Palabras preliminares a la segunda edición

Dieciséis años han pasado desde que salió de las prensas (1928) este libro, pequeño por el formato, grande por el tema. Pronto se agotó. Por varios sitios me han rogado reeditarlo. Lo he releído, pues, atentamente. Con gafas de miope en primer lugar —y espero haber borrado las faltas, tipográficas o de otra especie, que se habían deslizado en su texto. Con ojos bien claros después para ver bien el conjunto, desde arriba y desde lejos. Para mi vergüenza tal vez, tengo que confesarlo: no he encontrado nada que cambiar.

Críticos benevolentes —este libro no los tuvo de otra clase, que yo sepa— me reprocharon en aquella época no haber llevado mi estudio más allá de 1525, haber seguido demasiado poco y de demasiado lejos al Lutero de entre 1525 y 1547 por los caminos de la vida. En lo que yo llamaba, en lo que sigo llamando, con una palabra que parece haber turbado a algunos de mis lectores,[1] el Repliegue. Si para precisar mejor mi pensamiento he añadido, en esta nueva edición, tres pequeñas palabras a Repliegue, si hablo ahora, espero que sin equívoco, de un Repliegue sobre sí mismo, estos reproches amistosos no me han hecho en absoluto cambiar de opinión. Hice en 1927 lo que quería hacer. Hablé lo mejor que pude del joven Lutero, y de su fuerza, y de su fogosidad, y de todo lo nuevo que aportaba al mundo siendo él. Obstinadamente él. Nada más que él. ¿Qué aportaba? Una nueva manera de pensar, de sentir y de practicar el cristianismo, manera que, no habiendo podido ser aplastada en la cuna ni tragada tal como era, ni digerida amistosamente por los jefes de la Iglesia, se convirtió, por estos motivos y de manera natural, en una nueva religión, en una nueva rama del viejo cristianismo. Y en la generadora, si no de una nueva raza de hombres, por lo menos de una nueva variedad de la especie cristiana: la variedad luterana. ¿Menos tajante sin duda en su apariencia exterior, menos abrupta, menos hecha para expandirse fuera de los lugares de origen que esa otra variedad vivaz y prolífica, que a treinta años de distancia debía engendrar el picardo Juan Calvino? Ciertamente. Tenaz, sin embargo. Duradera. Susceptible de plegarse a muchos acontecimientos diversos. Capaz de atracción, hasta el punto de adulterar a veces, según parece, la variedad vecina y de inspirar temores a los guardianes celosos de su pureza. De importancia histórica considerable, en todo caso, ya que puebla notablemente una parte de Alemania. Yque el espíritu luterano adhiere fuertemente a la mentalidad de los pueblos que la adoptaron.

Que sea interesante estudiar al Lutero de después de 1525 como al Lutero de antes es cosa que está fuera de duda. Que entre estos dos Luteros no haya por lo demás un verdadero corte; más aún, que no haya dos Luteros sino uno solo; que el Lutero de 1547 siga siendo, en su fe, el Lutero de 1520: de acuerdo. Nunca he querido decir, nunca he dicho lo contrario. He defendido bastante la tesis, paradójica para muchos, de que el Lutero de la guerra campesina, el Lutero que condena con tanta pasión, vehemencia y crueldad a los campesinos sublevados, no era un Lutero diferente del Lutero de 1520, del que escribía los grandes tratados liberales; he hecho bastantes esfuerzos para establecer, contra tantas opiniones contrarias y razonables, la unidad profunda y duradera de las tendencias luteranas a través de los acontecimientos más desconcertantes, como para que sea inútil sin duda que me excuse por una falta que no he cometido ni de hecho ni de intención. Repliegue no significa corte. El ser cuyos tentáculos tropiezan por todas partes con el mundo hostil y que se mete lo más posible en su concha para alcanzar en ella un sentimiento de paz interior y de bienhechora libertad, tal ser no se desdobla. Cuando sale de nuevo es él, siempre él, quien vuelve a tantear en el mundo erizado; y a la inversa. Sólo que quien quiera comprender en un Lutero este juego alternado de salidas y entradas, de exploraciones y de retiradas, no es en 1525, o en 1530, donde debe colocarse como punto de partida. Es mucho antes. Es en el punto de origen. Situar este punto con precisión en la vida de Lutero, seguir los primeros desarrollos de los gérmenes de «luteranismo» que un examen atento permite señalar, desde antes de que Lutero se haya convertido en Lutero; ver nacer, crecer y afirmarse a Lutero en Lutero; y luego, una vez hecha y recogida la afirmación, detenerse; dejar que el hombre se las vea con los hombres, la doctrina con las doctrinas, el espíritu con los espíritus que tiene que combatir, o conquistar (y no se conquistan nunca espíritus, no se vence nunca a hombres, no se sustituye nunca una doctrina por otra sin dejar fatalmente que otro espíritu invada nuestro espíritu, otro hombre penetre nuestra humanidad, otras doctrinas se inserten en nuestra doctrina). Esto es lo que he querido hacer. Éste es el prólogo necesario, indispensable a todo estudio del Lutero de después de 1525. Semejante estudio no puede bastarse a sí mismo; necesita previamente el conocimiento sólido del Lutero de antes de 1525, y no esclarece, no permite, retrospectivamente, comprender, explicar, hacer comprender este Lutero. Por el contrario, un estudio del Lutero de antes de 1525 da cuenta de todo Lutero. Éste era el estudio de que carecíamos los franceses en 1927. Sigue siendo este estudio el que necesitamos en 1944.

Escribo esta frase sabiendo perfectamente que, desde 1927, muchos acontecimientos han sucedido en los cuales Lutero ha desempeñado, en los cuales se le ha hecho desempeñar, un papel. No exageremos: de todas formas, cierto papel. Monedas de plata de cinco marcos acuñadas en Alemania desde 1933 con la efigie del rebelde advirtieron suficientemente de ello al pueblo alemán. Monedas, toda una literatura también, sobre lo cual, desde 1934, nosotros llamábamos la atención del público francés.

Un nuevo Lutero habría nacido a partir de entonces. Un Lutero que, según dicen, no podríamos comprender nosotros los franceses, nosotros los extranjeros. Un Lutero tal, que deberíamos considerar sin validez casi toda la literatura que fue consagrada antes de 1933 al Reformador. Un Lutero en el que se quiere que veamos no una personalidad religiosa sino, esencialmente, una personalidad política cuyo estudio imparcial estaría calificado para comunicarnos «una comprensión nueva de la verdadera naturaleza del pueblo alemán». Declaraciones a las que parece hacer eco en Francia, ya en 1934, el autor de una biografía de Lutero que escribía que, del mismo modo, las cuestiones que planteaba la historia de aquel que era llamado antes el Reformador, no pertenecían, «por inesperada que esta afirmación pueda parecer, al dominio religioso, sino al dominio social, político, incluso económico». Y añadía, en el cuerpo de su libro, que «la doctrina misma es lo menos interesante que hay en la historia de Lutero y del luteranismo». Porque «lo que hace del Reformador una poderosa figura es el hombre; la doctrina es infantil».

Yo, niño viejo, no tengo por mi parte ninguna razón para pensar, en 1944 como en 1927, que la doctrina de Lutero esté desprovista de interés. Incluso para una justa comprensión de la psicología colectiva y de las reacciones colectivas de un pueblo, el pueblo alemán, y de una época, la de Lutero, a la que siguieron muchas otras: todas ellas teñidas igualmente de luteranismo. Se me perdonará, pues, reeditar este pequeño libro bajo la forma que le valió, entre otras señales de consideración, la de figurar en la pequeña lista de escritos escogidos por Scheel, en la segunda edición de sus preciosos Dokumente zu Luthers Entwicklung.

Bajo la misma forma, salvo algunas correcciones, ya lo dije, y algunas adiciones. Me pareció, al releer mi libro, que pasaba demasiado rápidamente sobre la traducción de la Biblia emprendida por un Lutero otiosus en aquellos meses, «perezosos» de la Wartburg cuya actividad nos asombra y nos llena de admiración, ya que tan singulares se mostraron el poder de trabajo y la fuerza creadora del agustino puesto fuera de la ley. Buena oportunidad para llamar la atención del lector sobre un estilo prodigioso y nunca estudiado sino por gramáticos: sin embargo, este estilo, más que muchos otros, no es sólo el hombre, es la época; la turbia, la prodigiosa época de Lutero, tan próxima y tan lejana de la nuestra: pero la creemos siempre únicamente próxima, y no comprendemos, a propósito del agustino de Eisleben, como a propósito del franciscano de Chinon —otro prodigioso creador de estilo—, que estos hombres, en el verdadero sentido de las palabras, pensaban de una manera diferente que nosotros y que, sobre este punto, su lengua nos esclarece.[2] Todo está en pedirle, en saber pedirle sus luces…

París, 31 de enero de 1944