Pero sólo durante estos últimos años, ya que, durante tres siglos, católicos, protestantes o neutros, todos los historiadores, de común acuerdo, concentraron su atención sobre la figura, la doctrina y la obra del hombre hecho que, el 31 de octubre de 1517, apareciendo en plena luz en la escena del mundo, obligó a sus compatriotas a tomar partido violentamente, por él o contra él.
Así como el retrato de Lutero más conocido era antes el del doctor quincuagenario, pintado o grabado alrededor de 1532, así amigos o adversarios apenas se interesaban más que en el jefe de partido, en el cismático fundador de iglesia, sentado, para dogmatizar, en la cátedra de Wittemberg. ¿Pero cómo se había formado ese jefe de partido? ¿Cómo se había constituido su doctrina? No había nadie que se preocupara verdaderamente de estudiarlo.
Hay que decir que no se contaba para ello con grandes medios. Lutero, arrastrado por la lucha cotidiana, no había dejado de la historia de su conciencia y de su vida interior hasta 1519 sino un sumario esbozo: simple ojeada hacia atrás, echada por encima del hombro, furtiva y tardíamente. Ese Rückblick del maestro, fechado en marzo de 1545, servía de prefacio a uno de los volúmenes de la primera edición de las Obras.[4] Melanchton, en 1546, el año mismo de la muerte de Lutero, había añadido algunos pequeños detalles.[5] Los más exigentes se limitaban a comentar estos textos sumarios, engrosados con algunas notas de Amsdorf, de Cochlaüs o de Mylius. Para animar el conjunto, bebían sin discreción en una fuente abundante pero turbia: la de los Tischreden,, de las famosas Conversaciones de mesa.
Se sabe que, para gran escándalo de Catalina de Bora, ama de llaves diligente y celosa de los honorarios[6] («¡Señor doctor, no les enseñe gratis! ¡Recogen ya tantas cosas! ¡Lauterbach sobre todo! ¡Montones de cosas, y tan provechosas!»), todo un batallón de jóvenes, sentados devotamente en Wittemberg en el extremo de la gran mesa presidida por el maestro, se apresuraba a anotar para la posteridad las palabras caídas de sus labios: palabras familiares de un hombre de imaginación viva, de sensibilidad sobreaguda y que embellecía fácilmente, con la mejor fe del mundo, un pasado lejano mirado con los ojos del presente. Revisadas, corregidas, modificadas por editores de intenciones piadosas, pero que no trabajaban para nosotros los historiadores, estas declaraciones habían formado la recopilación oficial y muchas veces impresa de los Tischreden. Y con su ayuda, sin tomarse el trabajo de criticarlo ni de buscar las notas mismas, mucho más útiles y sinceras, recogidas a lo vivo por sus auditores, se componía y recomponía entonces incansablemente el relato oficial medio legendario y casi hagiográfico de los años de juventud de Martín Lutero. Todos los hombres de mi generación lo han conocido. Sus libros de clases no hacían más que resumir, más o menos inexactamente, las grandes monografías de Köstlin, de Krode o, en francés, de Félix Kuhn.
La pieza, es cierto, estaba bien compuesta y era todo lo dramática que pudiera desearse.
Primero, el doloroso cuadro de una infancia sin amor, sin alegría y sin hermosura. Lutero nacía, probablemente en 1483, un 10 de noviembre, víspera de San Martín, en la pequeña ciudad de Eisleben en Turingia. Regresó a morir allí sesenta y tres años más tarde. Sus padres eran pobres: el padre, un minero, duro consigo mismo, rudo con los demás; la madre, una mujer agotada y como aniquilada por su trabajo demasiado duro; buena cuando mucho para atiborrar de prejuicios y de supersticiones temerosas un cerebro de niño bastante impresionable. Estos seres sin alegría criaban al pequeño Martín en un poblado, Mansfeld, habitado por mineros y mercaderes.
Bajo la férula de maestros burdos, el niño aprendía la lectura, la escritura, un poco de latín y sus oraciones. Gritos en la casa y golpes en la escuela: el régimen era duro para un ser sensible y nervioso. A los 14 años, Martín partía hacia la gran ciudad de Magdeburgo. Iba a buscar allí, con los Hermanos de la Vida Común, escuelas más sabias. Pero perdido en esa ciudad desconocida, obligado a mendigar su pan de puerta en puerta, enfermo por añadidura, no se quedaba en ella más que un año, regresaba un momento bajo el techo paterno y luego se dirigía a Eisenach donde tenía unos parientes. Abandonado por éstos, después de nuevos sufrimientos, encontraba por fin almas caritativas: una mujer principalmente, Úrsula Cotta, que lo rodeaba de afecto y de delicada ternura. Pasaban cuatro años, los cuatro primeros años un poco sonrientes de esa triste juventud. Y en 1501, por orden del padre como siempre, Lutero partía para Erfurt cuya Universidad era próspera.
Trabajaba allí, con un ardor febril, en la Facultad de Artes. En 1502 era bachiller, y en 1505 maestro. Pero la sombra de una juventud entristecida se proyectaba sobre un destino que seguía siendo mediocre. Y, sucediéndose rápidamente, graves malestares, un accidente sangriento, el espanto sembrado por una peste mortífera, la conmoción, finalmente, de un rayo que estuvo a punto de matar a Lutero entre Erfurt y el pueblo de Stotternheim: toda esta serie de incidentes violentos, actuando sobre un espíritu inquieto y sobre una sensibilidad temblorosa, inclinaba al futuro herético hacia el partido que un hombre de su temperamento, después de estas experiencias, debía adoptar de la manera más natural. Renunciando a proseguir sus estudios profanos, destruyendo las esperanzas de elevación social que concebían ya sus padres, se iba a llamar a la puerta de los agustinos de Erfurt.
Con esta peripecia terminaba el primer acto. El segundo transportaba al lector al convento.
Monje ejemplar, Lutero se plegaba, dócil, a los rigores de la regla. ¡Y qué rigores! Escalonados de 1530 a 1546, veinte textos clamaban ante su decepcionante crueldad:[7] «Sí, en verdad, he sido un monje piadoso. Y tan estrictamente fiel a la regla, que puedo decirlo: si monje alguno llegó al cielo por monacato, yo también habría llegado. Sólo que si el juego hubiera durado un poco más, habría muerto de vigilias, rezos, lecturas y otros trabajos».[8] Y en otro lugar: «Durante veinte años, he sido un monje piadoso. He dicho una misa diaria. Me he agotado tanto en rezos y en ayunos, que de haber seguido así no hubiera resistido mucho tiempo». Más aún: «Si no hubiera sido liberado por los consuelos de Cristo, con ayuda del Evangelio, no habría vivido dos años; hasta tal punto estaba crucificado y huía lejos de la cólera divina…».
¿Por qué, en efecto, esas obras de penitencia? Para la satisfacción de un ideal irrisorio, el único que su Iglesia proponía a Lutero. La enseñanza que recibía el monje ardiente en su piedad y que se había lanzado al convento para encontrar en él a Dios, a Dios vivo, a ese Dios que parecía huir de un siglo miserable; la doctrina que bebía en los libros de los doctores considerados como los maestros de la vida cristiana; las palabras mismas, y los consejos y exhortaciones de sus directores y de sus superiores: todo, hasta las obras de arte en las capillas o en los pórticos de las iglesias, hablaba al joven Lutero de un Dios terrible, implacable, vengador, que lleva las cuentas rigurosas de los pecados de cada uno para lanzarlas al aterrado rostro de los miserables condenados a la expiación. Doctrina atroz, de desesperación y de dureza; y ¡qué pobre alimento para un alma sensible, penetrada de ternura y de amor! «Yo no creía en Cristo —escribirá Lutero en 1537— sino que lo tomaba por un juez severo y terrible, tal como lo pintan sentado en el arco iris.»[9] Y, en 1539: «¡Cómo me ha asustado a menudo el nombre de Cristo!… Hubiera preferido oír el del diablo, porque estaba persuadido de que tendría que realizar buenas obras hasta que por ellas Cristo se me volviera amigo y favorable.»
Así, llegado al convento en busca de la paz, de la certidumbre dichosa de la salvación, Lutero no encontraba en él sino terror y duda. En vano, para desarmar la atroz cólera de un Dios airado, redoblaba sus penitencias, mortíferas para su cuerpo, irritantes para su alma. En vano por medio de los ayunos, las vigilias, el frío: Fasten, Wachen, Frieren, trinidad siniestra y estribillo monótono de todas sus confidencias, intentaba forzar la certidumbre liberadora. Cada vez, después del esfuerzo sobrehumano de la mortificación, después del espasmo ansioso de la esperanza, era la recaída, más lamentable, en la desesperación y la desolación. El niño triste de Mansfeld, convertido en el agustino escrupuloso de Erfurt, dudaba un poco más de su salvación. Y en una cristiandad sorda a los gritos del corazón, en una cristiandad que entregaba sus templos a los malos mercaderes, sus rebaños a los malos pastores, sus discípulos a los malos maestros, nada sino las quejas de sus compañeros podía hacer eco a los sollozos del creyente ávido de fe viva con la que se engañaba el hambre con vanas ilusiones.
Un hombre venía entonces, un místico de alma compasiva. El doctor Staupitz, vicario general de los agustinos en toda Alemania desde 1503, se inclinaba con bondad sobre la conciencia dolorosa de ese joven monje ardiente que se confiaba a él. Le predicaba por primera vez un Dios de amor, de misericordia y de perdón. Sobre todo, para arrancarlo de sus vanas angustias, lo lanzaba a la acción. En 1502, en Wittemberg, el Elector Federico el Sabio había creado una Universidad. Staupitz profesaba en ella. En otoño de 1508 llamaba a ella a Lutero, le confiaba un curso sobre la Ética de Aristóteles y le exhortaba al mismo tiempo a proseguir sus estudios sagrados en la Facultad de Teología. Llamado de nuevo a Erfurt al año siguiente, Lutero continuaba estudios y enseñanza; se convertía en 1510 en bachiller formado en teología, explicaba a Pedro Lombardo, predicaba con éxito. Sus crisis de desesperación se espaciaban. Era la salvación, al parecer. Un nuevo «golpe de teatro» volvía a poner todo en juego.