Ésta es la cuestión. Un hombre vive en el siglo. Lleva un fardo demasiado pesado. Tiene el alma inquieta, tiene mala conciencia. No es que sea desalmado, perverso o malvado. Pero siente que hormiguean y reptan, en los bajos fondos de su alma, tantos deseos sospechosos, tantas tentaciones penosas, tantos vicios en potencia y complacencias secretas, que desespera de sí mismo y de su salvación; la pureza absoluta, la que sería preciso tener para osar tan sólo presentarse ante Dios, es tan lejana, tan inaccesible…
Saborear la paz del claustro; llevar en una celda una existencia toda de rezos y de meditación, regulada por la campana, guiada en sus detalles por superiores prudentes y venerables: en un medio tan puro, tan santo, tan claro, los miasmas del pecado no podrían exhalarse. Lutero, en un impulso súbito, había traspuesto el umbral del convento de Erfurt. Habían pasado meses. ¿Dónde estaba, pues, ese sentimiento de renegación, de purificación que tantos religiosos habían descrito, en tantos textos célebres, y que les hacía comparar la entrada en las órdenes a un segundo bautizo? El experimento, para Lutero, no era sino demasiado probatorio: la vida monástica no bastaba para darle la paz. Las prácticas, los ayunos, las salmodias en la capilla, los rezos prescritos y las meditaciones: remedios buenos para otros, que no tenían una sed tal de absoluto. Esta mecánica de la piedad no hacía mella en un alma tumultuosa, impaciente de sujeciones, ávida de amor divino y de certidumbre inconmovible…
Pero la enseñanza que le daban, los autores que le hacían leer, ¿qué acción podían ejercer sobre él? Dejemos de lado aquí todo lo que es erudición y conjetura. Ha habido quien se ha asomado curiosamente a los libros que, en Erfurt o en Wittemberg, Lutero pudo o debió leer. Se ha buscado, con un celo y una ingeniosidad meritorios, qué influencias había sufrido o podido sufrir en diferentes momentos. Todo esto es legítimo, útil, interesante.[26] A condición de entenderse sobre lo esencial.
Un hombre del temperamento de Lutero, si abre un libro, no lee en él más que un pensamiento: el suyo. No aprende nada que no lleve en él. Una palabra, una frase, un razonamiento le impresionan. Se apodera de ellos. Los deja descender en él, hondo, más hondo, hasta que por debajo de las superficies vayan a tocar algún punto secreto, ignorado hasta entonces por el mismo lector, y del que, bruscamente, surge una fuente viva, una fuente que dormía esperando la llamada o el choque que la hiciera brotar: pero las aguas estaban allí, y su fuerza contenida. No tengamos, pues, escrúpulos en descuidar aquí todo un mundo de investigaciones pacientes y meritorias. No retengamos más que un hecho entre tantos otros.
Lutero, según parece,[27] estudió poco en Erfurt los grandes sistemas escolásticos del siglo XIII. Particularmente, parece haber permanecido extraño al tomismo: nada tiene esto de particular, y si lo hubiera conocido, no hubiera sacado de él sino un provecho violentamente negativo. Lo que leyó, aparte de algunos místicos, y principalmente de Tauler (del que nos dicen, por lo demás, que lo comprendió mal y que desnaturalizó sin escrúpulos su pensamiento: entendamos que se aprovechó libremente de él, sin preocuparse de saber si sus interpretaciones concordaban o no con la doctrina del discípulo de Eckhart; le bastaba con que entrasen en el marco de las especulaciones de él mismo, de Lutero), lo que leía era sobre todo el Comentario sobre las Sentencias del nominalista Gabriel Biel († 1495), el introductor principal del occamismo en Alemania, el «rey de los teólogos»… por lo menos de Tubinga, el amigo de Juan Trithème y de Geiler de Kaisersberg. En su vejez, Lutero se jacta de saber todavía de memoria páginas enteras del célebre doctor.
Ahora bien, ¿qué encontraba Lutero en los escritos de Biel, para leerlos con el ardiente anhelo de encontrar en ellos una solución a las dificultades de las que no sabía salir? Dos teorías, entre muchas, y que cuando se las enuncia la una a continuación de la otra parecen contradictorias: no es aquí el lugar ni el momento de exponer cómo, para quien conoce, aunque sólo sea sumariamente, el pensamiento de Occam, esta contradicción se desvanece. Biel pretendía en primer lugar que, puesto que las consecuencias del pecado original se hacen sentir sobre todo en las regiones bajas, sobre las potencias inferiores del alma humana, la razón y la voluntad siguen siendo, en cambio, más o menos iguales que antes de la falta, y que el hombre puede, tan sólo con las fuerzas de su naturaleza, observar la ley y cumplir las obras prescritas, si no «según la intención del legislador», por lo menos según «la sustancia del hecho». Y después que, con sólo esas mismas fuerzas, siendo la voluntad humana capaz de seguir los mandamientos de la recta razón, el hombre puede amar a Dios por encima de todas las cosas. Este acto de amor supremo y total crea en él una disposición suficiente para que pueda obtener, por muy pecador que sea, la gracia santificadora y la remisión de los pecados.
Sólo que, al mismo tiempo, y puesto que ligaba su pensamiento al de Occam, Biel reservaba los derechos de la omnipotencia divina. Derechos absolutos, sin fronteras ni limitaciones, extendidos hasta lo arbitrario. Y por ejemplo el teólogo de Tubinga enseñaba que del querer divino y sólo de él recibían las leyes morales su sentido y su valor. Los pecados eran pecados y no buenas acciones, porque Dios así lo quería. Si Dios quisiera lo contrario, lo contrario sería; el robo, el adulterio, el mismo odio a Dios se convertirían en acciones meritorias. Dios no tiene, pues, que castigar o que recompensar en el hombre ni faltas propias ni méritos personales. Las buenas acciones, para que obtengan recompensa, es preciso solamente que Dios las acepte. Y las acepta cuando le place, como le place, si le place, por razones que escapan a la razón de los hombres. Conclusión: la predestinación incondicional e imprevisible…
Así había profesado, así seguía profesando después de su muerte, por medio de sus libros y de sus discípulos, Gabriel Biel el reverenciado. Representémonos ahora, frente a estas obras, sometido a estas doctrinas, a ese Lutero ardiente, enamorado de lo absoluto, inquieto además y atormentado, que en todas partes buscaba apagar su ardiente sed de piedad, pero también librarse de sus escrúpulos y de sus angustias. Le decían, con Biel: Esfuérzate. Puedes hacerlo. En el plano humano, el hombre, sólo por sus fuerzas naturales, por el fuego de su voluntad y de su razón, puede cumplir la ley; puede llegar, finalmente, a amar a Dios por encima de todas las cosas. Y Lutero se esforzaba. Hacía lo posible, según su naturaleza, y lo imposible, para que naciera en él esa dispositio ultimata et sufficiens de congruo ad gratiae infusionem de la que habla Biel en su lenguaje. En vano. Y cuando, después de todos los esfuerzos, su alma ansiosa de certidumbre no encontraba paz; cuando la paz implorada, la paz liberadora, no descendía en él, es fácil adivinar qué sentimiento de amarga impotencia y de verdadera desesperación lo dejaba postrado ante un Dios mudo, como un prisionero al pie de un muro sin fin…
Poco a poco, en su cabeza que se extraviaba, otros pensamientos surgían. Las buenas acciones, para que sean meritorias, enseñaba Biel, es preciso únicamente, y basta, que Dios las acepte. ¿Era, pues, que Dios no aceptaba sus buenas acciones? ¿Que lo rechazaba entre los reprobados por un decreto incomprensible e irrevocable de su voluntad? ¡Ah, cómo saberlo, y qué atroz angustia nacía de semejante duda!
Así, la doctrina de la que se alimentaba, esa doctrina de los gabrielistas nacida del occamismo y cuya influencia tenaz y persistente sobre Lutero fue señalada por Denifle con fuerza y vigor antes que por nadie;[28] esa doctrina que, alternativamente, exaltaba el poder de la voluntad humana y luego lo humillaba gruñendo ante la insondable omnipotencia de Dios, no ponía en tensión las fuerzas de esperanza del monje sino para destruirlas mejor, y dejarlas exangües en la impotencia trágica de su debilidad.
Era culpa suya, objetaba aquí Denifle. ¿Por qué no iba Lutero, apartándose de una enseñanza que le hacía daño, a buscar doctrinas más apropiadas para serenarlo? Si se hubiera sumergido en sus in-folios, habría visto que Santo Tomás, o San Buenaventura, o incluso Gil de Roma, el doctor titular de los agustinos, todos ellos razonaban de muy distinta manera que Biel. Y, principalmente sobre la cooperación de la gracia divina y la voluntad humana en la obra de salvación.
Sin duda; ¿pero esta comprobación le hubiera impresionado? La enseñanza de Santo Tomás, o de San Buenaventura, ¿hubiera surtido efecto en el Lutero que conocemos, en el Lutero que Denifle mismo creía conocer? ¡Qué ingenuidad, otra vez! Del cofre inagotable de su ciencia escolástica, Denifle extrae sin cesar tesoros de sabiduría y de conciliación. Los despliega ante Martín Lutero, con celo postumo. «¡Ah, si el agustino los hubiera conocido! Podía conocerlos. Es un verdadero crimen no haberlos buscado.» Si el agustino los hubiera conocido, leído, releído y vuelto a releer, nada hubiera cambiado seguramente. Porque una sola cosa contaba para él: su experiencia íntima y personal.
No era de doctrina, sino de vida espiritual, de paz interior, de certidumbre liberadora, de quietud en Dios, de lo que estaba ávido, apasionadamente. La enseñanza que le dispensaban, la tomaba tal como se la daban. Asimilaba de ella todo lo que convenía a su temperamento. Rechazaba el resto, violentamente.
No era con la razón con lo que experimentaba su efecto bienhechor o sus peligros. Con su corazón, sí, y con su instinto. Sometido a otras influencias, Lutero hubiera reaccionado de otro modo en la forma. ¿Pero en el fondo? Hubiera luchado; hubiera buscado; hubiera sufrido igual, hasta que hubiera encontrado, ¿qué? Su paz.[29]
¿Tuvo apoyos en su búsqueda obstinada y dolorosa? ¿Encontraba, para ayudarle a salir del abismo, manos tendidas, fraternales? Se ha dicho que sí. Lutero mismo lo ha dicho, para desdecirse después como tantas otras veces. Los que, en Francia, se iniciaron en los estudios luteranos, hace treinta años, en el libro de Kuhn, no han olvidado sus páginas conmovedoras sobre las relaciones de Lutero y Staupitz. Mucho más recientemente, Jundt atribuía a Staupitz la iniciativa de un cambio «radical» en las ideas de Lutero. Éste, por lo demás, en una carta escrita en 1545, al final de su vida, llamaba a Staupitz «su padre». Le debía, declara, su nuevo nacimiento en Cristo. Así se explica la tradición que hace de Staupitz el San Juan Bautista, el precursor de Martín Lutero.[30]
¿Pero en qué sentido? ¿Se trata de doctrina, de la doctrina que va a predicar el Precursor, en todo semejante ya a la del maestro que anuncia? Lo que Staupitz reveló a Lutero ¿fue, pues, una doctrina, una doctrina que contuviera en germen, por adelantado, la del Reformador? Seguramente no. En el tiempo, bastante corto, que el visitador de los agustinos, —personaje muy ocupado y siempre de la Ceca a la Meca— pudo dedicar a Lutero, lo que llevó al joven religioso, cuya ardiente piedad y calidades espirituales apreciaba, fue ante todo un consuelo espiritual y moral. Le enseñó a no dejarse invadir y torturar por la obsesión del pecado, por el temor perpetuo (que podía fácilmente hacerse enfermizo) de apartar la gracia en el momento de recibirla, o de perderla inmediatamente después de haberla recibido. Probablemente comprendía bastante mal qué eran esas «tentaciones» cuyo horror Lutero le describía a menudo. No se trataba de deseos materiales; Lutero lo dice y lo repite con claridad. «No se trataba de mujeres», le hace especificar un curioso relato, sino de «verdaderas dificultades», de esas tentaciones puramente espirituales que sólo Gerson, también según Lutero, había conocido, descrito e intentado rechazar.[31] Por lo menos Staupitz hablaba a su joven correligionario el lenguaje de una piedad toda humana y fraternal. Y lo despedía apaciguado, distendido, consolado para cierto tiempo.
Ésta es la acción bienhechora que ejerció. De revelación doctrinal no puede hablarse. Y si Lutero, en la hermosa epístola dedicatoria a Staupitz que compuso en 1518, el día de la Trinidad, e hizo imprimir en la portada de sus Resoluciones sobre las Indulgencias,[32] antes incluso que su carta al Papa León; si en ese texto, dictado por la doble preocupación de tranquilizar al público sobre su ortodoxia personal, y de comprometer lo más posible en el conflicto a un teólogo conocido y reverenciado, Lutero atribuye a su protector el honor de una revelación fundamental; si, al darle las gracias por haberle dicho un día que «el verdadero arrepentimiento empieza por el amor de la justicia y de Dios», describe la especie de iluminación que esta fórmula produjo en su espíritu, y todo el trabajo de cristalización que se operó a su alrededor («desde todas partes —dice con elegancia— las palabras bíblicas vinieron a confirmar vuestra declaración; vinieron a sonreírle y a bailar una ronda a su alrededor»); si Lutero, finalmente, preocupado por señalar bien la importancia de ese momento de su pensamiento, explica que vio en la fórmula de Staupitz el exacto contrapeso de la afirmación de los «gabrielistas», que declaraban que el arrepentimiento terminaba, después de una larga serie de esfuerzos graduados, por el amor de la justicia y de Dios, penoso coronamiento de una obra dificultosa: se necesita de todas maneras un poco de ingenuidad para tomar al pie de la letra, como Seeberg, la declaración de Lutero, y enunciar que tal fue en efecto el germen verdadero de toda su obra doctrinal. Fórmula tanto menos aceptable cuanto que habría que recurrir de nuevo a ella poco después, si se mostrara en las meditaciones de Lutero sobre la justicia activa y la justicia pasiva el punto de arranque real de su especulación…
En realidad, la frase misma de Staupitz de que «el arrepentimiento empieza por el amor de la justicia y de Dios» —frase pronunciada, muy probablemente, sin intención teórica o sistemática— si en Lutero toma un sentido y un valor doctrinal, es porque despertó en él todo un mundo de pensamientos que le eran familiares desde hacía tiempo y que Staupitz no sospechaba. Con ayuda de sus riquezas interiores Lutero hizo de una fórmula, bastante insignificante para cualquier otro que no fuera él, una especie de tesoro lleno de eficacia y de virtud. Cuestión secundaria, se dirá. De hecho, sí; desde el punto de vista psicológico, no. Porque prestar a Lutero colaboradores en la obra larga, penosa y absolutamente personal de su «liberación», es cometer un error, un grave error.
¡Ah, si se hubiera tratado de construir un sistema, de componer un gran libro magistral…! Pero no se trataba de eso. Lutero descendía en sí mismo. Encontraba un sentimiento intenso de la fuerza, de la virulencia, de la grandeza trágica del pecado. No era una noción aprendida. Era una experiencia de todas las horas. Y ese pecado que pesaba sobre la conciencia del monje nadie podía impedirle existir, dominar, reinar con una insolencia magnífica sobre todos los hombres, incluso sobre los más encarnizados en resistirle, en expulsarlo lejos de ellos. Al mismo tiempo, Lutero encontraba en él un sentimiento no menos fuerte, no menos personal, de la inaccesible, de la inconmensurable Santidad de un Dios que disponía soberanamente de la suerte de las criaturas que él predestinaba a la vida o a la muerte eterna, por razones que el hombre no podía concebir. Lutero quería ser salvado. Lo quería con todo su deseo, con todo su ser. Pero sabía que en vano se esforzaría cada vez más duramente en «merecer» esa salvación; nunca lo lograría, ni él ni ningún otro en esta tierra, nunca…
¿Era, pues, un sistema de conceptos teológicos más o menos lógicamente ordenados lo que le procuraría el apaciguamiento? No, sino una certidumbre profunda que se anclara, que se arraigara cada vez más fuertemente en su corazón. Y sólo existía un hombre que pudiera válidamente procurarle esa certidumbre a Lutero: Lutero mismo.