según su ritmo, sin preocuparse de las precedentes ni de las siguientes. Cada una llevando consigo una parte igualmente rica, igualmente legítima, del corazón y del cerebro de donde proviene. Cada una reflejando uno de los aspectos de Lutero. Y así, a veces, concentrando todo su poder de visión sobre la religión en cuanto tal, Lutero, en su prisa estremecida de poseer a Dios, pasa por encima de la Ley para ir derechamente al Evangelio. Pero a veces, en cambio, obsesionado por el sentimiento de que una falsa certidumbre engendra las peores flaquezas morales, reprocha a la Iglesia con vehemencia que deje insinuarse en las acciones que llama meritorias un disimulado egoísmo y un cálculo interesado; y entonces, como si ya no se preocupara más que de moral, Lutero abandona momentáneamente ese deseo apasionado de religión que, un momento antes, lo arrastraba, lo dominaba, lo poseía exclusivamente…

Rasgo fundamental de la naturaleza del Reformador, que explica su obra. Y que se señala desde el origen, desde aquel curso sobre los Romanos que, por primera vez, nos permite vislumbrar, ya armado y preparado para la lucha, a un Martín Lutero que esgrime su fe.