Vamos diciendo: “Ved a este hombre. Tan bien dotado para la meditación, y qué torpe para la acción. En los tiempos en que pretendía escalar el cielo, dos o tres toperas, a ras de tierra, le hicieron tropezar y le inmovilizaron, torpe y pataleante”. Desgracia individual, al parecer; desventura fortuita… Pero Lutero ¿será el único, en Alemania, entre los hombres verdaderamente grandes de su país, que no pudo llevar a buen término su revolución?
Fórmula muy francesa por lo demás, que se nos viene a la pluma naturalmente. ¿Cuál es su sentido para un alemán, si es verdad que las revoluciones, en Alemania, se quedan siempre en individuales; que sus autores, genios heroicos, no se han preocupado nunca de poblar la tierra de edificios molestos y sin vida: para eso están los albañiles, los contratistas, incluso los consejeros de arquitectura, por cuenta y bajo la dirección de los pastores y de los príncipes? Así debe ser y los espíritus libres no tienen nada que ver con semejantes tareas. Conquistar para sí mismos, apoderarse de su propia verdad revolucionaria; sobre las ruinas del viejo orden de las cosas, como arado por la explosiva violencia de su sinceridad, hacer surgir un orden personal y autónomo; y mientras que la masa trabaja en humildes labores, entrar en comunión directa, por el pensamiento, con lo Divino, esto les basta y los colma. ¿Lo demás? No es Lutero el único que lo desdeñó. ¿Para qué?, dicen unos y otros. A quien ha bebido el vino embriagador de lo absoluto, ¿qué le importan vuestras pequeñas vendimias terrenales?
Pensemos siempre en esto, si queremos comprender. Por sus divisiones claras, precisas, uniformes, el metro satisface nuestros gustos de hombres lógicos. ¿Nos deja captar con suficiente flexibilidad esas relaciones sutiles que con ayuda de otras medidas, los viejos arquitectos, ignorantes de las secas relaciones decimales, regularon y quisieron para sus construcciones? Los revolucionarios alemanes de los cuales lamentamos, según nuestras ideas, unas veces el fracaso y otras lo poco que se ocuparon de pasar a los actos, debemos dejar de verlos como Constituyentes sin suerte o Convencionistas incapaces. Más bien debemos evocar ante nosotros la figura de ese Fausto que lanza el anatema sobre todos los prestigios, perfora todas las ilusiones, maldice lo que el hombre se goza en poseer: mujeres o niños, criados o arados, Mammón revolcándose en su oro, el amor que exalta e incluso la esperanza, la fe y el dolor… Echa abajo la felicidad del mundo; rompe el universo con su mano implacable, a fin de poder levantarlo de nuevo, reconstruirlo en su corazón; y los espíritus, testigos aterrados del drama, se llevan a la Nada los despojos de un mundo. Sin embargo, en la tierra, desentendidos de esas catástrofes espirituales, los hombres gregarios giran sin duda en redondo, sobre el orden reverenciado de sus superiores.
Porque éste es el segundo aspecto de las cosas. El suelo, del que se desinteresan los genios heroicos —en el que no aceptan mantener sino su cuerpo, mientras su espíritu boga por el empíreo— es invadido por los pastores con sus perros de guarda. Y mandan, dirigen, gobiernan. Designan la meta, su meta. Las multitudes se dirigen hacia ella, dóciles, al ritmo que se les indica. Se prestan, sin resistencia ni esfuerzo, a la disciplina impuesta. Se colocan, metódicamente, en los cuadros de una Iglesia visible, que se articula estrechamente con el Estado. Éste, con todas sus fuerzas, sostiene a aquélla. Aquélla, en cambio, hace participar al Estado de su carácter de institución divina, directamente querida e instaurada por Dios, a quien, por lo tanto, no se puede, no se debe resistir. Y todo esto es Lutero. Todo esto también es Alemania, desde Lutero hasta nuestros días. Ahora bien, en este complejo de hechos, de ideas y de sentimientos, ¿quién hará exactamente la división entre lo que vino de Alemania a Lutero o, inversamente, de Lutero a Alemania?
“El luteranismo —se ha dicho— es una concepción de la vida. Y es en toda la vida alemana donde habría que estudiarlo.” Es verdad. Lutero, uno de los padres del mundo y del espíritu moderno, si se quiere. Uno de los padres del mundo germánico y del espíritu alemán, sin duda. En la justa medida, se entiende, en que hay “un” espíritu alemán, así como también, por otra parte, hay “un” espíritu moderno.
El 27 de junio de 1538, a Felipe Melanchton, humanista alimentado en las buenas letras y, en su Sajonia de largos inviernos, alumbrado (lo quisiera o no) por un reflejo de sol helénico, a este hombre moderado para quien la palabra razón tenía todo su sentido, le era permitido lamentarse. ¿Y a Lutero? Hacía mal, él, en abandonarse, en repetir palabras tales como las que cualquiera de sus amigos, o incluso de sus enemigos, hubiera dicho sin esfuerzo y naturalmente. Hacía mal, como tantas otras veces, en dejar hablar en él al hombre, al grueso hombre sentado a la mesa burguesa de su burguesa casa de Wittemberg. Este hombre tenía tal vez derecho a estar triste. El profeta, no. Porque no se había engañado: no hay aduanas, no hay cárceles para las ideas. Son inasibles y propiamente indestructibles.
Lutero había sembrado suficientes ideas por toda Alemania para contar con una hermosa sobrevivencia. ¿Qué era la Iglesia de Sajonia, con sus dogmas y sus pastores, sus templos y sus ritos, al lado de la magnífica posteridad que el idealista de 1520 debía ver levantarse en la Alemania que lo había alimentado? Magnífica y temible a veces. Porque, entre el maestro Felipe que Lutero nos muestra siempre preocupado por la suerte de los imperios y de los graves problemas de la política, y él, Lutero, que no sabía interesarse más que en sí mismo, en su conciencia y en su salvación, sólo el último debía más tarde ejercer sobre la política una acción al mismo tiempo lógica e imprevista. Poderosa sin duda. ¿Saludable para la paz de los hombres y la felicidad del mundo? Es otra cuestión. Y, por lo menos aquí, no es la nuestra.
No juzgamos a Lutero. ¿Qué Lutero, además, y según qué código? ¿El nuestro?, ¿o el de la Alemania contemporánea? Prolongamos sencillamente, hasta los extremos confines de un tiempo presente que estamos mal preparados para apreciar con sangre fría, la curva sinuosa, y que se bifurca, de un destino póstumo.