Sobre la biografía propiamente dicha de Lutero, desde su nacimiento hasta su entrada en el convento, se ha escrito enormemente, como puede suponerse. La tendencia era clara. Se quería revisar los relatos, excesivamente lacrimosos, de las viejas biografías. No, los padres de Lutero no eran tan pobres como se ha dicho; el padre acabó tomando el aspecto, bastante obeso, de un empresario acomodado. No, el niño no fue maltratado tan duramente como se pretendía, y es absurdo apiadarse excesivamente de la suerte del pequeño Martín, mendigando su pan y cantando sus cánticos… Todo eso, en verdad, son glosas sin gran interés. Probabilidades, impresiones personales, prejuicios a menudo… Y, del mismo modo, sobre la entrada en el convento se instituyeron disertaciones sin fin, discusiones sin conclusión posible, con una abundancia que toca al prodigio. ¿Cuáles fueron, exactamente, los sentimientos que experimentó Lutero el día que cayó el rayo sobre el camino de Stotternheim, sin matar, por lo demás, a un Alejo relegado al país de las quimeras? Si el maestro en artes de la Universidad de Erfurt entró en el convento, ¿era o no era porque había hecho un voto? Y si, habiéndolo pronunciado —¿pero lo pronunció verdaderamente?—, y no pudiéndose hacer eximir de él —¿pero lo podía?—, prefirió cumplirlo, ¿por qué razones entonces, por qué motivos secretos se sostuvo en esta decisión extrema?
Saber no saber, gran virtud. Tratemos de ponerla en práctica aquí. Y dejando de lado tantas conjeturas que no son sino conjeturas, tantas opciones y preferencias que no son sino opciones y preferencias, dirijamos nuestros esfuerzos hacia lo esencial. Sin preocuparnos de reconstituir los medios que Lutero tal vez atravesó, pero cuya influencia sobre sus ideas y sentimientos será siempre imposible sopesar, preguntémonos sencillamente si se puede proporcionar hoy, de la historia moral y espiritual de Lutero en el convento, una versión plausible. Plausible: no tengo que decir que usar otro término no sería honrado.
En un pasaje de las Resolutiones consagradas a explicar al Papa, pero sobre todo al gran público, el verdadero sentido y el alcance de las tesis sobre las Indulgencias,[22] Lutero, en 1518, después de haber evocado el testimonio de Tauler sobre las torturas morales que los más fervientes cristianos son capaces de soportar: «Yo también —añade, haciendo una evidente alusión a sí mismo—, he conocido de muy cerca a un hombre que afirmaba haber sufrido a menudo tales suplicios. No durante mucho tiempo, ciertamente. Pero las torturas eran tan grandes, tan infernales, que ninguna lengua, ninguna pluma podría describirlas. Quien no ha pasado por ellas no puede figurárselas. Si hubiera que sufrirlas hasta el final, si se prolongaran únicamente media hora, ¿qué digo?, la décima parte de una hora, perecería uno entero, hasta los huesos quedarían reducidos a cenizas.» Y luego, tratando de precisar todavía más: «En esos momentos, Dios aparece como terriblemente airado y toda la creación se reviste de un mismo aspecto de hostilidad. No hay huida posible ni consuelo. En uno mismo, fuera de uno mismo, no se encuentra más que odio y acusación. Y el supliciado gime el versículo: Prospectum sum a facie oculorum tuorum, pero no se atreve ni siquiera a murmurar: Domine, ne in furore tuo arguas me».
El hombre que se expresaba así en 1518; el hombre que Melanchton, evocando un recuerdo personal, nos muestra viéndose obligado en el curso de una disputa a ir a echarse sobre una cama en el cuarto vecino, sin cesar de repetir, en medio de invocaciones apasionadas: Conclusit omnes sub peccatum, ut omnium miseratur,[23] este hombre que, en más de cien ocasiones, no ha cesado de decir y de escribir que había pasado, siendo joven, por los trances más crueles y más agotadores: este hombre, seguramente, no era un creyente de labios para afuera, y su fe no estaba arrinconada, muy razonablemente, en un pequeño lugar de su cerebro, de su corazón. ¿Pero cuáles eran las causas de semejantes accesos?
Pongamos de lado, si se quiere, las explicaciones de orden fisiológico. No ha llegado el tiempo. Un día, sin duda… Por el momento admiremos, sin pretender rivalizar con ellos, a los psiquiatras improvisados que hacen del enfermo Lutero, con una seguridad tan magnífica, diagnósticos contradictorios. Resistamos al prestigio de los psicoanalistas, a quienes ninguna facilidad arredra y que dan apresuradamente a las requisitorias de Denifle sobre la lujuria secreta de Martín Lutero el sostén demasiado esperado de las teorías freudianas sobre la libido y la represión. Un Lutero freudiano: se adivina por adelantado tan fácilmente su aspecto, que no se siente, cuando un investigador impávido nos coloca su imagen ante los ojos, ninguna curiosidad por conocerlo. Y además, ¿no se podría hacer con la misma facilidad un Freud luterano, quiero decir, observar hasta qué punto el célebre padre del psicoanálisis traduce uno de los aspectos permanentes de ese espíritu alemán que encarna en Lutero con tanto poder? Dejemos eso. Y puesto que Lutero, desde el principio, entretejió la historia de sus crisis con la de su pensamiento, tratemos de comprender lo que esta amalgama representaba para él.
Sobre este delicado punto, Denifle apenas vacila, como es sabido.[24] Remordimientos, malos pensamientos, deseos clandestinos: eso es todo. En el fondo de Lutero, la carne se hallaba en perpetua rebeldía contra el espíritu. Entiéndase, sin equívoco posible, su lujuria. Concupiscentia carnis, la obsesión sexual.
Admiremos nuevamente. Estos hombres, quiero decir Denifle y sus partidarios, saben a ciencia cierta con qué violencia los deseos impuros turbaron sin cesar a un ser que no dijo nada de ello a nadie. Eso sí que es penetración. En cuanto a los campeones patentados de la inocencia luterana, admirémoslos igualmente: con una seguridad igualmente magnífica, proclaman la lilial candidez de un ser tan secreto como la mayoría de los seres: a los otros, que se confiesan, ¿habría que creerlos ciegamente? En todo caso, no caigamos en el ridículo de acudir en ayuda del primero ni del segundo partido. No sabemos. No tenemos ningún medio de bajar, retrospectivamente, a los repliegues íntimos del alma de Lutero. Firmes en el dominio de los hechos y de los textos, limitémonos sencillamente a comprobar dos cosas.
Una de ellas es patente: nadie ha acusado nunca a Lutero de haber vivido mal durante sus años de convento; quiero decir, de haber violado su voto de castidad. La otra, no menos patente para quien examine los textos sin prejuicios: Denifle restringe, de manera abusiva, el sentido de esa noción de la Concupiscentia carnis de la que Lutero hace un uso tan frecuente. Un texto bien conocido basta para establecerlo.[25] «Yo, cuando era monje —se lee en el Comentario sobre la Epístola a los Gálatas publicado en 1535 (Lutero tenía 52 años)—, pensaba que mi salvación estaba perdida tan pronto como me sucedía sentir la concupiscencia de la carne, es decir, un impulso malo, un deseo (libido), un movimiento de cólera, de odio o de envidia contra uno de mis hermanos.» Definición vasta, como puede verse y si la libido abre las puertas a la impureza, los otros términos, tan precisos, muestran que la fórmula luterana se refiere a muy otra cosa que la lujuria sola. Pero la continuación lo confirma: «La concupiscencia volvía perpetuamente. No podía encontrar reposo. Estaba continuamente crucificado por pensamientos como éste: Has cometido nuevamente tal o tal pecado. Has trabajado por la envidia, la impaciencia, etc. … Ah, si hubiera comprendido entonces el sentido de las palabras paulianas: Caro concupiscit adversus Spiritum et haec sibi invicem adversantur».
Texto que no debe ser forzado, ni en un sentido ni en otro. Hemos tenido cuidado de mencionar su fecha y que emana de un Lutero quincuagenario. Se puede, pues, seguir diciendo: «Arreglo a posteriori. Lutero puede haber perdido de buena fe el recuerdo de las tentaciones carnales que desempeñaban, en la génesis de sus crisis, un papel primordial. O bien, habiendo guardado este recuerdo, puede, por conveniencia o respeto humano, echar un piadoso velo sobre este aspecto de su vida secreta…». El debate podría prolongarse durante siglos sin que se avanzase un punto. Pero en lo que se refiere al sentido exacto de las palabras Concupiscentia carnis, los teólogos luteranos tienen toda la razón. Denifle les da un sentido demasiado particular. Compone, apoyándose en ellas, una novela prefreudiana que le parece regocijante; se queda uno esperando sus pruebas decisivas. Esto, nuevamente, sin el menor deseo de romper una o varias lanzas en honor de la virginidad secreta de Martín Lutero.
¿Remordimientos, en el origen de sus crisis de desesperación? No, no en el sentido preciso de la palabra remordimientos. Porque una vez más, Lutero, en su convento, no cometió ninguna acción reprensible que pueda haberle valido el nombre de mal monje. No hay razón, para quien ha leído a Denifle, seguido de cerca su argumentación y examinado escrupulosamente los textos que aduce, no hay razón, en verdad, para abandonar sobre este punto la tradición. Un mal monje, no. Un monje demasiado bueno, al contrario. O por lo menos, que no pecaba sino por exceso de celo, que, exagerándose la gravedad de sus menores pecados, asomado constantemente a su conciencia, dedicado a escrutar sus movimientos secretos, obsesionado además por la idea del juicio, alimentaba sobre su indignidad un sentimiento tanto más violento y temible cuanto que ninguno de los remedios que se le ofrecían podía aliviar sus sufrimientos.