I

Sin duda, cuando miraba a su alrededor, veía en tierra más ruinas que edificios. ¿Ruinas? Había llenado la tierra con ellas. Ruinas colosales, de las que sin duda no era el único responsable; otros, con él o aparte de él, otros rudos obreros habían colaborado también con el tiempo; pero con qué poderoso hombro él, Martín Lutero, había apoyado el esfuerzo brutal de los demoledores. El Papa expulsado, total o parcialmente, de diez países de vieja obediencia. El Emperador, reducido cada vez más a una actividad local en un Imperio menos unificado que nunca. Las divisiones religiosas exasperando los antagonismos políticos, sobreexcitando las oposiciones nacionales. Sobre todo, la Iglesia dividida en trozos, dañada a su vez en su estructura corporal y en su razón de ser espiritual; la Iglesia, la vieja Iglesia ecuménica, atacada y vilipendiada bajo el nombre de Iglesia papista, proclamada inútil, malefactora, de origen y de textura humanos, mientras el sacerdote, despojado de su carácter sagrado, sustituido por un funcionario controlado por el poder civil, se veía también expulsado sin honor del viejo edificio del que había hecho la grandeza y la fuerza.

Las ruinas eran vastas. ¿Qué había construido Lutero, en tanto? ¿Qué había edificado sobre el terreno conquistado?

Reforma y Libertad: tal había sido, durante años, el grito de guerra, el grito de unión de sus partidarios. ¿Reforma? Lutero no era un reformador. Esto estaba demasiado claro. Además, cuando en 1517 se había alzado frente a la Iglesia, ¿qué pretendía? ¿Reformar a Alemania? ¿Fundar una iglesia luterana? No. Lutero había partido para cambiar las bases espirituales de la Iglesia cristiana. Lutero había partido, alegre, confiado, teniendo a su Dios en él y con él, para volver a encontrar unas fuentes perdidas y que ya no manaban en los patios de las iglesias o en los claustros de los conventos. Como su amigo el viejo Cranach en sus cuadros ingenuamente complicados, también él soñaba con la fuente de Juvencia. Sabía en qué lugar, milagrosas, sus aguas surgían de una vena inagotable. Convidaba a beber a la cristiandad entera.

Martín Lutero no había tenido éxito. Sin duda algunos creyentes aislados, y algunas agrupaciones también, colectividades, pueblos y estados, seducidos, habían aceptado tomarlo por guía, beber confiadamente en las fuentes que él indicaba. Pero un éxito parcial ¿no era el fracaso, puesto que el innovador había sido echado de la Iglesia, expulsado por ella, excomulgado, y puesto que esta Iglesia, sin él, a pesar de él, contra él, había continuado su ruta, su marcha secular por los caminos consabidos; la Iglesia tradicional, con su jerarquía, sus obispos ligados al Papa, sus papas orgullosos de su serie continua? Allí seguía estando la vieja Iglesia, asentada sobre las mismas bases. En Trento, iba a su vez a rejuvenecerse, a tomar un baño de tomismo, de ese tomismo en el que Lutero, por instinto, aborrecía a su rival, a su enemigo más mortal. Y le decía a Lutero, no dejaba de decirle: “Tú, que pretendes ser el hombre de Dios, pruébanos que eres de Él, de Él y no del Otro. Tu fracaso mismo, tu fracaso relativo pero seguro, ¡qué mentís!”. Argumento muy fuerte en ese tiempo, y que un Lutero no podía refutar airosamente. Porque no era un protestante liberal de hoy. Verse reducido a las proporciones de un simple jefe de secta era, hiciera lo que hiciera, pretendiera lo que pretendiera, la derrota…

Reforma y Libertad… Sin duda, el yugo del Papa, el yugo de la Iglesia, lo había sacudido con gran vigor. A los que le habían seguido, los había liberado plenamente. Pero ¿había que cantar victoria si había puesto en el lugar de un yugo pesado el yugo todavía más pesado del príncipe, del Estado creado y puesto en el mundo por Dios para velar sobre los intereses, las costumbres, los mismos dogmas de la comunidad cristiana? ¿No se gloriaba Lutero de haber fundado de nuevo, más sólidamente que nunca, su omnipotencia secular y temporal, de haber vuelto a encontrar y haber renovado sus títulos, de haberlo redoblado, finalmente, por decirlo así, con la omnipotencia espiritual de Dios? Y en cuanto a la liberación espiritual y moral, en cuanto a la libertad de conciencia entendida como la entendemos, y a la libertad de pensamiento: el Lutero envejecido de 1538, el Lutero del diálogo con el maestro Felipe, se habría estremecido al haber reivindicado su efecto bienhechor para los hombres.

Lutero había fracasado. Y ni siquiera debemos preguntarnos si no hay muchas razones profundas para regocijarnos de ese fracaso. Porque, en el designio al mismo tiempo múltiple y coherente del agustino; en su pretensión de imponer a la universalidad del mundo cristiano, como precio de su fe, la negación feroz (y tan antipática en el siglo del Renacimiento para tantos espíritus formados por los antiguos en un humanismo digno de su nombre), la negación obstinada y rabiosa de toda dignidad, de todo valor, de toda grandeza humana independiente de la gracia divina; en su afirmación apasionada del Siervo arbitrio que levantará contra él no solamente a Erasmo, sino a tantos hombres de pensamiento libre en su tiempo, desde Rabelais hasta Giordano Bruno y Campanella; en esa tentativa, finalmente, de un cristiano puramente cristiano para rehacer la unidad cristiana sobre bases nuevas y predicar un credo hostil a todo lo que una élite empezaba a amar, defender y promover, cuántas quimeras anacrónicas en verdad, y útiles para regocijar, en sus horas de insomnio, el cerebro de un monje poco al corriente de su siglo.