Hay que saber que, en 1899, un profesor de la Universidad de Estrasburgo, Ficker, había tropezado, en Roma, con un documento singularmente precioso, un resto de la Palatina de Heidelberg, transferida a Roma durante la guerra de los Treinta Años: el Cod. Palat. lat. 1826 de la Vaticana. Era la copia por Aurifaber (Juan Goldschmiedt, el último famulus de Lutero, el primer editor de los Tischreden) del curso, hasta entonces desconocido, que Lutero profesó en Wittemberg, en 1515 y 1516, sobre la Epístola a los Romanos. Ficker debía encontrarse, poco después, con la nueva sorpresa de descubrir, descansando apaciblemente en la Biblioteca de Berlín, el manuscrito original de Lutero…
Trozo de primera, como puede suponerse: permitía conocer en sus detalles el pensamiento del Reformador en una fecha enormemente interesante: justo antes del escándalo de las indulgencias. Lo que se tenía hasta entonces de textos luteranos fechados en los años 1505-1517 era extremadamente mediocre. Notas marginales, secas, a diversas obras de Pedro Lombardo, de San Agustín, de San Anselmo, de Tauler; unos Dictados sobre el salterio de 1513-1514, obra de un novicio que busca su camino; algunos sermones, escasas cartas: nada más. El curso de 1515-1516 era una obra importante y rica. Al interés del texto comentado de esa Epístola a los Romanos, cuyo papel histórico en los tiempos de la Reforma era bien conocido, se añadía el valor propio de las glosas luteranas. En resumen, iba a ser posible por primera vez estudiar, con entera seguridad y apoyándose en un texto perfectamente fechado, el verdadero estado del pensamiento luterano en la víspera de los acontecimientos decisivos de 1517-1520.
Viviendo en el Vaticano, Denifle no había ignorado nada de los hallazgos de Ficker. Estudió por su lado el Palatinus 1826. Sacó de él multitud de indicaciones y textos nuevos. Los lanzó hábilmente al debate. Y su restitución de la evolución luterana, de 1505 a 1517, alcanzó gracias a ellos, a pesar de los excesos y las violencias comprometedoras, un prestigio y un interés singulares.
Denifle establecía un principio. «Hasta ahora, principalmente sobre las afirmaciones posteriores de Lutero se ha edificado su historia de antes de la caída. Ante todo, habría que hacer la crítica de estas afirmaciones.»[13] Principio inatacable y saludable. ¿Pero qué contenían, pues, esas afirmaciones tan discutibles? Dos cosas: ataques contra la enseñanza dada en la Iglesia cuando Lutero estaba todavía dentro de ella, y explicaciones de los motivos por los que se ha bía separado de esta enseñanza. Un proceso, si se quiere, y una defensa.
¿Un proceso? Pero lo que Lutero decía de la enseñanza que se le había dado, a él, monje, en su convento, era un tejido de errores, de invenciones y de calumnias. No, nada tenía de exacto ese cuadro irrisorio pergeñado por un Lutero preocupado por cuidar sus efectos, por dar a su brillante enseñanza los más repelentes tintes. Y tomando una a una las alegatas del heresiarca, Denifle las discutía, las tomaba cuerpo a cuerpo, las anonadaba.
La Biblia era ignorada en los monasterios, según la famosa frase recogida por Lauterbach,[14] con su incipit cándido: «22 Feb., dicebat de insigni et horrenda caecitate papistarum: el 22 de febrero, el doctor hablaba de la insigne, de la horrible ceguera de los papistas…». Insigne y horrible, en efecto: los papistas ignoraban nada menos que la Biblia: erat ómnibus incógnita. A los 20 años, Lutero no había visto todavía una Biblia. Por casualidad, en una biblioteca, descubrió una, se puso a leerla, a releerla, con una pasión que sumía en la admiración al Dr. Staupitz… ¿Será esto verdad? Pero, recordaba Denifle, el primer libro que al entrar con los agustinos de Erfurt recibió el novicio Lutero de manos de su prior fue precisamente una Biblia, una gruesa Biblia encuadernada en cuero rojo. Y Lutero nos lo dice en términos expresos: «Ubi monachi mihi dederunt biblia, rubeo corio tecta». [15] Los papistas, por lo menos, sabían, pues, que la Biblia existía.
¿El Dios irritado, el Dios de venganza y de ira, el «Dios sobre el arco iris» de los pintores y de los escultores que representaban el Juicio Final? ¿El Contador prodigioso e incorruptible, blandiendo el descuento de todas sus infracciones? Pamplinas. Veinte veces al día, fray Martín, al recitar sus rezos, al leer su breviario, invocaba al Dios de clemencia, al Dios de piedad y de misericordia que enseña en realidad la iglesia: Deus qui, sperantibus in te, misereri potius eligis quam irasci…[16]
En cuanto a las mortificaciones, a los ayunos, a las obras de penitencia, tan duras que Lutero, al practicarlas conforme a la regla, había estado a punto de perder la salud —y en todo caso había perdido el alma, puesto que la Iglesia, a quienes las cumplían, les prometía la salvación por una atroz estafa—, ¡cuánto absurdo encerraban también estos reproches! En primer lugar, -habría que entenderse. Si los superiores de los monasterios, alrededor de 1510, constreñían a los religiosos a los excesos de penitencia que indignan a Lutero, que se deje de hablar del relajamiento, del desorden, de la sensualidad desenfrenada de esos hombres. ¿La regla?, ¿la de los agustinos en particular? Nada tenía de excesiva. Era además susceptible de suavizaciones en favor de los religiosos débiles o de los cuales se exigía un gran esfuerzo intelectual. Finalmente, ¿la meta de las mortificaciones? ¿La doctrina de la Iglesia a este respecto? Lutero dice y repite: «Nos las presentaban como algo que debía, por su exceso mismo, valernos la salvación …» ¡Impúdica mentira! Si lo hubiera creído de buena fe, Lutero no habría sido más que «un simple imbécil». Nunca lo creyó. Veinte veces, en sus primeros escritos, enseñó la buena, la auténtica, la única doctrina de la Iglesia sobre las obras de penitencia: practicadas con discreción no son sino un medio de domar la carne, de mortificar los malos deseos, de quitar al viejo Adán lo que le excita…[17] Así, pues, sus declaraciones hacen de Lutero un calumniador. ¿Pero qué decir de sus corifeos, de ese rebaño crédulo que juraba sin crítica por las palabras del maestro? Basta, que se acaben esos procedimientos: «Se empieza por alterar la doctrina católica, y luego se despotrica contra ella». Y Denifle, lanzado a esos temas familiares, era inagotable. Alineando los textos, pulverizando a sus adversarios, por lo menos ponía de manifiesto en los luterólogos asombrosos errores, que no tuvieron más remedio que reconocer.
Esto en cuanto al proceso. Quedaba la defensa: el relato disfrazado, fabricado después, de una conversión adornada con pretextos especiosos. También aquí la crítica de Denifle era ruda.
El lector recordará —lo hemos analizado— el famoso pasaje de la autobiografía de 1545. Pura y simple novela, declaraba Denifle. ¡Ah, verdaderamente todos los doctores de la Iglesia antes de Lutero habían entendido por iustitia, en el famoso texto de la Epístola a los Romanos (I, XVII), la iustitia puniens, la cólera de Dios que castiga a los pecadores! Pues bien, él, Denifle, había pasado revista a los comentarios, impresos o manuscritos, de sesenta escritores de primera fila de la Iglesia latina, escalonándose desde el siglo IV hasta el XVI: ni uno solo había entendido por Justicia de Dios la justicia que castiga; todos, integralmente todos, habían entendido la justicia que nos justifica, la gracia justificante y gratuita, una justificación real y verdadera por la Fe. Ahora bien, de estos sesenta autores, había varios que Lutero, incuestionablemente, había conocido y practicado: San Agustín, San Bernardo, Nicolás de Lyra o Lefévre d’Étaples. Más aún: hasta donde es posible remontar en su pensamiento, Lutero, cuando habla de la justicia de Dios (por ejemplo en sus glosas sobre las Sentencias de Pedro Lombardo), no entiende nunca la justicia que castiga, sino la gracia justificante de Dios.[18]
¿Por qué, pues, esas mentiras bajo la pluma de Lutero, poco antes de su muerte? Porque el reformador no quería confesar la verdad. Porque quería enmascarar la evolución real de su pensamiento…
En Lutero convivían dos hombres: uno orgulloso y uno carnal. El orgulloso, despreciando toda sana doctrina, había alimentado la ilusión de que lograría su salvación por sí mismo. Muchos otros, antes que él, habían conocido esta ilusión: otros cristianos y otros monjes, en esto malos cristianos y malos monjes, que ignoraban el espíritu mismo de su religión… Lutero lo sabía; denuncia, el 8 de abril de 1516, en una carta a otro religioso,[19] a los presuntuosos que se jactan de mostrarse a Dios adornados con los méritos de sus obras. Pero si nuestros esfuerzos y nuestras penitencias debieran conducirnos a la paz de la conciencia, ¿por qué murió Cristo? De hecho, el orgulloso, en Lutero, había chocado en seguida con el carnal, con un pobre hombre de voluntad vacilante, débil frente a sus instintos y desprovisto de verdadera delicadeza. Con un hombre que alimentaba en él, cada vez más despótica, una concupiscencia que hacía su desesperación…
Concupiscencia, noción bien conocida por los teólogos. Dicen que en el fondo de nosotros subsiste siempre, como rastro del pecado original, no solamente un instinto de deseo carnal y espiritual, que puede llamarse también, en un sentido restricto, concupiscencia, sino un foco nunca apagado, fomes peccati, que alimenta el amor excesivo de uno mismo, y de uno mismo con relación a los bienes perecederos. Luchar contra el pecado es precisamente esforzarse por domar esta concupiscencia, por someterla al espíritu, sometido él mismo a Dios; por impedir, en una palabra, que los malos deseos, llegando a dominar, engendren el pecado… Ahora bien, Lutero se equivocó sobre la concupiscencia.[20] Creyó en primer lugar que, por la práctica de las virtudes podría anonadarla en él. Fracasó, naturalmente. Lejos de disminuir, su concupiscencia, exaltándose sin cesar, se hizo tan irresistible, que, dejando de luchar, él le cedió todo. Es invencible, declaró entonces. Es el pecado mismo: el pecado original, el pecado que subsiste en nosotros hagamos lo que hagamos. Y como desempeña un papel en todos nuestros actos, incluso los mejores, todas nuestras buenas obras están manchadas por ella. En todas, en el fondo de todas, hay un pecado, el pecado. Así el hombre no puede adquirir mérito, ni cumplir la Ley. El Evangelio no es la Ley: no es sino la promesa del perdón de los pecados. No se encuentra en él sino un solo mandamiento, pero que lo dice todo: Aceptar la palabra de Dios y creer en él.
¡Qué rayo de luz! Éste es el verdadero punto de arranque de un Lutero. Todo lo demás que ha dicho, contradictorio, sobre la Justicia de Dios pasiva o activa, son pobres fingimientos imaginados para disfrazar lo real, para evitar al padre de la Reforma la vergüenza de confesar el origen verdadero de su apostasía: el triste estado de un alma tan inclinada al mal, tan fuertemente presa de la concupiscencia que, declarándose vencida, arrojaba las armas, y de su propia miseria hacía una ley común.
Así argumentaba el P. Denifle, con una convicción, una ciencia y una brutalidad igualmente impresionantes. Y se dirá: «¿Para qué reproducir esta argumentación? El libro del fogoso dominico ya no existe. ¿A quién se le ocurriría hoy ir a buscar en él lo que conviene pensar sobre Martín Lutero?». A nadie, y ni siquiera a los adversarios católicos del Reformador, desde que un sabio y prudente jesuíta, el P. Hermann Grisar, en tres enormes volúmenes publicados de 1911 a 1912, liquidó hábilmente la empresa de demolición, un poco comprometedora, del antiguo subarchivero del Vaticano.
Es verdad. El libro de Denifle se ha fundido, diluido y como trasmutado rápidamente en un centenar de libros o de memorias redactados en un espíritu muy diferente, y donde se vuelven a tomar, a discutir, a enfocar uno a uno o en conjunto todos los hechos, todos los argumentos que aportaba al gran debate luterano… Razón de más para recordar mediante un análisis rápido cuál fue el sistema impresionante y especioso que Luther und Luthertum propuso un buen día a los luterólogos, sacándolos violentamente de sus viejos hábitos. Y además, ¿es preciso decirlo?, un libro como el nuestro no sería honrado si, proporcionando una imagen de Lutero según el gusto personal del autor, no diera a los lectores la sensación viva, violenta incluso, de que muchas otras imágenes, y muy diferentes, han pretendido representar el aspecto, trazar el retrato fiel y sintético del Reformador, sin que en una materia así la palabra certidumbre pueda ser pronunciada por nadie que no sea un tonto.