Este hermoso relato, al que nada se le puede pedir en cuanto a dramatismo, concordaba a las mil maravillas con todo lo que se decía entonces sobre los orígenes, y las causas, de la Reforma protestante. ¿No había nacido de los abusos de la Iglesia, tan a menudo denunciados en el siglo XV, pero que se agravaban de día en día? Abusos materiales: simonía, tráfico de beneficios e indulgencias, vida desordenada de los clérigos, disolución rápida de la institución monástica. Abusos morales también: decadencia y miseria de una teología que reducía la fe viva a un sistema de prácticas muertas. Bruscamente, el edificio se vino abajo; todo fue alborotado, desencajado, turbado por la iniciativa de uno solo. Y se necesitaron veinte años para liquidar las consecuencias de semejante revolución.
El padre Henri Suso Denifle, O. P., subarchivero de la Santa Sede, era, en los últimos años del siglo XIX, un erudito conocido en los medios intelectuales. En el curso de una vida relativamente corta (murió en 1905 a los 61 años), este tirolés de origen belga había satisfecho ampliamente, de veinte maneras distintas, un ardiente apetito de saber.
Se le había visto primero ocuparse de teología mística, emprender una edición crítica de las obras de Enrique Suso, sin descuidar a Tauler ni al maestro Eckhart. Luego, se había interesado en las universidades medievales; y es sabido que con la ayuda de Émile Chatelain había asegurado, de 1889 a 1897, la publicación de un monumento capital de nuestra historia intelectual: el Cartulario de la Universidad de París. Finalmente, espulgando en el Vaticano los registros de las Súplicas, había recogido y publicado abundantes documentos sobre la desolación de las iglesias, monasterios y hospitales en Francia durante la guerra de los Cien Años. Honorables y apacibles trabajos. La Academia de Inscripciones había reconocido su mérito inscribiendo en sus listas el nombre de Denifle. Y el subarchivero del Vaticano parecía destinado, para el resto de sus días, a inocentes tareas de erudición medieval.
Ahora bien, en 1904, en Maguncia, en el tranquilo cielo de los estudios luteranos, estalló un trueno mucho más resonante que el del camino de Stotterheim. Firmado por Denifle, aparecía el tomo I de una obra titulada Lutero y el luteranismo. En un mes, Se agotó la edición.[11] La Alemania luterana se estremecía de cólera y de angustia secreta. Una parte de la Alemania católica, consternada en su prudencia política, alzaba los brazos al cielo en un vago gesto de desaprobación. Las revistas, los periódicos, todas las hojas de una región tan rica en papel impreso, no hablaban más que de Lutero. Y en las asambleas se interpelaba a los gobiernos a propósito de un libro atroz y verdaderamente sacrilego.
Religioso lleno de ardor y de convicción, el P. Denifle, en el curso de sus trabajos sobre los monasterios franceses del siglo XV, se había puesto a buscar las causas de una decadencia demasiado evidente. Al prolongar sus estudios y descender el curso de los siglos, se había tropezado con la Reforma luterana. ¿Iba a retroceder y, alegando su incompetencia, declararse inhabilitado para este asunto? ¿Retroceder? No era un gesto habitual de Denifle. Desde Preger hasta Jundt y hasta Fournier, numerosos eruditos habían podido medir la rudeza sin reservas de lo que el combativo dominicano llamaba «su franqueza tirolesa». En cuanto a su aparente incompetencia, ella misma iba a hacer su fuerza, una fuerza irresistible al principio.
Denifle, medievalista, había estudiado desde hacía tiempo las teologías medievales. Las místicas, por gusto. Pero no menos las otras, las de los grandes doctores de los siglos XII y XIII. Ahora bien, los luterólogos oficiales, desprovistos de una cultura tan vasta, desconocían generalmente lo que Denifle conocía tan bien; y sin duda una ignorancia casi total de los pensamientos y de las doctrinas con los que se había alimentado el agustino de Erfurt y de Wittemberg en su punto de arranque no debía contribuir precisamente al vigor de sus interpretaciones de las ideas luteranas. Por otra parte, Denifle, hombre de iglesia, religioso con una experiencia personal de la vida y de las observancias monásticas, poseía también por esto, frente a los profesores luteranos de Alemania, una superioridad que, a las primeras palabras, se hizo demasiado evidente. Los más avisados se apresuraron a confesarse culpables. ¿Los otros? Sobre veinte pares de espaldas académicas y profesorales, una buena mano de palos resonó alegremente. Todavía hoy, a pesar de los pulimentos del P. Weiss, que terminó la obra, o de Paquier, que la tradujo suavizándola, cuando los profesionales curiosos de las notas al pie de páginas releen a Denifle, aprecian como buenos conocedores la destreza de un descubridor de perlas del mejor oriente.
Pero éstos no son sino pequeños detalles de una historia. ¿Qué pretendía, en realidad, Denifle?
En primer lugar, y era éste el aspecto más llamativo de su empresa, marcar a Lutero en el rostro. Al hombre Lutero. Hacerlo bajar de un pedestal usurpado. A la efigie mentirosa de un semidiós, o, mejor dicho, de un santo con hermosas mejillas rosadas, cabellos ondulados, aspecto paternal y un lenguaje benigno, sustituir la imagen modelada del natural de un hombre, lleno sin duda de talentos y de dones superiores —nunca he negado, decía Denifle, que Lutero haya tenido una fuerte naturaleza[12]—, pero de taras groseras también, de bajezas, de mediocridades. Todo esto, excusable en un sabio cualquiera, en un jurista, en un político, ¿lo era en un fundador de religión? Y Denifle se encarniza. Y Denifle, tomando a manos llenas de un arsenal demasiado bien provisto, escribe sobre Lutero y la poligamia, Lutero y la bebida, Lutero y la escatología, la mentira y los vicios, una serie de párrafos animados de un santo y regocijante furor. Atiborrados de textos, por lo demás. Y también de interpretaciones abusivas, a veces incluso delirantes, y en estos casos tan enormes, presentadas con tal candor en el odio, que el menos crítico de sus lectores no podría dejar de pensar: «Aquí hay trampa.» Pero para contentarlo, y para desesperar en cambio a los hijos respetuosos del Reformador, dispuestos a desempeñar, ante un padre intemperante, el papel discreto del hijo de Noé, quedaban docenas de documentos demasiado auténticos y especiosos.
Y era cierto que no siempre probaban algo. Que Lutero hubiera bebido en su vida un poco menos de cerveza de Wittemberg o un poco más de vino renano; que sus brazos hubieran estrechado o no con demasiada fuerza a su Catalina; que hubiera lanzado al Papa, a los prelados y a los monjes injurias excesivamente sucias: todo eso importaba poco, en suma, para la historia general de la Reforma alemana. Pero el embarazo de los luterólogos patentados, que se obstinaban en argumentar sobre las citas, en lugar de alzar virilmente, ante unos Luteros caricaturescos puestos frente a frente (el de color de rosa, für das Christliche Haus, y el de negros tintes, a la moda tirolesa), un Lutero verdaderamente humano, con virtudes y flaquezas, elevaciones y bajezas, tosquedades sin excusa y grandezas sin precio; un Lutero matizado, vivo, todo hecho de contrastes y oposiciones, este mismo embarazo daba qué pensar y prolongaba pesadamente un penoso malestar.
Sin embargo, no residía allí la verdadera importancia de Lutero y el luteranismo. Y no había únicamente en este libro interpretaciones abusivas, o citas valederas, que las unas como las otras se prestaban al escándalo. Se encontraba también otra cosa: una manera nueva de concebir y de presentar la génesis de las ideas innovadoras de Lutero, su evolución religiosa de 1505 a 1520, fechas amplias.