II

Contra un molino de viento vetusto y caduco, no levantemos nuestras lanzas ventajosas. Sencillamente, tomemos por nuestra cuenta, para aplicarla a su autor, la vieja distinción sobre la que Lutero se apoyó tantas veces. Hay el plano del mundo y el del más arriba, el del más allá supraterrestre. El reino terrenal y el reino de Dios. La esfera de lo temporal, pero también la de lo espiritual y lo sagrado.

En el plano del mundo, Lutero parece fracasado. Porque, como el creyente cuyo retrato ideal dio él, no se interesó con todas sus fuerzas en lo que pasaba en este plano. No se lanzó a la conquista de las cosas. Se movió en medio de ellas, como el actor en medio del decorado. No paseó por él más que despreocupación y despego del alma.

Lo que dejó detrás en la tierra es una contrahechura irrisoria del edificio que, inspirándose en sus ideas, un arquitecto algo dotado y que creyera en su tarea, que creyera en la necesidad de construir una obra hermosa y duradera, habría levantado sin esfuerzo sobre el suelo, descombrado por una mano poderosa del rebelde. El luteranismo institucional, con sus debilidades y sus taras, tal como se realizó en la Alemania de finales del siglo XVI y comienzos del XVII —bajo la tutela de pequeños príncipes mezquinos y fatuos, bajo el control mecánico de la burocracia, con sus dogmas sabiamente pulidos y repulidos por el talento microscópico de teólogos aplicados—, decir de tal luteranismo que traicionaba al hombre de Worms, al autor de los grandes escritos de 1520, no es bastante. Lo hubiera cubierto de vergüenza, si no le hubiera sido casi completamente extraño.

Pero hay el dominio del Espíritu. La otra esfera. Y ese Lutero que no tenía nada de un constructor enamorado de la duración y preocupado de poder grabar, sin demasiada ironía, en el dintel de una casa sólida el viejo dístico burgués:

Stet domus haec, donec fluetus formica marinos

Ebibat, et totum testudo perambulet orbem,

ese Lutero era en cambio el primero, el más denso si no el más rico de esa cadena discontinua de genios heroicos, filósofos y poetas, músicos y profetas, que no porque no hayan traducido todos en el lenguaje de los sonidos sus deseos tumultuosos, sus aspiraciones al mismo tiempo fuertes y confusas y el malestar de un alma que no sabe escoger, merecen menos el nombre justificado de genios musicales. Es la vieja Alemania la que los ha dado al mundo y, en sus obras frondosas como selvas de leyenda germánica, alternativamente iluminadas por rayos de luz y luego sumidas en insondables tinieblas, esta Alemania encuentra con orgullo los aspectos eternos de su naturaleza ávida, de apetitos infantiles, que no cesa de amontonar, para un gozo solitario, los tesoros y los prestigios de los mundos: ordenarlos no es su preocupación.

Lutero es uno de los padres del mundo moderno… Los franceses emplean gustosos esta fórmula u otras análogas y de igual resonancia. A condición de que se anote escrupulosamente cuán involuntaria fue esta paternidad, cuán poco realizó el hijo indeseable los anhelos de su genitor, se la puede transcribir, si se quiere, y tomarla por cuenta propia.[229] Lutero, al vivir, al hablar, al mostrarse como lo que era, creó, como tantos otros, numerosas situaciones de hecho, a su vez generadoras de consecuencias espirituales o morales que él no había previsto. Y por haber realizado el cisma sin restablecer la unidad; por haber debilitado y disminuido materialmente a la Iglesia católica; por haber creado condiciones propicias al nacimiento de sectas innumerables; por haber provocado entre los laicos la discusión de cuestiones religiosas; por haber expuesto la Biblia a las miradas de los curiosos; por todo esto y por muchas otras cosas, es indudable que el reformador merece el agradecimiento de hombres que nunca dejó de combatir y detestar. Que haya permitido en definitiva a Bossuet, y a muchos otros más, escribir, cada uno a su manera, la Historia de las Variaciones, es tal vez su título de gloria. Es ciertamente una de esas ironías formidables cuyo secreto conoce la historia. El viejo Proudhon se ríe en alguna parte de esos abisinios que, “atormentados por la tenia, se deshacen de una parte, pero teniendo cuidado de conservar la cabeza”. En esta postura, con su frescor de hombre del Franco-Condado, el hijo del tonelero de la calle del Petit-Battant se complace en mostrarnos a Martín Lutero. Y le es fácil señalar después que no se le da su parte al espíritu crítico como uno quiere; que querer “en nombre de la crítica comprometer a la crítica” y circunscribir con prudencia un incendio espiritual es quimera. Tiene razón. Y se pueden suscribir hoy como en 1853 las conclusiones de La Révolution Sociale démontrée par le coup d’État du Deux-Décembre. Su forma las fecha ligeramente, pero en la medida en que la frase impresionante de Proudhon es exacta: “La religión, para nosotros, es la arqueología de la razón”, podemos saludar a Lutero con el título de Precursor. Involuntario, se entiende. Y podemos, debemos hacer más.

La Alemania luterana, en los siglos pasados, la Alemania de los teólogos oficiales y de los pastores dependientes de la Kleinstaaterei (Napoleón dirá: asnos hereditarios), pudo durante años desentenderse de Lutero casi por completo, y significar al mundo, de todas las maneras, que no tenía nada que ver, verdaderamente nada, con el idealismo magnífico, el impulso apasionado, la fe viva del libre cristiano de 1520. El espíritu de Lutero no cesó por eso de flotar sobre las aguas germánicas. ¿Y cuáles son los hechos verdaderamente esenciales de la historia de Alemania, en el sentido más amplio de la palabra historia; cuáles son, si se prefiere, las maneras de ser más características del pensamiento y de la sentimentalidad germánicos que no alumbre para nosotros, con una luz reveladora, un conocimiento, por poco reflexivo que sea, de la obra, de la doctrina, de la fe profunda del profeta de Worms? Pero también, cómo nos explican estos hechos y estas maneras de ser a un Lutero.